Rosa Schwarzer vuelve a la vida
Al fondo de este museo de Düsseldorf, en una austera silla del incómodo rincón que desde hace años le ha tocado en suerte, en la última y más recóndita de las salas dedicadas a Klee, puede verse esta mañana a la eficiente vigilante Rosa Schwarzer bostezando discretamente al tiempo que se siente un tanto alarmada, pues desde hace un rato, mezclándose con el sonido de la lluvia que cae sobre el jardÃn del museo, ha empezado a llegarle, procedente del cuadro El prÃncipe negro, la seductora llamada del oscuro prÃncipe que, para invitarla a adentrarse y perderse en el lienzo, le envÃa el arrogante sonido del tam-tam de su paÃs, el paÃs de los suicidas.
Yo sé que Rosa Schwarzer, en su desesperado intento por apartar el influjo del prÃncipe y la tentadora propuesta de abandonar el museo y la vida, acaba de refugiar su mirada en los tenues colores rosados de Monsieur Perlacerdo, que es otro de los cuadros de esa sala que tan celosamente custodia y en la que, si ahora alguien osara irrumpir en ella, se encontrarÃa con una eficiente vigilante que de inmediato interrumpirÃa su bostezo y, poniéndose en pie, rogarÃa al intruso que, a causa de la frágil alarma, hiciera el favor de no aproximarse demasiado ni a Monsieur Rosa ni al Señor Negro.
Lo dicho, Rosa Schwarzer está ligeramente alarmada esta mañana.
¿Influye en todo esto el lunes que ayer le tocó vivir? Yo dirÃa que sÃ. Ayer Rosa Schwarzer cumplió los cincuenta años y, como el museo cierra los lunes, creyó que dispondrÃa de toda la mañana para preparar el almuerzo de aniversario. Pero ya desde el primer momento todo se le complicó enormemente. Para empezar, despertó angustiada, moviéndose como un tÃtere, a tientas en el vacÃo incoloro e insÃpido de su triste vida. Después, ese vacÃo cobró un ligero color gris, como el del dÃa.
Esta vida para qué.
Yo sé que Rosa Schwarzer dijo eso en la duermevela de ayer y que también lo ha dicho en la de hoy, pero que a diferencia de esta mañana, ayer se despertó sin la conciencia de haberlo dicho, ayer simplemente comenzó a preparar el desayuno para su marido y los dos hijos, que le habÃan asegurado que, aun siendo laborable para ellos, iban a hacer un esfuerzo y se reunirÃan todos a la hora del almuerzo y probarÃan con el placer de siempre aquel lechón asado que nadie sabÃa cocinar mejor que mamá Rosa, asà la llaman todos.
Asà me llaman, piensa ahora Rosa Schwarzer mientras escucha el rumor de la lluvia en el jardÃn, mientras siente que es atraÃda por el sonido del tam-tam del paÃs de los suicidas.
Yo sé que ayer, tras el despertar de tÃtere angustiado, el segundo contratiempo fue la inesperada deserción de Bernd, el hijo mayor, que durante el desayuno dijo que le era imposible estar presente en el almuerzo, lo que aprovechó el padre para excusarse él también y decir que andaba muy ocupado y que le guardaran su parte de lechón asado para la noche.
En silencio Rosa Schwarzer se mordió los labios y se dijo que todo aquello no retrasaba el desayuno, que estaba ya casi preparado, pero que de alguna forma lo que ya sà estaba retrasando era la hora del almuerzo, pues habÃa otras cosas que se estaban cruzando peligrosamente en su camino, reclamando con fuerza su atención. Y es que, al dejar que su mirada vagara distraÃdamente por la cocina, habÃa visto, junto a los cafés, los quesos, el té, los panes de centeno con cominos, las mermeladas y los embutidos, el corazón solitario de una incolora botella de lejÃa que, de tener la facultad de cobrar vida, se habrÃa animado, sin duda, en forma de triste tÃtere perdido en el vacÃo insÃpido de aquella no menos triste cocina.
Pensó en lo fácil que era morir y en que no debÃa dejar para otro momento aquella magnÃfica ocasión. Bastaban unos sorbos de lejÃa y se borrarÃa de golpe toda aquella cotidianidad de imágenes grises, de maridos sin alma, de aburrimiento mortal en el museo. Pero cuando ya estaba a punto de agarrar la botella, se le ocurrió pensar en el desgraciado de su marido o, mejor dicho, en su desgraciado marido, y de repente descubrió que habÃa algo en el aire de la mañana, en ese estar allà sola en la triste cocina, que le removÃa la sangre de un modo no desagradable. En realidad su marido, engañándola a diario de aquella forma tan zafia con la vecina (y creÃa el muy desgraciado que ella no lo sabÃa), era merecedor de compasión y necesitaba ser ayudado, y aquélla no dejaba de ser una buena razón, simple pero muy importante, para seguir viviendo, para seguir preparando el desayuno, para seguir intentando que su marido recuperara la alegrÃa y volviera a ser aquel hombre encantador que habÃa ella conocido en el parque de Hofgarten una maravillosa mañana de domingo, treinta años antes, que no merecÃa ser borrada por una botella de lejÃa cualquiera.
Antes de transportar el desayuno a la sala y para celebrar que habÃa dejado escapar aquella óptima ocasión de quitarse la vida, Rosa Schwarzer tomó un café muy cargado que la llevó a dar un nuevo repaso del paisaje de la cocina prescindiendo en esa ocasión de la presencia obsesiva de la lejÃa, es decir, que vio los otros cafés, los quesos, el té, los panes de centeno con cominos, las mermeladas y los embutidos, pero no vio, o no quiso ver, la maldita lejÃa.
El café la despertó casi salvajemente, y, por un momento, como si se tratara de un breve anticipo de lo que hoy podrÃa tocarle vivir en el museo, vio los remotos paisajes del paÃs de un oscuro prÃncipe extranjero. El café la desveló de tal modo que la hizo entrar en la sala con un paso excesivamente vivo y acelerado, y por poco no derribó la bandeja sobre la inocente cabeza del hijo menor, enfermo de muerte sin él saberlo, el pobre Hans.
Mi pobre y querido Hans, pensó ella mientras abrÃa la ventana y el aire frÃo de la mañana entraba de golpe en toda la sala, y Rosa Schwarzer se quedaba pensando en la infinita desgracia de su hijo, y se le ocurrÃa entonces de repente pensar en arrojarse al vacÃ