Born to Run
Prefacio
LIBRO I.
GROWIN’ UP
1. Mi Calle
2. Mi casa
3. La iglesia
4. Los italianos
5. Los irlandeses
6. Mi madre
7. El Big Bang (Have you heard the news...?)
8. Días de radio
9. El segundo advenimiento
10. El showman (Señor de la Danza)
11. El blues del hombre trabajador
12. Where the Bands Are
13. Los Castiles
14. Érase una vez un Little Steven
15. Earth
16. El Upstage Club
17. Tinker (Surfin’ Safari)
18. Steel Mill
19. El regreso a casa
20. Endless Summer
21. Beatnik Deluxe
22. California Dreamin’ (Toma dos)
23. Es un bar, idiotas
24. Adelante y hacia arriba
25. Losing My Religion
26. Entrenándonos en la carretera
27. The Wild, the Innocent & the E Street Shuffle
28. El Satellite Lounge
LIBRO II.
BORN TO RUN
29. Born to Run
30. Jon Landau
31. Thunder Road
32. Premio gordo
33. La E Street Band
34. Clarence Clemons
35. Nuevos contratos
36. Viviendo con la ley
37. Darkness on the Edge of Town
38. La caída
39. Tiempo muerto
40. The River
41. Hitsville
42. Hello Walls
43. Nebraska
44. Deliver Me From Nowhere
45. California
46. Born in the USA
47. Buona fortuna, fratello mio
48. El gran éxito
49. Yendo a casa
50. Regresar a México
51. Tunnel of Love
52. Goin’ Cali
LIBRO III.
LIVING PROOF
53. Living Proof
54. Revolución pelirroja
55. Cambios
56. Los Ángeles en llamas
57. Camino de la capilla
58. Terremoto Sam
59. «Streets of Philadelphia»
60. The Ghost of Tom Joad
61. Hombre del oeste
62. Mujer del este
63. El rey de Nueva Jersey (Días de Hollywood)
64. Bringing It All Back Home
65. Revival
66. The Rising
67. Salvaje Este
68. Las Seeger Sessions
69. Magic
70. Domingo de Super Bowl
71. Seguir adelante
72. Wrecking Ball
73. Perder la lluvia
74. La gira de Wrecking Ball
75. De cero a sesenta en un suspiro
76. Tierra del garaje
77. High Hopes
78. El frente bélico en casa
79. Long Time Comin’
Epílogo
Agradecimientos
Créditos de las fotos
Imágenes
Sobre el autor
Sobre este libro
Créditos
Notas
Para Patti, Evan, Jess y Sam
Procedo de una población costera donde casi todo tiene un tinte algo fraudulento. Como yo mismo. A los veinte años no era un rebelde conductor de coches de carreras, sino un guitarrista que tocaba en las calles de Asbury Park y ya un miembro destacado de aquellos que «mienten» al servicio de la verdad… artistas, con «a» minúscula. Pero tenía cuatro ases en la manga. Era joven, acumulaba casi una década de experiencia en bandas de tugurios, había un buen grupo de músicos locales en sintonía con mi estilo interpretativo y tenía una historia que contar.
Este libro es a la vez la continuación de esa historia y la búsqueda de sus orígenes. He tomado como parámetros los hechos de mi vida que creo que dieron forma a la historia y a mi trabajo como intérprete. Una de las preguntas que me hacen una y otra vez los fans por la calle es «¿Cómo lo haces?». En las páginas siguientes intentaré aclarar el «cómo» y, más importante, el «por qué».
Kit de supervivencia rock and roll
ADN, capacidad innata, estudio del oficio, desarrollo y devoción por una filosofía estética, un puro deseo de… ¿fama?… ¿amor?… ¿admiración?… ¿atención?… ¿mujeres?… ¿sexo?… y oh, sí… pasta. Luego… si quieres llegar hasta el final mismo de la noche, un furioso fuego en las entrañas que simplemente… no… deja… de… abrasarte.
Estos son algunos de los elementos que resultan de utilidad si te enfrentas a ochenta mil (o a ochenta) fans del rock and roll que aúllan y te esperan para que les hagas tu truco de magia. Esperan que saques algo del sombrero, del mismo aire, algo que no es de este mundo, algo que antes de que los fieles se reuniesen hoy aquí era tan solo un rumor alimentado por las canciones.
Estoy aquí para dar una prueba de vida a ese «nosotros» siempre elusivo, nunca totalmente creíble. Ese es mi truco de magia. Y, como todo buen truco de magia, empieza con una presentación. Así que…
Tengo diez años y me conozco cada grieta, saliente y hendidura de la desmoronada acera que recorre arriba y abajo Randolph Street, mi calle. Aquí, según cómo transcurra la tarde, soy Aníbal cruzando los Alpes, un soldado atrapado en un cruento combate en plena montaña, o innumerables héroes de película de vaqueros recorriendo los pedregosos senderos de la Sierra Nevada. Panza abajo sobre el suelo, junto a los hormigueros que brotan volcánicos donde la tierra y el cemento confluyen, mi mundo se extiende hasta el infinito, o por lo menos hasta la casa de Peter McDermott en la esquina de las calles Lincoln y Randolph, a solo una manzana.
Por estas calles me pasearon en mi cochecito infantil, aprendí a andar, mi abuelo me enseñó a montar en bicicleta y luché y escapé de algunas de mis primeras peleas. Aprendí la hondura y el consuelo de la amistad verdadera, sentí mis primeras agitaciones sexuales y, en las noches anteriores al aire acondicionado, vi llenarse los porches de vecinos que buscaban conversación y alivio del calor veraniego.
Aquí, en torneos épicos de «pelotas fuera», golpeé la primera de las cien pelotas de goma Pinky en el bordillo suavemente moldeado de mi acera. Trepé sobre ventisqueros de nieve sucia, amontonada por las quitanieves por la noche, yendo de una punta a otra de la calle, el Edmund Hillary de Nueva Jersey. Mi hermana y yo nos quedábamos a menudo embobados, espiando a través de las enormes puertas de madera de la iglesia de nuestra esquina, observando el eterno desfile de bautizos, bodas y funerales. Acompañaba a mi apuesto y astrosamente elegante abuelo mientras caminaba precariamente dando la vuelta a la manzana, con el brazo izquierdo paralizado contra el pecho, haciendo sus «ejercicios» después de un ictus debilitante del que nunca se recuperó.
En nuestro patio delantero, a pocos metros del porche, estaba el árbol más imponente del pueblo, una altísima haya roja. Dominaba sobre nuestra casa de tal modo que, de caer un rayo bien dirigido, hubiésemos muerto todos como caracoles aplastados bajo el meñique de Dios. Las noches que tronaba y los relámpagos pintaban de azul cobalto el dormitorio familiar, veía cómo sus ramas se movían y adquirían vida propia entre ráfagas de viento y destellos blancos, mientras yo yacía despierto preocupándome por mi amigo, el monstruo de ahí fuera. En los días soleados, sus raíces eran fortificaciones para mis soldados, corral para mis caballos y mi segundo hogar. Tuve el honor de ser el primero en la manzana en trepar hasta sus alturas. Allí encontré un refugio de todo lo que había abajo. Deambulaba durante horas por sus ramas, oyendo las lejanas voces de mis colegas que llegaban desde la acera a mis pies, intentando seguir mis movimientos. Bajo sus brazos durmientes, las noches de verano nos sentábamos con mis amigos, como la caballería al anochecer, esperando el campanilleo vespertino del vendedor de helados y la hora de irse a la cama. Oía la voz de mi abuela que me llamaba, el último sonido de un largo día. Subía al porche delantero, nuestras ventanas brillantes en la luz del crepúsculo veraniego, dejaba que se abriese la pesada puerta y luego se cerrase detrás de mí, y durante una hora o así nos sentábamos frente a la estufa con mi abuelo, él en su sillón, y veíamos cómo la pantalla del pequeño televisor en blanco y negro iluminaba la sala, lanzando sus espectrales sombras a paredes y techo. Luego, me dejaba llevar por el sueño en el mayor y más triste santuario que yo haya conocido, la casa de mis abuelos.
Aquí vivo con mi hermana Virginia, un año menor que yo, mis padres Adele y Douglas Springsteen, mis abuelos, Fred y Alice, y mi perro Saddle. Vivimos, literalmente, en el seno de la Iglesia católica, pues solo a un chute de pelota a través de un descampado lleno de hierbajos están la iglesia y colegio de Santa Rosa de Lima, el convento de las monjas y la rectoría del párroco.
Aunque él nos observa desde las alturas, aquí Dios está rodeado por hombres… hombres locos, para ser exactos. Mi familia ocupa cinco casas, dispuestas en forma de L, ancladas en la esquina por la iglesia de ladrillo rojo. Somos cuatro casas de antiguos irlandeses, la gente que me crió –los McNicholas, los O’Hagan, los Farrell–, y, al otro lado de la calle, un solitario puesto avanzado de italianos, que salpimentaron mis años mozos. Son los Sorrentino y los Zerilli, venidos de Sorrento, Italia, pasando por Ellis Island y Brooklyn. Aquí viven la madre de mi madre, Adelina Rosa Zerilli, la hermana mayor de mi madre, Dora, su marido Warren (irlandés, claro), y su hija, mi prima mayor Margaret, quien, junto a mi primo Frank, son campeones de bailar el jitterbug y han ganado concursos y trofeos por toda la costa de Jersey.
Aunque no son enemigos, los clanes pocas veces cruzan la calle para socializar los unos con los otros.
La casa en la que vivo con mis abuelos es propiedad de mi bisabuela «Nana» McNicholas, la madre de mi abuela, que sigue vivita y coleando calle arriba. Me han contado que la primera misa y el primer funeral del pueblo se celebraron en nuestra sala de estar. Aquí vivimos bajo la persistente mirada de la hermana mayor de mi padre, mi tía Virginia, que murió a los cinco años atropellada por un camión mientras iba en su triciclo, pasada la esquina de la gasolinera. Su retrato se cierne sobre la habitación, exhalando un aire fantasmal y proyectando su malogrado destino sobre nuestras reuniones familiares.
Es el suyo un retrato formal en tono sepia de una niña pequeña que lleva un anticuado vestido infantil de lino blanco. Su mirada engañosamente benigna, a la luz de los hechos, parece querer decir ahora: «Tened cuidado. El mundo es un lugar peligroso y despiadado que lanzará tu culo desde el triciclo hacia la más desconocida oscuridad, y solo estas almas infortunadas, pobres y extraviadas te echarán de menos». Su madre, mi abuela, había escuchado ese mensaje alto y claro. Tras la muerte de su hija se pasó dos años en cama y envió a mi padre, desatendido y con raquitismo, a las afueras del pueblo con unos parientes, hasta que ella por fin se recuperó.
Pasó el tiempo; mi padre dejó la escuela a los dieciséis y se puso a trabajar como aprendiz en la Karagheusian Rug Mill, una fábrica de alfombras de ensordecedora maquinaria cuyos telares repiqueteaban ruidosos, y que ocupaba ambos lados de Center Street en una zona del pueblo llamada «Texas». A los dieciocho, partió a la guerra zarpando desde Nueva York a bordo del Queen Mary. Sirvió como conductor de camión en la batalla de las Árdenas, vio la pequeña porción de mundo que llegaría a conocer y regresó a casa. Jugaba al billar, muy bien, por dinero. Conoció a mi madre y se enamoró de ella, prometiéndole que si se casaba con él buscaría un empleo serio (¡bandera roja!). Trabajaba con su primo, David «Dim» Cashion, en la cadena de montaje de la planta de Ford Motor en Edison, y entonces llegué yo.
Para mi abuela, yo era el primogénito de su único hijo y el primer bebé en la casa desde la muerte de su hija. Mi nacimiento le devolvió un propósito a su vida. Se apoderó de mí con vehemencia. Su misión era protegerme totalmente del mundo dentro y fuera de casa. Lamentablemente, su devoción obsesiva y ciega la enfrentaría agriamente a mi padre, causando una gran confusión en la familia. Aquello iba a afectarnos a todos.
Cuando llueve, la humedad en el aire cubre nuestro pueblo con el olor de posos de café que llega flotando desde la fábrica Nescafé, situada en el extremo este del municipio. No me gusta el café, pero sí ese olor. Es reconfortante; une al pueblo en una experiencia sensorial común; es una buena industria, como la fábrica de alfombras que colma nuestros oídos, ofrece empleos y señala la vitalidad de nuestro pueblo. Este es un lugar –puede oírse, olerse– donde la gente vive sus vidas, sufre con dolor, disfruta de pequeños placeres, juega a béisbol, muere, hace el amor, tiene hijos, bebe hasta emborracharse en las noches de primavera y hace lo que puede para mantener a raya a los demonios que buscan destruirnos, a nosotros y a nuestros hogares, nuestras familias, nuestro pueblo.
Aquí vivimos a la sombra del campanario, donde el sagrado neumático pisa la carretera, todos engañosamente bendecidos por la gloria del Señor, en esta población de infarto que se baja los pantalones, engendra revueltas raciales, odia a los diferentes, te estremece el alma, genera amor y odio, y te rompe el corazón. Freehold, Nueva Jersey.
Que dé comienzo el servicio.
Es jueves por la noche, la noche de la recogida de basuras. Estamos movilizados y listos para irnos. Subimos al sedán de 1940 de mi abuelo para desplegarnos y escarbar en cada montón de basura desparramado sobre los bordillos del pueblo. Primero nos dirigimos a Brinckerhoff Avenue, pues allí hay dinero y la basura es la mejor. Vamos a por vuestras radios, cualquier radio, sin importar su estado. Las recogeremos de vuestras basuras, las arrojaremos en nuestro maletero y las traeremos a casa, al «cobertizo» de mi abuelo, el cubículo de dos por dos metros hecho de madera en un minúsculo rincón de la casa. Aquí, sea invierno o verano, se hace magia. Aquí, en una «habitación» llena de cables eléctricos y tubos de incandescencia, me siento muy concentrado a su lado. Mientras él conecta cables, suelda y cambia los tubos fundidos por otros nuevos, esperamos juntos el mismo momento: ese instante en que la respiración susurrante, el hermoso y grave zumbido estático y el cálido destello crepuscular de la electricidad volverán a animar los inertes esqueletos de las radios que hemos salvado de la extinción.
Aquí, en la mesa del taller de mi abuelo, la resurrección es real. El silencio del vacío será absorbido y rellenado con las crepitantes y distantes voces de predicadores domingueros, vendedores charlatanes, música de big band, rock and roll primigenio y seriales dramáticos. Es el sonido del mundo exterior que pugna por alcanzarnos, llamando a nues