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Avanzaba por la estepa numÃdica una caravana escoltada por veinte soldados a caballo pertrechados con equipo ligero y otros tantos legionarios que, desde hacÃa dos semanas al menos, habÃan obtenido por parte del centurión Rufio Fabro permiso para despojarse de la armadura y dejarla en el carro. Bajo el sol, las lorigas de acero se ponÃan al rojo vivo, y era imposible soportar el peso y la temperatura.
El centurión de primera lÃnea Furio Voreno podÃa ver a lo lejos la mole inmensa de un elefante, un grupo de cebras, antÃlopes de largos cuernos y, aparte, un grupo de leones de pelaje amarillo rojizo a cuyo frente estaba un macho de tupida melena. Detrás del centurión caminaba el pintor de paisajes, que se preparaba para retratar el territorio agreste de Numidia.
La caravana estaba compuesta por una decena de carros que transportaban animales salvajes destinados a las venationes en la arena de Roma: leones, leopardos, simios y un gigantesco búfalo negro que ya habÃa sacudido violentamente los barrotes de su jaula en el carro haciéndola pedazos. Cada vez que resoplaba levantaba una nube de polvo y de paja machacada. ParecÃa un ser mitológico como el toro de Creta.
CaÃa la tarde y las sombras se alargaban. La brisa traÃa de las montañas la infinidad de perfumes del lejano Atlas y los carros estaban colocados en cÃrculo en torno al campamento provisional, al raso, mientras los sirvientes indÃgenas preparaban el fuego para asar las piezas de caza que habÃan abatido durante el dÃa. Se habÃan dispuesto tres cuerpos de guardia fuera del cÃrculo en la oscuridad porque la zona estaba infestada de depredadores gétulos y garamantes. El centurión Furio Voreno, veterano de muchas batallas en Germania, sobrino del famoso centurión Voreno que se habÃa cubierto de gloria bajo el mando de Julio César en la Galia, daba las órdenes para los turnos de guardia y supervisaba la construcción del recinto para los caballos. En uno de los carros habÃa un gigantesco león de negra melena, capturado hacÃa poco y que nunca habÃa sufrido cautividad; recorrÃa, adelante y atrás, su espacio angosto rugiendo rabiosamente y se arrojaba contra los barrotes de la jaula haciendo temblar el carro entero.
Los caballos, que no solo oÃan los rugidos de la fiera sino que percibÃan el intenso olor selvático, se encabritaban y buscaban sin cesar una abertura para huir, aterrados, como si el león estuviese libre y pudiera descuartizarlos de un momento a otro. Se reforzaron las estacas del recinto y se amarraron los caballos con cuerdas a la empalizada.
En el interior del cÃrculo de los carros, aparte de aquellos militares habÃa varias tiendas de campaña privadas donde se alojaban un gladiador llamado Bastarna, durante años Ãdolo de las multitudes en Roma y ahora retirado para siempre de los combates de la arena; dos reciarios, Triton y Pistrix, asà como el lanista Córsico con sus ayudantes, que organizaban no solo los ludi gladiatorios sino también las venationes con los animales salvajes.
En el último de los carros habÃa otra criatura salvaje, espléndida y oscura en su cuerpo reluciente, casi desnuda; solo un taparrabos le cubrÃa la ingle. Cuando uno de los guardianes se acercaba a su jaula y alzaba la lucerna para comprobar si se habÃa acabado la comida, sus ojos, de un increÃble color verde, brillaban en las tinieblas, y mostraba los dientes, semejantes a perlas, frunciendo los labios como lo harÃa una pantera.
En mitad del primer turno de guardia Voreno se levantó y dio una vuelta de inspección por el exterior para asegurarse de que los centinelas estaban bien despiertos. A dos tercios del redondel de los carros encontró a Fabro, que hacÃa otro tanto.
—¿Todo bien? —le preguntó.
—SÃ, todo en orden.
—¿Te apetece un vaso de vino antes de ir a dormir?
—Por supuesto. Y asà nos calentamos un poco también cerca del fuego. Esta noche hace frÃo.
Voreno destapó la cantimplora de madera y sacó de la bolsa dos tazas del mismo material. Acto seguido vertió en ellas el vino que quedaba en partes iguales.
—Nunca he visto una criatura como esa. ¿Y tú? —dijo Fabro, y señaló el último carro.
—Yo tampoco —respondió Voreno—. He pasado la mayor parte de mi servicio en Germania… ¿Sabes? También yo pensaba en ella. Estamos aquÃ, cerca del fuego, tomando un buen vaso de vino. Y ella está allà —dijo mostrando con el dedo—, desnuda en medio del frÃo cortante.
—Sabrá apañárselas. Es como una fiera… —replicó Fabro—. La he visto mirar fijamente a los ojos al leopardo que está en la jaula próxima, un buen rato, como si se intercambiaran pensamientos.
—Pero no tiene con qué protegerse. ¿Ha comido?
Fabro negó con la cabeza.
—¿Bebido?
Fabro indicó de nuevo que no.
Voreno lo miró a los ojos.
—Te considero personalmente responsable de lo que pueda pasarle. ¿Tienes idea de cuánto vale?
—Los sirvientes no se atreven a acercarse a su jaula: temen que sea un espÃritu maligno —respondió Fabro.
—Entonces, despierta al cocinero. Lo conozco, no teme a nada ni a nadie. Dile que le lleve algo que haya sobrado de la cena y agua filtrada. Enseguida.
Fabro obedeció, y los tres se acercaron al carro de la pantera negra. El cocinero sabÃa ya qué hacer. La observó con aten