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ElÃas tenÃa catorce años cuando llegó a Ugarte una tarde de finales de verano. Iba a pasar una temporada en casa de su tÃo, dueño de una panaderÃa que abastecÃa a los pueblos de alrededor. Al dÃa siguiente, 27 de agosto, domingo, encontró un trozo de madera en el cobertizo que habÃa enfrente de la casa y se puso a hacer un barco con su navaja suiza.
—Con estas herramientas te será más fácil, ElÃas —le dijo su tÃo al verlo, dejando un serrucho, un martillo y una gubia sobre la mesa de carpintero que ocupaba el centro del cobertizo.
El chico asintió con la cabeza varias veces en señal de agradecimiento, y se puso enseguida a trabajar. Estuvo toda la mañana y toda la tarde desbastando el interior y el exterior de la pieza, sin subir ni un momento a la panaderÃa, que se hallaba a cien metros escasos, camino del monte.
El lunes por la mañana, durante el desayuno, el tÃo se dirigió a él como si no pasara nada:
—Ven a ver cómo hacemos el pan, ElÃas. Ven, y ayuda a los empleados a meter en las cestas los panes recién sacados del horno, o a cargar las cestas en la Chevrolet. Son todos de por aquÃ, gente muy buena, especialmente un chico que sé que te va a gustar, Donato. ¿Sabes cómo llamamos a Donato?
Se quedó esperando, pero el chico no hizo ademán de responder.
—Le llamamos el Gitano Rubio. Es muy alegre, y además toca el acordeón.
Esta vez el chico sonrió.
Ese mismo dÃa, 28 de agosto, mientras cenaban, el tÃo intentó de nuevo arrancarle alguna palabra.
—Tú te acuerdas de mi nombre, ¿no es as� ¿Cómo me llamo? —le preguntó con énfasis exagerado, como si hablara medio en broma—. Di, ¿cómo me llamo?
El chico tenÃa que haber respondido «Miguel», pero, una vez más, se limitó a asentir con un movimiento de cabeza. Terminada la cena, el tÃo le insistió en que visitase la panaderÃa:
—Mi olfato ya está acostumbrado, pero a ti, de primeras, te va a encantar el olor a pan. Y ahora en verano, los dÃas que hace calor, puedes bañarte en el canal. Te lo digo en serio, es una delicia meterse en el agua fresca.
El chico volvió a responder con un simple gesto, y se dirigió con rapidez al cobertizo para seguir dando forma a la pieza y convertirla en un barco de juguete. La bombilla de doscientos veinte watios que colgaba sobre la mesa de carpintero daba luz suficiente para poder trabajar de noche. El único problema eran las mariposas y los insectos nocturnos, que cuando revoloteaban a su alrededor parecÃan nieve sucia y resultaban desagradables.
Primero en casa de su madre, luego en la de su tÃo de Ugarte, ElÃas llevaba una semana sin decir palabra. Algo más de una semana, en realidad, ya que habÃa dejado de hablar mientras hacÃa un cours intensif de francés en el colegio Beau-Frêne de la ciudad de Pau, en el sur de Francia. Allà habÃa ocurrido el milagro opuesto a los que l’Immaculée-Conception, patrona del colegio, obraba supuestamente en Lourdes: el alumno que habÃa entrado hablando con normalidad se habÃa vuelto mudo.
Tres dÃas después de su llegada a Ugarte el barco estaba ya acabado y ElÃas grabó en uno de los costados la E inicial de su nombre con la navaja suiza; pero apoyó la gubia en el fondo para quitarle una protuberancia, le dio un golpe con el martillo y toda la pieza se agrietó. Miguel lo vio al mediodÃa, cuando bajó a casa a comer con un empleado de la panaderÃa y se paró en el cobertizo.
—TenÃas que haber escogido una madera más dura, y no cerezo —explicó al chico—. Prueba con el fresno. Encontrarás montones de troncos apilados en la parte alta del canal. Donato no está hoy, porque ha cogido fiesta, pero te vas allà mañana con él y que te ayude a elegir uno que te venga bien.
—Si quieres puedo enseñarle yo el lugar —medió el empleado que acompañaba a su tÃo. VestÃa una camisa de mahón azul manchada de harina.
Miguel no estuvo de acuerdo.
—Los jóvenes con los jóvenes. Que vaya con nuestro amigo Donato.
—¿Qué te parece? —el hombre frunció el ceño exageradamente—. Solo tengo cincuenta y cinco años, y todos en la panaderÃa me llaman Viejo. A Donato, Gitano Rubio, y a mÃ, Viejo.
ElÃas sonrió.
—Uno gitano, otro viejo, mira qué clase de empleados tengo.
Era inútil. El chico no querÃa hablar.
—Bromas aparte, el Gitano te enseñará el lugar donde están las pilas de troncos. Y también los mejores tramos para nadar en el canal —zanjó Miguel. Luego se dirigió a la cocina, que estaba en la planta baja de la casa, a diez pasos del cobertizo.
Ignorando el consejo, ElÃas no esperó al dÃa siguiente para subir al canal y traer de allÃ, arrastrándolo por el camino, un tronco de fresno. Quedaron asà frustradas las esperanzas de Miguel, que confiaba en que su sobrino, si se dejaba acompañar por Donato, acabarÃa soltando alguna palabra, aunque solo fuera una, y que a esa primera palabra la seguirÃan muchas más y, en definitiva, la normalidad. Al atardecer, ElÃas estaba de nuevo en el cobertizo, vaciando la pieza de madera en la mesa de carpintero, aparentemente contento, silbando de vez en cuando una canción infantil francesa: «Il était un petit navire qui n’avait ja- ja- jamais navigué. Ohé!» Ohé!». A veces daba la impresión de que las mariposas y los insectos que giraban en torno a la bombilla se movÃan al ritmo de la melodÃa.
La madre de ElÃas llamaba a su hermano Miguel todos los dÃas para preguntarle por el chico, y tampoco dejó de hacerlo aquel 29 de agosto. Él quiso mostrarse optimista:
—Yo lo veo bastante bien, muy ilusionado con esa chalupa suya. Primero la hizo con cerezo, pero se le rompió. Una pena, porque le habÃa grabado ya su inicial con la navaja. Ahora lo está intentando con madera de fresno, mucho mejor.
No era eso, sin embargo, lo que deseaba oÃr su hermana. Desde el otro lado del teléfono Miguel la notaba a la espera. Al final tuvo que confesarle la verdad:
—Sigue mudo, pero cuando coja confianza, seguro que empieza a hablar.
PreferÃa omitir los detalles, y no le contó que el chico evitaba coincidir con él y los empleados de la panaderÃa durante el almuerzo, o que a Marta, la cocinera, una mujer muy agradable, ni siquiera la saludaba.
Advirtió que su hermana hacÃa esfuerzos para contener el llanto.
—Debe de ser agotador para ti. Lo siento, Miguel. Si ElÃas sigue asà cerraré el restaurante y lo llevaré adonde haga falta.
Su hermana era viuda. TenÃa un restaurante en la costa, y con lo que sacaba en verano podÃa mantenerse todo el año.
—Ni se te ocurra. Tu sitio está ahÃ. Aquà somos muchos, y ya verás cómo acaba soltándose, si no es con uno, con otro.
Más que cansancio, la presencia de ElÃas le provocaba a veces cierta incomodidad, sobre todo durante la cena, cuando el chico y él se sentaban a la mesa frente a frente. Aquel dÃa, después de la conversación telefónica con su hermana, Miguel hizo una excepción y se llevó dos bandejas a la sala contigua a la cocina, una con sobras del mediodÃa para él y otra con aceitunas, jamón, queso y paté para su sobrino. Encendió la televisión y se pusieron a ver la crónica de los Juegos OlÃmpicos de Múnich. La estrella de la noche era un gimnasta japonés llamado Sawao Kato.
—¿Qué te parece ese gato? —bromeó Miguel, viéndolo exhibirse en las barras paralelas.
ElÃas levantó el dedo pulgar y aplaudió cuando Kato clavó los pies en el suelo al final del ejercicio.
Mientras preparaba la comida para los empleados de la panaderÃa, Marta se asomaba a la puerta de la cocina para ver si el chico seguÃa en el cobertizo con su madera y sus herramientas, y le venÃan a la cabeza pensamientos, recuerdos de personas raras a las que habÃa conocido en su vida, como Antonio, el ingeniero de la mina donde trabajaba su marido, al que en el pueblo llamaban Antuán por ser francés, que nunca se separaba de sus perros, como si no hubiera en su vida cosa más importante que los perros; o como aquella mujer, antigua compañera suya de escuela, que se pasaba la vida riendo, a menudo a carcajadas, hasta casi ahogarse; o como LucÃa, que habÃa sido su mejor amiga, a quien solo le atraÃan los chicos malos. Se acordaba de ellos y se preguntaba si el sobrino de Miguel serÃa de la misma clase; si era normal pasarse el dÃa entero con el bendito barco, interrumpiendo su silencio solo para silbar, la misma canción siempre, rehuyendo a todo el mundo y sin decir una palabra a nadie, ni a Miguel ni a ella ni a los empleados. Además, no querÃa subir a la panaderÃa, a pesar de encontrarse allà mismo, y eso también era raro, porque a los chicos les gustaba curiosear entre los sacos de harina y las cestas de los panes, desde luego a sus gemelos muchÃsimo, aprovechaban cualquier excusa para pasarse por allÃ.
ElÃas llevaba ya cuatro dÃas en casa de su tÃo cuando Marta fue al cobertizo para llevarle una taza de caldo y presentarse formalmente:
—Soy Marta, una persona muy importante en esta casa, la cocinera. Y tú ¿cómo te llamas? Tu tÃo me lo dijo pero se me ha olvidado.
Miguel le habÃa pedido que le hablara de esa forma, preguntándole directamente por el nombre.
El chico se limitó a señalar la E grabada con su navaja en el costado del barco que se le habÃa roto.
Un par de horas más tarde, con el termómetro a veinticuatro grados, Marta volvió al cobertizo con un vaso de limonada.
—Entonces, ¿no vas a decirme tu nombre? Si no me lo dices, no voy a saber cómo llamarte.
El chico acabó de tomarse el refresco y se inclinó sobre la mesa de carpintero para reanudar su trabajo.
Marta regresó a la cocina preocupada, y le costó concentrarse en la comida que estaba preparando para los empleados, patatas con guisantes y merluza en salsa. Se acordaba de sus gemelos, MartÃn y Luis, algo más jóvenes que ElÃas, a medio camino entre los doce y los trece años, tan habladores, especialmente Luis, y el comportamiento del sobrino de Miguel le resultaba incomprensible. No estaba segura de si lo habÃan llevado al médico. Por un comentario de Miguel, creÃa que sÃ, pero al parecer no habÃa servido para nada. El chico no tenÃa enfermedad o lesión alguna que le impidiera hablar.
Cuanto más pensaba en el asunto, más intranquila se sentÃa. SabÃa que su padre habÃa fallecido, y que su madre llevaba sola el negocio familiar, un restaurante que no le dejaba tiempo para nada, tampoco para cuidar debidamente de su hijo. Marta se ponÃa en su lugar y se preguntaba cómo reaccionarÃa ella si uno de los gemelos, Luis o MartÃn, enmudeciera de golpe.
Esa noche, mientras calentaba en casa la cena para su m