Somos dos fumadores de opio cada uno en su nube, sin ver nada fuera, solos, sin comprendernos jamás fumamos, caras agonizantes en un espejo, somos una imagen congelada a la que el tiempo confiere la ilusión del movimiento, un cristal de nieve deslizándose sobre una bola de escarcha cuyas complejas marañas no hay quien entienda, soy esa gota de agua condensada en el cristal de mi salón, una perla lÃquida que rueda y nada sabe del vapor que la engendró, ni menos todavÃa de los átomos que la componen y pronto servirán a otras moléculas, a otros cuerpos, a las nubes que tanto pesan esta noche sobre Viena: quién sabe sobre qué nuca goteará esta agua, contra qué piel, sobre qué acera, hacia qué rÃo, y esta cara indistinta sobre el vidrio no es mÃa más que por un instante, una de las mil posibles configuraciones de la ilusión; mira, el señor Gruber pasea a su perro a pesar de la llovizna, lleva un sombrero verde y el impermeable de costumbre; se protege de las salpicaduras de los coches dando unos saltitos ridÃculos en la acera: el chucho cree que quiere jugar, asà que brinca hacia su dueño y se lleva un buen sopapo cuando pone su pata mugrienta sobre el impermeable del señor Gruber, que acaba a pesar de todo por acercarse a la calzada para cruzar, las farolas alargan su silueta, charco ennegrecido en medio del mar de sombras de los grandes árboles, desgarrados por los faros sobre la Porzellangasse, y herr Gruber parece dudar de si hundirse o no en la noche del Alsergrund, como yo si abandonar o no mi contemplación de las gotas de agua, del termómetro y del ritmo de los tranvÃas que descienden hacia Schottentor.
La existencia es un reflejo doloroso, un sueño de opiómano, un poema de Rumi cantado por Shahram Nazeri, el ostinato del zarb hace vibrar ligeramente el cristal bajo mis dedos como la piel de la percusión, deberÃa proseguir con mi lectura en lugar de mirar al señor Gruber desapareciendo bajo la lluvia, en lugar de prestarles mis oÃdos a los melismas arracimados del cantante iranÃ, cuya potencia y timbre podrÃan ruborizar a tantos de nuestros tenores. DeberÃa parar el disco, imposible concentrarme; por más que he releÃdo esta separata por décima vez no comprendo su misterioso sentido, veinte páginas, veinte páginas horribles, escalofriantes, que llegan a mis manos precisamente hoy, hoy que un médico compasivo puede que le haya puesto nombre a mi enfermedad y declarado mi cuerpo oficialmente enfermo, casi aliviado tras haberles asignado —beso mortal— un diagnóstico a mis sÃntomas, un diagnóstico que conviene confirmar iniciando un tratamiento, me dijo, para seguir la evolución, la evolución, en eso estamos, contemplando una gota de agua que evoluciona hacia la desaparición para reintegrarse en el Gran Todo.
No hay azar, todo está relacionado, dirÃa Sarah, por qué recibo precisamente hoy este artÃculo por correo, una separata de otra época, un papel grapado en lugar de un PDF acompañado por un mensaje deseando «que te llegue bien», o por un e-mail que podrÃa haberme transmitido alguna noticia, explicarme dónde está, qué es ese Sarawak desde donde escribe, que, según mi atlas, es un estado de Malasia situado en el noroeste de la isla de Borneo, a dos pasos de Brunéi y de su rico sultán, a dos pasos también, creo, de los gamelanes de Debussy y de Britten; pero el contenido del artÃculo es muy diferente; nada de música, aparte tal vez de un largo canto fúnebre; veinte hojas densas publicadas en el número de septiembre de Representations, hermosa revista de la Universidad de California en la que ella ya escribió otras veces. El artÃculo lleva una breve dedicatoria en la página de guarda, sin comentarios, «Para ti, mi muy querido Franz, con un gran abrazo, Sarah», y fue enviado el 17 de noviembre, es decir, hace dos semanas: todavÃa hacen falta dos semanas para que un correo haga el trayecto Malasia-Austria, o acaso ha escatimado en sellos, podrÃa haber añadido una postal, qué significa esto, he recorrido todas las huellas que de ella quedan en el apartamento, sus artÃculos, dos libros, algunas fotografÃas, y hasta una versión de su tesis doctoral, impresa y encuadernada en skivertex rojo, dos grandes volúmenes de tres kilos cada uno:
«En la vida hay heridas que roen como una lepra el alma en la soledad», escribe el iranà Sadeq Hedayat al principio de su novela La lechuza ciega: ese hombre pequeño de gafas redondas lo sabÃa mejor que nadie. Fue una de esas heridas la que lo hizo abrir el gas en su apartamento de la calle Championnet de ParÃs, precisamente una noche de gran soledad, una noche de abril, muy lejos de Irán, muy lejos, con la única compañÃa de algunos poemas de Jayam y una sombrÃa botella de coñac, tal vez, o una piedrecita de opio, o puede que nada, nada en absoluto, aparte de los textos que todavÃa guardaba consigo y que se llevó al gran vacÃo del gas.
No se sabe si dejó una carta o alguna otra señal aparte de su novela La lechuza ciega, terminada desde hacÃa tiempo y que, dos años después de su muerte, habrÃa de valerle la admiración de los intelectuales franceses que jamás habÃan leÃdo nada acerca de Irán: el editor José Corti publicará La lechuza ciega poco después de El mar de las Sirtes; Julien Gracq conocerá las mieles del éxito cuando el gas de la calle Championnet acaba de hacer su efecto, año 1951, y dirá que su Mar es la novela de «todas las podredumbres nobles», como las que acabaron por roer a Hedayat en el éter del vino y del gas. André Breton tomará partido por los dos hombres y por sus libros, demasiado tarde para salvar a Hedayat de sus heridas, si es que pudo haberse salvado, si es que el dolor no era, con enorme certeza, del todo incurable.
Ese hombre de gruesas gafas redondas vivió en el exilio como en Irán, tranquilo y discreto, hablando en voz baja. Su ironÃa y su feroz tristeza le valieron la censura, a menos que fuese su simpatÃa por los locos y los borrachos, o puede que su admiración por ciertos libros y determinados poetas; tal vez lo censuraron porque le gustaban el opio y la cocaÃna mientras se burlaba de los drogadictos; porque bebÃa solo, o asumÃa el pesar de no esperar ya nada de Dios, no hasta ciertas noches de enorme soledad, cuando el gas llama; puede que porque era miserable, o porque creÃa razonablemente en la importancia de sus escritos, o porque no creÃa en ellos, todo cosas que incomodan.
Lo cierto es que en la calle Championnet no hay placa que señale ni su paso ni su partida; en Irán no hay monumento que lo recuerde, a pesar del peso de la historia que lo vuelve ineludible, y el peso de su muerte, que pesa aún sobre sus compatriotas. Su obra vive hoy en Teherán como él murió, en la miseria y la clandestinidad, en los estantes de las librerÃas de lance o en reediciones truncas, desprovistas de cualquier alusión que pueda precipitar al lector a la droga o el suicidio; para preservar a la juventud iranÃ, tocada por la dolencia de la desesperanza, del suicidio y de la droga y que se abalanza pues, cuando logra hacerlo y con deleite, sobre los libros de Hedayat, que asà de famoso y mal leÃdo se une a los grandes nombres que lo rodean en Père-Lachaise, a dos pasos de Proust, tan sobrio en la eternidad como lo fue en vida, tan discreto, sin flores ostentosas ni demasiadas visitas; desde aquel dÃa de abril de 1951 en que escoge el gas y la calle Championnet para poner término a todas las cosas, roÃdo por una lepra del alma, imperiosa e incurable. «Nadie toma la decisión de suicidarse; el suicidio está en ciertos hombres, está en su naturaleza.» Hedayat escribe estas lÃneas a finales de los años veinte. Las escribe antes de leer y traducir a Kafka, antes de escribir su estudio sobre Jayam. Su obra se abre por el final. La primera recopilación que publica empieza con Enterrado vivo, Zendé bé gour, el suicidio y la destrucción, y describe claramente los pensamientos, o eso creemos, del hombre en el momento en que se entrega al gas veinte años más tarde, dejándose dormitar suavemente tras haberse asegurado de destruir sus papeles y sus notas, en la minúscula cocina invadida por el insoportable perfume de la primavera entrante. Destruyó sus manuscritos, puede que más valiente que Kafka, puede que porque no tiene a mano ningún Max Brod, puede que porque no confÃa en nadie, o porque está convencido de que es hora de desaparecer. Y si Kafka se va tosiendo, corrigiendo hasta el último minuto unos textos que querrá quemar, Hedayat parte en la lenta agonÃa del sueño pesado, su muerte ya escrita, veinte años antes, su vida atravesada por las llagas y las heridas de esa lepra que lo roÃa en soledad y que adivinamos está ligada a Irán, a Oriente, a Europa y a Occidente, como Kafka en Praga era a la vez alemán, judÃo y checo sin ser nada de todo eso, perdido más que cualquiera o acaso más libre que nadie. Hedayat sufrÃa una de esas heridas del yo que te hacen tambalearte en el mundo, es esa falla la que se abrió hasta convertirse en grieta; hay en ello, como en el opio, en el alcohol, en todo lo que te abre en dos, no tanto una enfermedad como una decisión, una voluntad de resquebrajar el ser, hasta el fondo.
Si nos adentramos en este trabajo a través de Hedayat y su Lechuza ciega es porque nos proponemos explorar esa fisura, asomarnos a la grieta, introducirnos en la embriaguez de aquellas y aquellos que vacilaron demasiado en la alteridad; vamos a tomar de la mano a este hombre para bajar a observar las heridas que carcomen, las drogas, los más allá, y a explorar ese lapso, ese barzakh, el mundo entre los mundos en que caen los artistas y los viajeros.
Este prólogo es sin duda sorprendente, quince años después esas primeras lÃneas siguen resultando igual de desconcertantes: debe de ser tarde, mis ojos se cierran sobre el viejo manuscrito a pesar del zarb y la voz de Nazeri. En la defensa de su tesis, a Sarah la enfureció que le criticasen el tono «romántico» de su preámbulo y el paralelismo «absolutamente fuera de lugar» con Gracq y Kafka. Sin embargo Morgan, su director de tesis, trató de defenderla, de un modo por otra parte bastante ingenuo, diciendo que «siempre está bien hablar de Kafka», lo cual hizo suspirar a aquel jurado de orientalistas vejados y de mandarines adormecidos a los que solo el odio que sentÃan los unos por los otros podÃa sacar de su ensueño doctrinal; por otra parte, no tardaron en olvidar el preliminar tan inusitado de Sarah cuando le discutieron ciertas cuestiones de metodologÃa, es decir, que no veÃan de qué manera «el paseo» (aquel viejo escupÃa la palabra como un insulto) podÃa tener algo de cientÃfico, incluso dejándose guiar por la mano de Sadeq Hedayat. Yo estaba de paso en ParÃs, contento ante la oportunidad de asistir por primera vez a una lectura de tesis «en la Sorbona» y de que fuese la suya, pero una vez pasadas la sorpresa y la diversión de descubrir el estado de vetustez de los pasillos, de la sala y del jurado, relegados a las profundidades de sabe Dios qué departamento perdido en el laberinto del conocimiento, donde cinco eminencias iban a dar muestras, una detrás de la otra, de su escaso interés por el texto del que se suponÃa que iban a hablar, haciendo esfuerzos sobrehumanos —como yo en la sala— por no dormirse, ese ejercicio me llenó de amargura y de melancolÃa, y cuando abandonamos el lugar (aula sin fasto, con pupitres de aglomerado hendido, resquebrajado, que no entrañaban el menor saber más allá de entretenidos grafitis y chicles pegados) con el fin de dejar que deliberasen, me vi asaltado por un poderoso deseo de largarme con viento fresco, bajar por el bulevar Saint-Michel y caminar por la orilla para no cruzarme con Sarah y que adivinase mis impresiones sobre la famosa lectura de tesis que tan importante iba a ser para ella. HabÃa en el público una treintena de personas, tanto como decir una muchedumbre para el minúsculo pasillo al que nos vimos relegados; Sarah salió al mismo tiempo que la concurrencia, hablaba con una dama muy elegante y mayor que ella que yo sabÃa que era su madre, y con un hombre que se le parecÃa de un modo turbador, su hermano. Era imposible avanzar hacia la salida sin cruzarse con ellos, di media vuelta para contemplar los retratos de orientalistas que adornaban el pasillo, viejos grabados amarillentos y placas conmemorativas de una época fastuosa y añeja. Sarah charlaba, parecÃa agotada pero no abatida; puede que en el fragor del combate cientÃfico, tomando notas para preparar sus réplicas, hubiese tenido ella una sensación completamente diferente a la del público. Me vio y me hizo una señal con la mano. Yo habÃa ido sobre todo para acompañarla, pero también para prepararme, aunque solo fuese en mi imaginación, de cara a mi propia lectura de tesis; y lo que acababa de presenciar no era precisamente alentador. Me equivocaba: tras unos minutos de deliberaciones, cuando de nuevo fuimos admitidos en la sala, le concedieron la nota más alta; el famoso presidente enemigo del «paseo» la elogió vivamente por su trabajo y hoy, releyendo una vez más el inicio de ese texto, hay que admitir que habÃa algo potente e innovador en esas cuatrocientas páginas sobre las imágenes y las representaciones de Oriente, no-lugares, utopÃas, fantasmas ideológicos en los que se habÃan perdido muchos de cuantos quisieron recorrerlos; los cuerpos de los artistas, poetas y viajeros que habÃan tratado de explorarlos cayeron poco a poco en la destrucción; la ilusión roÃa, como decÃa Hedayat, el alma en soledad: eso que durante mucho tiempo se habÃa llamado locura, melancolÃa, depresión, era a menudo el resultado de una fricción, la pérdida de uno mismo en la creación, al contacto con la alteridad, y aunque hoy en dÃa me parece un poco precipitado, romántico, por asà decirlo, sin duda ya habÃa allà una auténtica intuición sobre la que ella habrÃa de edificar todo su trabajo posterior.
Una vez emitido el veredicto y muy feliz por ella fui a felicitarla, ella me abrazó calurosamente y me preguntó pero qué haces aquÃ, yo le respondÃ, amable mentira, que un feliz azar me habÃa llevado a ParÃs justo entonces, ella me invitó a unirme a sus allegados en la tradicional copa de champán y acepté; fue asà como acabamos en el primer piso de un café del barrio, donde solÃan celebrarse ese tipo de acontecimientos. De repente Sarah parecÃa abatida, como si flotase en aquel traje sastre de color gris; sus formas habÃan sido tragadas por la Academia, en su cuerpo se apreciaba la huella del esfuerzo realizado durante las últimas semanas y