Prólogo
La sangre bajo las uñas le molestaba.
«Malditos guantes, baratos e inútiles», pensó la chica, cabreada. Aquella noche habÃa llegado a ponerse dos pares, pero un navajazo perdido habÃa traspasado ambas capas y la sangre le habÃa llegado a las manos. «Estúpida.» Cualquier otra noche se habrÃa detenido y limpiado, lenta y minuciosamente, los restos escarlata de debajo de las uñas, una a una. Pero ahora no tenÃa tiempo.
«No hay tiempo, no hay tiempo.»
La luz de la luna se proyectó en el suelo de la mansión, iluminando parte del cuerpo desnudo de un hombre. Comparado con los demás, este sangraba de forma extraña, pensó la chica. La sangre formaba un charco perfectamente circular, igual que el glaseado de una tarta.
Suspiró de nuevo, metió el bote de pintura roja en la mochila y recogió algunos de los trapos que habÃa por el suelo. Junto a ella, en la pared, se veÃa el sÃmbolo que acababa de dibujar a toda prisa.
Aquella noche todo habÃa ido a destiempo, desde las complicaciones que les habÃa dado el sistema de seguridad al entrar en la mansión de sir Grant hasta el asombroso hecho de que él los viese primero, en lugar de estar profundamente dormido. Estaban retrasándose. Y ella odiaba los retrasos.
Se apresuró a recoger sus herramientas y las metió en la mochila. El resplandor lunar fue iluminándole las facciones a intervalos regulares a medida que pasaba frente a la hilera de ventanas. Su madre le decÃa siempre que tenÃa rasgos de muñeca, desde que era un bebé: ojos grandes y oscuros como la pez; pestañas largas, mucho; la nariz fina, los labios de rosa y la piel de porcelana. Las cejas se alargaban, rectas y suaves, sobre su frente, dándole un aspecto permanentemente vulnerable.
Ese rasgo era lo que la definÃa. Nadie reparaba en lo importante hasta que era demasiado tarde. Hasta que ella se manchaba las uñas con su sangre.
Con las prisas, se le habÃa soltado el pelo, que le caÃa en una cascada negra sobre los hombros. Se paró a recogérselo. Sin duda habrÃa un par de cabellos suyos por ahÃ, lo que dejaba a la policÃa una pista que seguir. Pero daba igual, si lograba escapar a tiempo. Menuda huida más torpe, tan poco propia de ella.
«Voy a matarlos», pensó amargamente. «Que me hayan dejado aquà para limpiar esto...»
Desde la oscuridad le llegó el ulular de las sirenas.
Se quedó rÃgida, con la cabeza vuelta en dirección al ruido, escuchando con atención. Instintivamente se llevó una mano a una las navajas del muslo. Y se puso a correr. Las botas no hacÃan ruido alguno. Se movÃa como una sombra, solo se oÃa el golpeteo de la mochila contra su espalda. Mientras avanzaba, se cubrió la mitad inferior de la cara con el pañuelo negro, ocultando la nariz y la boca, y se colocó el visor sobre los ojos. A través de él, la mansión se transformó en una malla de señales térmicas y lÃneas verdes.
Las sirenas se acercaban a gran velocidad.
Se detuvo a tomar aliento, a la escucha. VenÃan de direcciones distintas. Iban a rodearla. «No hay tiempo, no hay tiempo.» Se lanzó escaleras abajo, su silueta quedó oculta por entero entre las sombras; al llegar abajo giró abruptamente para dirigirse no a la puerta principal, sino al sótano. HabÃan reconectado el sistema de seguridad a fin de sellar desde dentro la cerradura de la puerta, pero el sótano habÃa sido su vÃa de escape, con las alarmas apagadas y los seguros de las ventanas a su merced.
Al llegar al sótano, el ulular de las sirenas se volvió ensordecedor. La policÃa habÃa llegado.
—Abrir ventana A —murmuró al micrófono que llevaba junto a la boca. En el otro extremo de la habitación, la ventana trucada se abrió con un chasquido suave y obediente. La policÃa se arremolinarÃa ante las puertas principal y trasera, pero jamás se les ocurrirÃa mirar, por ahora, hacia el lateral de una casa tan enorme, no cuando ignoraban que habÃa un ventanuco minúsculo a ras de suelo, hacia el que se precipitó.
Se coló por él y salió como una serpiente en menos de un segundo. Oyó a un agente que gritaba por un megáfono en el jardÃn delantero, y vio las siluetas térmicas de al menos doce guardias fuertemente armados agachados en el perÃmetro de la mansión, con las caras ocultas tras los cascos y los rifles de asalto apuntando a la puerta.
Se agachó en la oscuridad, se levantó las gafas de visión nocturna y se dispuso a escapar como una bala.
Un rayo de luz cegadora se abatió sobre ella.
—¡Manos arriba! —Varias voces le gritaban a la vez. Oyó los chasquidos de las armas cargadas y los furiosos ladridos de los perros policÃa, a duras penas sujetados por los agentes—. ¡De rodillas! ¡Ya!
La habÃan atrapado. Quiso maldecirlos. «No hay tiempo, no hay tiempo.» Era demasiado tarde. Al menos sus compañeros ya habÃan huido. Durante una décima de segundo pensó en sacar los cuchillos y lanzarse contra el agente más cercano, a fin de utilizarlo como escudo.
Pero habÃa demasiados, y la luz la habÃa cegado de tal modo que no veÃa bien. No tenÃa tiempo de poner en práctica una jugada asà sin que la policÃa le azuzase a los perros, y no querÃa que la matasen a dentelladas.
De modo que en vez de resistirse, levantó las manos.
Los agentes la tiraron violentamente al suelo; se golpeó la cara contra la hierba y la tierra. Vislumbró su reflejo en los cascos opacos de los policÃas y los cañones de las armas que la apuntaban directamente a la cara.
—¡Es nuestra! —gritó uno al transmisor, con la voz ronca de emoción y miedo—. ¡La hemos cogido! ¡Mantengan sus...!
«Soy vuestra», se dijo para sus adentros mientras notaba cómo le cerraban las frÃas esposas en torno a las muñecas. Aunque tuviera la mejilla aplastada contra el suelo, se permitió esbozar bajo el pañuelo negro una sonrisa leve y burlona.
«Soy vuestra... por ahora.»
1
Si habÃa un coche hecho a la medida de Bruce Wayne, era aquel: un Aston Martin personalizado y totalmente nuevo, sencillo, elegante, negro como el carbón, adornado con una franja metalizada y brillante que recorrÃa el techo y el capó.
Llevó el coche al lÃmite, complaciéndose con el rugido del motor, con la forma en que respondÃa al más mÃnimo toque, mientras se ceñÃa a las calles de las afueras de Gotham City hacia el crepúsculo. El vehÃculo era un regalo de WayneTech y estaba equipado con los avances de seguridad más punteros de la empresa: era una colaboración histórica entre el legendario fabricante de automóviles y el emporio Wayne.
Los neumáticos protestaron con un chirrido cuando Bruce tomó otra curva cerrada.
—Lo he oÃdo —dijo Alfred Pennyworth desde la pantalla táctil del coche, fulminando a Bruce con la mirada—. Más despacio en las curvas, señor Wayne.
—Los Aston Martin no han sido diseñados para ir despacio, Alfred.
—Y tampoco para acabar hechos un amasijo de hierros.
Bruce dirigió una media sonrisa a su protector. El sol poniente centelleó en sus gafas de aviador mientras enfilaba de nuevo hacia los rascacielos de Gotham City.
—Alfred, no tienes ninguna fe en mà —se burló, sonriente—. Te recuerdo que fuiste tú quien me enseñó a conducir.
—¿Le enseñé a conducir como un loco?
—Un loco con maña —apuntó Bruce. Giró el volante con suavidad—. Además, es un regalo de Aston Martin, equipado hasta los topes con la seguridad de WayneTech. Únicamente