1
Dos hombres hablan en plena noche. Están a mil setecientos kilómetros de distancia. Un lateral de cada rostro está iluminado por un teléfono móvil. Son dos medias caras que hablan en la oscuridad.
—Yo puedo conseguir la casa en la que dices que está. Cuéntame el resto, Jesús.
La respuesta apenas se oye entre el crepitar de las interferencias.
—Me ha pagado una cuarta parte de lo que prometió. —Pfff-pfff—. EnvÃeme el resto de la plata. EnvÃemelo. —Pfff-pfff.
—Jesús, si encuentro lo que busco sin más ayuda por tu parte, nunca volverás a recibir nada de mÃ.
—Eso es más cierto de lo que cree. Es la mayor verdad que ha dicho en su vida. —Pfff-pfff—. Lo que quiere está esperándole encima de quince kilos de Semtex... Si lo encuentra sin que le ayude sus restos van a llegar volando hasta la luna.
—Mi brazo es largo, Jesús.
—No llegará hasta aquà desde la luna, Hans-Pedro.
—Mi nombre es Hans-Peter, como bien sabes.
—¿Que tiene ganas de pito? ¿Es eso lo que ha dicho? No quiero conocer sus intimidades. Deje de perder el tiempo. EnvÃeme la plata.
La llamada se corta. Los dos hombres se quedan tumbados mirando a la oscuridad.
Hans-Peter Schneider está en una litera a bordo de su largo barco negro junto a Cayo Largo. Escucha a una mujer que solloza en la litera de proa. Imita sus sollozos. Se le dan bien las imitaciones. La voz de su propia madre sale de su cara, gritando el nombre de la mujer que llora:
—¿Karla? ¿Karla? ¿Por qué lloras, mi querida niña? No es más que un sueño.
Desesperada en medio de la oscuridad, la mujer se siente confundida por un segundo y, a continuación, retoma el llanto amargo e intenso.
El sonido de una mujer que llora es música para Hans-Peter; le relaja y vuelve a dormirse.
En Barranquilla, Colombia, Jesús Villarreal deja que el siseo acompasado de su respirador le tranquilice. Inhala un poco de oxÃgeno de su mascarilla. A través de la compartida oscuridad oye a un paciente del pabellón del hospital, un hombre que suplica a Dios que le ayude, que grita: «¡Jesús!».
—Espero que Dios pueda oÃrle igual de bien que yo, amigo mÃo —susurra Jesús Villarreal en medio de la oscuridad—. Pero lo dudo.
Jesús Villarreal llama a información con su teléfono de prepago y consigue el número de una academia de baile de Barranquilla. Se aparta la mascarilla de oxÃgeno para poder hablar.
—No, no estoy interesado en clases de baile —dice al teléfono—. Hace ya tiempo que no bailo. Quiero hablar con don Ernesto. Sà que le conoce. DÃgale mi nombre, él ya sabe quién soy. —Pfff-pfff.
2
El barco de Hans-Peter Schneider se deslizaba muy despacio junto a la gran casa de BahÃa VizcaÃna, con el agua gorgoteando a lo largo de su casco negro.
Por sus prismáticos, Hans-Peter miraba a Cari Mora, de veinticinco años, vestida con sus pantalones de pijama y su camiseta sin mangas mientras hacÃa estiramientos en la terraza bajo las primeras luces de la mañana.
—Dios mÃo —dijo. Los dientes caninos de Hans-Peter son bastante largos y tienen empastes de plata que pueden verse cuando sonrÃe.
Hans-Peter es alto y de piel pálida, completamente calvo. Sus párpados, carentes de pestañas, manchaban el cristal de sus prismáticos al rozarlo. Limpió los anteojos con un pañuelo de lino.
Félix, el agente inmobiliario, estaba detrás de él en el barco.
—Es ella. La que cuida la casa —dijo Félix—. La conoce mejor que nadie, sabe arreglarlo todo. Que le cuente lo que sabe de la casa y, después, despediré a esa listilla antes de que vea algo que no deba ver. Puede ahorrarle un poco de tiempo.
—Tiempo —contestó Hans-Peter—. Tiempo. ¿Cuánto más hay que esperar para la autorización?
—El tipo que está alquilando ahora la casa rueda anuncios. Su permiso es válido dos semanas más.
—Félix, quiero que me des una llave de esa casa. —Hans-Peter habla con acento alemán—. Quiero la llave hoy.
—Si usted entra, pasa algo y ha usado mi llave, sabrán que he sido yo. Como con O. J. Simpson. Si usa mi llave, sabrán que he sido yo. —Félix se rio solo—. Escuche, por favor, iré hoy al arrendatario y le pediré que lo deje. Es mejor que vea la casa a la luz del dÃa, con gente. Tiene que saber que ese sitio siniestro da unos escalofrÃos del carajo. He pasado ya por cuatro empleados hasta conseguir a esta. Es la única que no tiene miedo.
—Félix, habla con el arrendatario. Ofrécele dinero. Hasta diez mil dólares. Pero me das ahora mismo una llave o te encontrarán flotando en el agua en cinco minutos.
—Si hace daño a esa zorra no podrá ayudarle —contestó Félix—. Ella duerme ahÃ. Tiene que dormir ahà por el seguro de incendios. A veces, trabaja en otros sitios durante el dÃa. Espere a ir de dÃa.
—Solo voy a echar un vistazo. No se va a enterar de que estoy dentro de la casa.
Hans-Peter observaba a Cari por los prismáticos. Ahora estaba de puntillas rellenando el comedero de un pájaro. SerÃa un desperdicio deshacerse de ella. Con esas interesantes cicatrices podrÃa sacar mucho por ella. Quizá cien mil dólares —35.433.184 uguiyas mauritanas— del Club de Amputados Acroto Grotto de Nuakchot. Eso serÃa con todas las extremidades y sin tatuajes. Si tuviera que adaptarla para optar a un precio mayor, con el tiempo de inactividad, serÃa más. Ciento cincuenta mil dólares. Una miseria. HabÃa entre veinticinco y treinta millones de dólares en esa casa.
En el franchipán junto a la terraza, un sinsonte maullador entonaba un canto que habÃa aprendido en el bosque andino colombiano y que h