Prólogo
Me prometà no volver a engañar a nadie, mucho menos a mà misma. Y acabo de hacerlo, asà que dejadme aclarar un par de cosas.
En primer lugar, mi nombre es Ana. Sydney Bristow es tan solo un pseudónimo que llevo utilizando muchos años para escribir en ForoCoches, un foro de internet en el que, al igual que tantos otros, todos podemos ser quien queremos ser amparados en el anonimato.
En segundo lugar, jamás he visto el nido de un cuco. Tampoco sé volar. Lo más parecido a hacerlo que recuerdo es haber saltado de un puente, en plena autovÃa, con la clara intención de ponerle fin a mi vida.
Esas son las dos grandes mentiras de este libro. Nada mal, teniendo en cuenta que aún no has comenzado su lectura, ¿no? Habrá quien se sienta defraudado, devuelva este ejemplar a la estanterÃa y se aleje con una mueca de desaprobación. No le culpo.
Para el resto, para los que aun asà queréis conocer mi historia, bienvenidos. Como ya he dicho, mi nombre es Ana. Tengo 32 años, abogada y residente en Madrid, y en apariencia, una chica normal y corriente.
Y os garantizo que lo que viene a continuación es el más verÃdico relato de los 37 dÃas que le dieron la vuelta a mi mundo hace unos meses, de algo extraordinario. De una experiencia que llevaré en el corazón de por vida.
Y me gustarÃa que vosotros la llevarais conmigo.
Dicho esto, gracias por continuar leyendo.
ANA
DÃa 0
El ingreso
Mi padre se despide:
—No me permiten entrar contigo. Nos vemos en nada. Hasta pronto, Syd.
No contesto, porque estoy cabreada. No deberÃa estar aquÃ. Yo no deberÃa estar aquÃ, me he tirado un puto mes en La Paz y he pasado por dos operaciones. La primera, la que reparó mi columna vertebral, me fue bastante indiferente. Pero la segunda, la que reconstruyó los huesos de mis pies y de la pierna derecha, esa sà la sufrÃ. Vaya que sÃ. Ahà supe lo que es el dolor, el verdadero dolor. Por suerte también supe lo que es la morfina, aunque cuando te la retiran a los cinco dÃas, por no sé qué rollo de efectos secundarios, el maldito dolor persiste. Es injusto. ¿Quién se creen los médicos que son y por qué deciden por mÃ? Me gustaba mi morfina, y a ella le gustaba yo. Los supuestos fatales daños a mi organismo o la posible adicción me importaba poco en este otro hospital. Y, en cualquier caso, insisto, yo no deberÃa estar aquÃ. Hace menos de una hora me han subido a una ambulancia haciéndome creer que volvÃa por fin al calor de mi cuarto, a la soledad mitigada por la reconfortante compañÃa de mis gatas, a un lugar en el que me despertarÃan los pájaros del jardÃn y no la enfermera del turno de mañana con su carrito para comprobar la evolución de mis heridas. Me habÃan hecho creer que volvÃa a casa. A mi hogar. Me habÃan engañado. Porque este sitio tan blanco, grande y reluciente, desde luego no era La Paz, pero tampoco era mi casa. Y mi padre lo sabÃa, lo supo desde hace dÃas y mantuvo la mentira hasta este mismo momento en el que trataba de despedirse. Asà que no, lo siento pero no le voy a contestar. Aprieto fuerte la boca para que vea que no quiero hablar. Aprieto tan fuerte que se me saltan las lágrimas. Dejo de apretar y respondo:
—Adiós, papá.
Se abren las puertas de seguridad y entro en la Unidad. Una luz, otra luz, luz, luz, luz, luz, luz. Pero ¿qué cojones? Vale, ya entiendo, es porque estoy tumbada en una camilla. Me llevan dos celadores, acompañados por un guardia de seguridad. Que es el protocolo, me dicen. Empiezo a pensar de qué manera podrÃa convertir todo en una masacre —teniendo las dos piernas rotas— y no se me ocurre ninguna. Vaya mierda de protocolo.
Más tarde me daré cuenta de que sà es útil.
Llegamos a mi habitación, 419. «No es un número feo», pienso. Está cerca del control de enfermeras y no muy al final del pasillo. Es amplia. Y para mà sola. Un gusto estar sola después de tantos dÃas compartiendo cuarto con otras pacientes en la UCI y en TraumatologÃa. Aunque las echo de menos. Arancha, superviviente de un accidente de tráfico. Perdió a su marido. Su hijo de ocho años, ileso. Recuerdo cómo la ingresaron, cómo fue mejorando, cómo me pregunté qué serÃa de ella y de su nueva vida al ser trasladada a planta yo misma. Después, más y más compañeras. Natalia, SofÃa, Alexandra, MarÃa, Manuela... Al final te encariñabas con ellas y viceversa, y llegado el momento se despedÃan para volver a su hogar, ya recuperadas. Pero aquà no. Aquà iba a estar sola.
—Sydney. ¿Sydney? ¡Sydney! —Me sacan de mis pensamientos.
—Somos Jesús y Adelaida, los enfermeros del turno de noche.
—Ah. Hola.
—Tenemos que quitarte las vendas de los pies.
—Pero me han operado hace solo cinco dÃas.
—SÃ, cariño, pero aquà no puedes llevar vendas.
—¿Por si me ahorco con ellas?
—Es el protocolo.
Todo es el protocolo. Todo es el puto protocolo. Estoy cagada de miedo. Hasta esta misma noche me han tratado fenomenal, tocándome los pies con cariño, cuidando que nada me rozara los vendajes ni por supuesto que quedaran zonas a la intemperie. Y ahora es asà como los tengo. Expuestos totalmente. En carne viva, y con los sesenta puntos al aire. No sé si por humanidad o para evitar alterarme más, me los cubrieron con algo parecido a una mallita blanca. Y eso fue todo.
—Hoy es tarde, pero durante esta semana te irán informando de las normas de la planta.
—¿Son muchas?
—Las que dicta el protocolo.
Apagaron la luz, salieron y cerraron la puerta con llave. Me puse a llorar. Me fijé en una cámara que habÃa en la esquina del cuarto, con una luz roja, apuntándome. Me pregunté qué dictarÃa el protocolo sobre las chicas que lloran. Me arropé aún más fuerte y seguà sollozando hasta que por fin pude conciliar el sueño.
DÃa 1
Brummel
Entran en la 419.
—Sydney, arriba.
«¿Dónde cojones estoy? ¿Qué hora es?» Abro los ojos y empiezo a recordar. Miro al sillón que hay al lado de la cama para despertar a mi padre y me doy cuenta de que no, que aquà no admiten acompañantes. Claro, el protocolo.
Me incorporo. Me duele la espalda, mucho. Me vuelvo a tumbar y ahà me quedo, como en La Paz, esperando a que vengan a hacerme el aseo. Pienso en cómo lo harán con este pijama que me han puesto, allà era muy fácil con el camisón. Me veo a mà misma haciendo un Homer y me rÃo.
Entra en el cuarto un celador. Aún no lo sé, pero le juraré odio eterno. Pero eso será diez minutos después. Por ahora solo me fijo en que apesta a Brummel. Me marea. Me dice su nombre, pero ni siquiera lo retengo. Para mà siempre será Brummel. El Puto Brummel.
Le digo tÃmidamente que quiero ir al baño, ya que llevaba un buen rato haciéndome pis. En La Paz era muy fácil porque estuve todo el tiempo sondada, pero aquà no sé cómo iba a ser la cosa. El dÃa anterior pedà una sonda, pero me dijeron que no.