Prólogo
Era oficial.
Aquella cita era un infierno.
Kate Seymour cogió la copa de vino, forzó una sonrisa alegre e intentó no mirar el trozo de queso que colgaba de la barbilla de su acompañante. Vale que era un poco torpe a la hora de relacionarse, pero eso no justificaba que no se diera cuenta de que tenÃa un trozo de queso en la cara.
Se dio una palmadita en la barbilla a modo de silenciosa plegaria para que él hiciera uso de la servilleta. Las mujeres usaban esa clase de gestos universales para avisar de que llevaban un trozo de papel higiénico en el zapato o de que se les veÃa la etiqueta de la camisa, pero ese tÃo no habÃa leÃdo el manual básico.
Llevaba todo el rato hablando de su empresa de marketing, que era un tema más o menos interesante, pero ¿cómo iba ella a centrarse en la conversación si era incapaz de dejar de mirar ese trozo de mozzarella?
—Mmm… Bradley… Tienes algo en… Mmm… AquÃ, justo en…
Él se dio un golpe con la mano, como un oso tratando de atrapar un pez, y el queso cayó al plato.
—Gracias. Bueno, me alegra mucho que por fin nos hayamos conocido en persona. Me gustó hablar contigo por teléfono.
Kate, que a esas alturas habÃa perdido el apetito, jugueteó con el salmón que tenÃa en el plato y asintió con la cabeza.
—A mà también. Soy empresaria, asà que siempre me ha interesado el tema de las relaciones públicas y la mejor manera de publicitar una marca. ¿Qué tipo de ser-ser-servicios ofrece tu empresa?
Dichoso tartamudeo. Siempre se presentaba cuando estaba nerviosa y querÃa quedar bien. Claro que a su acompañante no parecÃa interesarle su considerada pregunta. De hecho, estaba más interesado en el camarero, al que regaló una deslumbrante sonrisa y un respetuoso silencio cuando se presentó de repente para limpiar el desastre de la mesa.
Bradley atacó los espaguetis y sorbió a través de los dientes, con un siseo, los largos fideos serpenteantes. Cuando por fin logró tragar, alzó la vista. Su cara reflejaba una expresión rara.
—Bueno, no trabajo exactamente en ese departamento. Pero pronto lo haré, y sé más que la mayorÃa de los empleados.
Ja. Antes habÃa insinuado que dirigÃa un departamento. Qué raro.
—Pero me dijiste que te dedicabas a las relaciones públicas, ¿no? ¿En qué departamento estás?
—Soy portero.
Kate parpadeó.
—Ah. ¡Vaya! Seguro que conoces a un montón de gente interesante.
TenÃa los labios manchados de salsa. Kate mantuvo la vista fija un poco a la izquierda.
—SÃ, me pareció que lo mejor era empezar desde abajo e ir escalando puestos.
Aquello todavÃa podÃa funcionar. Admiraba a los hombres con ambición. HabÃa exagerado un poco la descripción de su trabajo, desde luego, pero tal vez le habÃa dado vergüenza decÃrselo por teléfono. No pensaba criticarlo. Le importaba muy poco qué empleo tuviera un hombre siempre y cuando le gustara su trabajo. No tenÃa mal aspecto, era un hombre normal, como le gustaban a ella. Pelo corto y oscuro, ojos marrones, cara redonda. Le sobraban unos kilos, pero eso era algo habitual en un mundo lleno de comida basura y gratificación instantánea. Kate detestaba a los hombres guapos y seductores que veÃan a las mujeres como un medio al servicio de su ego.
—Buena estrategia. Fuiste a la Universidad de Nueva York, ¿verdad? —preguntó—. Yo también me gradué allÃ, en Administración y Dirección de Empresas. ¿Qué estudiaste?
—Me matriculé durante un curso, pero no acabé porque tuve que cuidar de mi madre.
De repente, sintió que nacÃa en su interior la llama de la simpatÃa y de la esperanza. Un hombre que respetaba a su familia era clave para forjar una buena relación de pareja.
—Lo siento, ¿sigue enferma?
Bradley tenÃa las comisuras de los labios llenas de migas de pan. SÃ, comer con él iba a ser un calvario, pero un hombre que ayudaba a su madre debÃa de ser una buena persona.
—Le diagnosticaron artritis. Le dije que me mudarÃa con ella para ayudarla.
¿Por qué tenÃa la impresión de que la historia era más larga?
—¿Sufre problemas de movilidad? Tengo entendido que hay casos extremos muy dolorosos.
Bradley hizo una pausa para beber agua, y esta se añadió a toda la comida que tenÃa en la cara.
—A veces le duelen los dedos, asà que la ayudo a abrir los botes y esas cosas. Yo le hago compañÃa y ella hace la comida, limpia y demás. Es un buen acuerdo.
Aquello ya parecÃa el Titanic, pero Kate se esforzó para luchar contra el iceberg como si su vida dependiera de ello. Necesitaba con desesperación que Bradley fuera el hombre definitivo. El cien era un número de la suerte, ¿no? Cien citas dejaban claro que era una mujer paciente. HabÃa esperado, habÃa invertido su tiempo con prudencia y se habÃa entregado al proceso. Puesto que era la exitosa dueña de la agencia de citas Kinnections, vivÃa y respiraba su negocio. CreÃa en él, joder. Y a esas alturas resultaba un poco raro que la jefa siguiera soltera y sin un hombre a la vista.
Flexionó los dedos y luchó contra el impulso de tocarlo. Si sintiera aunque solo fuera una chispa entre ellos, aguantarÃa su empleo y a su madre. El don que le permitÃa sentir la energÃa que unÃa a dos personas destinadas a estar juntas era también una maldición. ¿Cuántas veces habÃa percibido la descarga eléctrica de una pareja formada por dos almas gemelas? ¿Cuántos hombres habÃa cedido a otras mujeres, porque se habÃa percatado de que su pareja ideal era la camarera o la empleada del servicio de atención al cliente o la dependienta de la tienda? Como casamentera la ayudaba mucho, pero en su vida personal era un martirio. Ese «toque» se transmitÃa de generación en generación entre las mujeres de su familia, pero ninguna lo habÃa usado para lucrarse. Sin embargo, ella preferÃa la ciencia y la técnica para unir parejas en Kinnections, y se esforzaba para que el toque no interfiriera con sus planes empresariales. Lo usaba más bien para confirmar que habÃan unido a la pareja ideal una vez que las cosas empezaban a ir en serio. Claro que, de momento, no pensaba hablarle a Bradley ni a ninguna otra persona de su arma secreta.
Lo observó con atención desde el otro lado de la mesa y se negó a abandonar la esperanza. Bradley estaba destinado a ser su pareja, pero todavÃa no estaba preparada para tocarlo y confirmarlo.
La camarera se acercó a la mesa para dejar la cuenta en el centro con discreción. Kate contuvo el aliento, consciente de que esa era la prueba definitiva. Un hombre que pagaba en la primera cita tenÃa principios. Era una prueba fundamental para seguir o dejarlo. La emoción la asaltó de repente, y esperó ansiosa.
Bradley cogió la cuenta.
La embargó la alegrÃa. Por fin. No se habÃa equivocado. SÃ, tendrÃan que pulir algunos aspectos, pero Kate estaba firmemente convencida.
Bradley ojeó la cuenta y sacó una calculadora de bolsillo. Con el corazón en un puño, lo vio teclear con rapidez.
—Ya está, como no es exacto, yo pagaré la cantidad más alta. Tú tienes que pagar cuarenta y tres dólares y yo, cuarenta y cuatro con sesenta y tres. He añadido una propina del quince por ciento. ¿Te parece bien?
Kate vio que el sueño de haber encontrado a su alma gemela se desvanecÃa más rápido que el cuerpo de la Bruja Mala del oeste, aunque en su caso no recibió unos zapatos de rubÃes.
—Claro.
—Genial. ¿En efectivo o con tarjeta?
Kate introdujo la mano en su bolso de Coach y sacó la tarjeta de crédito.
—Aquà tienes.
—Gracias.
El camarero encargado de limpiar las mesas se acercó a ellos.
—¿Han acabado, señores?
Bradley asintió, mirando fijamente el ancho torso del muchacho y sus hombros musculosos, que rellenaban a la perfección el uniforme rojo y negro. Sintió que el pánico le atenazaba las entrañas al sentir que el aire se cargaba a su alrededor.
«No, no es posible.»
Pero debÃa confirmarlo.
El camarero cogió el plato, al tiempo que miraba a su acompañante de reojo con expresión seductora. Kate contuvo el aliento y le rozó la mano con el brazo al tiempo que sus dedos tocaban la mano de Bradley.
Sintió una leve descarga eléctrica que recorrió todo su cuerpo. Bradley sonrió al camarero con una expresión de deseo en la cara.
«Ah, mierda.»
Se habÃa acabado.
Contuvo un suspiro y renunció a la cit