El primer dÃa
HabÃa dÃas en que el mundo era sobre todo una cosa: cielo.
Aquel 24 de mayo era uno de esos. Un dÃa de luz deslumbrante, reluciente, nÃtido, claro, como recién lavado.
La bóveda celeste parecÃa mayor, más alta de lo habitual. Como si el vacÃo se ensanchara y la atmósfera terrestre penetrara todavÃa más en el universo. Era de un azul luminoso y rotundo que solo en el horizonte adquirÃa un tono más pálido de forma gradual. Un azul extraordinario e insólitamente vibrante que invitaba a creer que se trataba de algún tipo de energÃa o materia. La tierra, sobrecogida ante la intensidad de ese azul, se aplanaba y empequeñecÃa.
El comisario Georges Dupin, de Concarneau, estaba tendido de espaldas sobre la hierba. Se habÃa tumbado tan largo como era en un promontorio situado muy por encima del mar. Una cima verde que, según los paneles informativos del aparcamiento, se alzaba a unos considerables setenta y dos metros detrás de unos escarpados acantilados. La cima estaba cubierta de brezo, ginesta de un intenso color amarillo, hierbas arbustivas y musgos de los colores más diversos: verde, marrón rojizo, amarillo.
Punta de Raz. Asà se llamaba ese último cabo del extremo occidental de Finistère, cuyos acantilados elevados se adentraban en el Atlántico en forma de enorme cuña dentada. Violentas y agitadas corrientes se debatÃan entre rugidos en torno a esa legendaria punta situada en el extremo norte de la bahÃa de Vizcaya y que tenÃa su otro final en la costa occidental española. Plagada de escollos, aquella era una de las zonas más peligrosas del Atlántico, con masas de agua abriéndose paso en torno a la Bretaña para penetrar en el Canal de la Mancha y luego convertirse en el mar del Norte.
Desde allà arriba el paisaje era impresionante: el Atlántico majestuoso, unos acantilados insólitos —con una forma que recordaba la cola de un dragón—, dos faros intrépidos en medio del mar erguidos sobre unas rocas inhóspitas y, a lo lejos, la fantástica ÃŽle-de-Sein. No habÃa un lugar más impresionante que la punta de Raz para experimentar el fin del mundo. AllÃ, la finis terrae se podÃa ver y palpar. Era el último bastión frente a ese mar impetuoso y casi infinito. De pronto, la tierra firme resultaba vertiginosamente frágil.
Y allà resultaba también más patente que en ningún otro lugar uno de los misterios de la Bretaña: una combinación única de luz y de colores. Según Dupin, en la Bretaña habÃa más luz que en ningún otro rincón del mundo. Y aquella luminosidad extraordinaria hacÃa también extraordinarios los colores, los cuales, a fin de cuentas, no eran si no refracciones de esa luz.
Uno tenÃa la impresión de que allÃ, el espectro cromático visible para el ojo humano —es decir, el comprendido entre el rojo, el naranja, el amarillo, el verde, el cian, el azul y el violeta— se desplegaba con mucha más amplitud. Como si en las refracciones infinitas sobre las aguas que rodean la penÃnsula bretona la luz se descompusiera de modo más fino. Esa intensidad de luz y de color ya habÃa seducido a sus mayores admiradores: Monet, Gauguin, Picasso y otros muchos pintores habÃan sucumbido ante la Bretaña.
Desde la primera vez que fue allÃ, la punta de Raz ocupaba un puesto en la lista de lugares favoritos de Dupin, ¡excepto en temporada alta! La excursión de ese dÃa estaba justificada por dos motivos: Le Fumoir de la Pointe du Raz, un nuevo ahumadero de pescado cercano del que el inspector Le Ber hablaba maravillas; allÃ, los pescados más delicados del temible paso marino, sobre todo los deliciosos abadejos, una especie emparentada con el bacalao, se elaboraban con el «aroma incomparable del humo de los robles bretones» y una mezcla secreta de distintas pimientas y especias.
El ahumadero era del primo de un primo de Le Ber; al llegar a ese punto, Dupin habÃa dejado de escuchar: la profusa parentela de su inspector, que abarcaba también a parientes por afinidad, le parecÃa un caos. Fuera como fuese, los elogios de Le Ber habÃan propiciado la visita de Dupin al restaurante. Además, ese dÃa por fin Claire y él tenÃan su primera noche libre en varias semanas, en las que ella habÃa trabajado en el hospital casi sin descanso. El abadejo era su pescado favorito, y sobre todo le gustaba ahumado. Dupin querÃa darle una sorpresa.
El segundo motivo de aquella salida eran las obras de remodelación de la comisarÃa. Empezaron hacÃa cuatro semanas y eran una auténtica pesadilla. La empresa encargada prometió un «funcionamiento plenamente operativo de la comisarÃa». Sobre el papel aquello ya era un desatino y, como no podÃa ser de otro modo, se habÃa confirmado en la práctica.
Desde el primer dÃa se desató el caos absoluto. El trabajo se resintió por todo, eso sin mencionar el ruido, el polvo y la suciedad. Además, como era de esperar —y a pesar de que el pintor habÃa asegurado que no habrÃa malos olores—, en cuanto sacó la brocha todo empezó a apestar a pintura de un modo insoportable que no conseguÃan paliar ni abriendo todas las puertas y ventanas. La única ventaja era que el hedor a pintura y a disolventes encubrÃa el desagradable olor original del edificio que tanto molestaba a Dupin desde su primer dÃa de trabajo, y eso que era el único que lo notaba. TenÃa la esperanza de que esa pestilencia desapareciera por completo después de la remodelación.
En las últimas semanas, todo el personal de la comisarÃa se habÃa escabullido y solo quedaba de guardia un equipo de contingencia que se iba turnando. Todo el mundo encontraba a diario motivos nuevos e ingeniosos para evitar acudir a la oficina. De repente, incidentes inauditos, como el saqueo de un arriate de zanahorias o la recolección prohibida de moluscos en la playa, exigÃan una comprobación in situ, y en ocasiones los agentes respondÃan a la llamada en grupos de tres o cuatro. Se reanudaron «casos abiertos» antediluvianos, como el robo de tres tablas de surf el octubre pasado o la desaparición de un bote auxiliar de color rosa del puerto.
Todo el mundo se alegró cuando por fin ocurrió un suceso de verdad: el hallazgo de seiscientas monedas de oro belgas del año 1870 durante la demolición de un viejo edificio en Pont-Aven. Un auténtico tesoro con un valor aproximado de varios cientos de miles de euros y cuyo descubrimiento dio pie a todo tipo de increÃbles especulaciones.
A principios de la semana, incluso Nolwenn, la secretaria de Dupin, perdió la paciencia. Alguien derramó un cubo de pintura viscosa delante de su puerta y ella lo pisó de pleno. Hasta entonces, Nolwenn habÃa procurado heroicamente mantener la calma, pero después de aquel incidente decidió tomarse unos dÃas libres.
Eso, a su vez, provocó una desazón tremenda en el comisario, sobre todo porque ella no le habÃa dicho cuándo tenÃa previsto regresar a la oficina. Con la cantidad ingente de horas extras acumuladas a lo largo de los años, Nolwenn podÃa tomarse varios meses de vacaciones. Dupin no habÃa tenido valor para preguntar. Sin duda, su ausencia prolongada, que además era su modo de protesta, acabarÃa antes o después en desastre.
Sin perder ni un solo dÃa, Nolwenn emprendió con su marido una ruta en bicicleta que, en realidad, tenÃa previsto hacer en septiembre. Era un recorrido muy especial, inspirado en el gran éxito editorial bretón Bistrot Breizh. Le tour de Bretagne des vieux cafés à vélo, una guÃa por los establecimientos de comidas y bebidas más antiguos y originales de la Bretaña seleccionados con esmero y sabidurÃa.
El trayecto conducÃa literalmente de un pueblo a otro. Nolwenn, cuyo carácter estaba más orientado a la comodidad que al deporte, habÃa optado por la ruta interior, que atravesaba paisajes magnÃficos y únicos. Antes de marcharse, les habÃa sugerido también a Le Ber y a Dupin que se tomaran unos dÃas libres, de modo que ahora el inspector se encontraba exiliado con su esposa y sus dos hijos en la isla de Belle-ÃŽle. Una de sus hermanas tenÃa allà una casa desocupada desde que se habÃa mudado al cabo Cod, en la costa Este de Estados Unidos, el paÃs de su marido.
Al comisario no le interesaba en absoluto tomarse unos dÃas libres. Por un lado, en ese momento Claire no podÃa alejarse del hospital bajo nin