* «Gran feo» en inglés. (Todas las notas del libro son de la traductora.)
* «Verdad o consecuencias.»
* «Aburrido.»
* «Villaidiota.»
* «Puta.»
* «Pájaro-en-mano.»
* «Gusanos.»
* «Villanieve.»
* «Mierdez.»
* «Chupa sapo.»
*«Villalatazo.»
†«Pistolero capullo.»
* «MaÃz quemado.»
* «Charco valiente.»
* «Triunfar.»
* «Éxito.»
* «Coito.»
* «Villa de las vÃrgenes.»
* «Teta de azúcar.»
†«Abierta de piernas.»
†«Lamecoños.»
* «Dos pistolas.»
* «Nudillos ensangrentados.»
* «Nunca fracasas.»
* «Calcetines.»
* «Descalzo.»
* «Palmeras del infierno.»
* «Villalocos.»
* Nombre original de la rana Gustavo de los Teleñecos.
* «Dos pistolas.»
* «Ceja de mono.»

ERIN JADE LANGE
Cuando irrumpe lo extraordinario
Traducción de Rosa Pérez Pérez
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Para Matt, quien, de algún modo,
me mantiene con los pies en el suelo
y al mismo tiempo me permite volar
La primera vez que vi a Billy D. yo tenÃa un pie sobre el cuello de un chico y una mano en mi bolsillo. Él estaba parado al otro lado de la calle, mirando sin esforzarse en disimular, mirando nada más, sin decir una palabra, sin parpadear siquiera.
—¿Qué miras? —grité.
Él se quedó boquiabierto, pero no respondió. Tampoco se fue; solo siguió mirando.
Oà un gorgoteo en la garganta que tenÃa debajo del pie y eché una ojeada al chico. ParecÃa que le costaba respirar, pero aún no se habÃa puesto rojo, de modo que volvà a prestar atención al otro.
—¡Lárgate! ¡O luego vas tú!
Fue una amenaza bastante vacua. Incluso desde el otro lado de la calle, supe, por su expresión vacÃa, la mandÃbula floja y su extraña forma de encorvar la espalda, que era distinto; probablemente estaba en educación especial. Y yo no pegaba a los chicos como él.
Principios, ¿sabéis?
—Eh, ¿eres sordo o qué? ¡He dicho que te largues!
Él vaciló; echó a andar primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha. Nos miró una vez más a mà y al chico preso bajo mi bota antes de clavar los ojos en la acera y alejarse pisando fuerte.
«Bicho raro.»
Cogà un chicle con la mano que tenÃa en el bolsillo. Me lo metà en la boca y volvà a centrarme en la tarea que me ocupaba. Bajo mi pie, rodeada de tierra y grava, la cara definitivamente se estaba poniendo un poco roja. Levanté el pie y di una patada a una piedra, que golpeó al chico en un hombro y rebotó. Le debió de doler, porque hizo una mueca mientras respiraba de forma entrecortada.
—¿Piensas que eso ha dolido? Pues no es nada comparado con lo que le haré a tu coche si vuelves a meterte conmigo.
El chico aún no habÃa recuperado la voz, por suerte para él, porque probablemente era tan tonto que habrÃa dicho algo que me cabreara todavÃa más. Se sentó en la acera con dificultad y gateó hacia la calle, donde estaba su Mustang rojo, aún con la puerta abierta. Era un modelo antiguo restaurado, de la época en la que los Mustang todavÃa molaban. Estaba a media acera cuando grité:
—¡Y más vale que encuentres otro camino para ir al instituto! Si vuelvo a ver tu coche en esta calle, te romperé el parabrisas además de la cara.
El chico se sentó por fin al volante y se volvió justo el tiempo suficiente para fulminarme con la mirada antes de cerrar de un portazo. Yo le respondà alzando el puño y, aunque no me habÃa movido de la acera y era imposible que lo pudiera tocar, le oà echar los seguros. Tuve que reÃrme.
«Gallina.»
El Mustang dobló la esquina a toda velocidad y se perdió de vista. Me rasqué las palmas de las manos por inercia, pero no era necesario. El picor se habÃa desvanecido junto con el coche.
Siempre empezaba asÃ, con el picor. Lo notaba en el centro de las palmas, un cosquilleo que no podÃa pasar por alto. Si intentaba hacer caso omiso, se extendÃa como una telaraña, un hormigueo que se propagaba por toda la mano hasta las yemas de los dedos. Cerrar esos dedos en un puño y proporcionar a ese puño una superficie contra la que estrellarse era la única forma de combatirlo.
Nunca sabÃa qué iba a desencadenarlo. PodÃa ser tan sutil como ver que un compañero ponÃa los ojos en blanco cuando yo daba mi opinión en clase o tan obvio como el hecho de que un gilipollas montado en un Mustang rojo bajara la ventanilla y me preguntara por qué no tenÃa dinero para comprarme un coche. Con respecto a lo primero, apenas podÃa hacer nada: tal como estaban las cosas, me faltaba muy poco para que me expulsaran del instituto. De no ser por mis buenas notas, ya me habrÃan dado la patada. Pero, en el segundo caso, ninguna cosa me impedÃa sacar al chico del coche a rastras para darle una lección de humildad en la acera.
Me habrÃa pasado más con el imbécil del Mustang, pero el bicho raro de la otra acera me habÃa distraÃdo. Sus ojos, rasgados y redondos a la vez, me habÃan desconcertado por alguna razón que se me escapaba. Me habÃa sentido juzgado por ellos, una sensación que habitualmente hubiera hecho que me empezaran a picar las palmas. Pero, en el caso del chico de la boca floja, me habÃan entrado ganas de rascarme la cabeza, no las manos.
El mierda del Mustang rojo tenÃa razón en una cosa. ¿Qué chico de dieciséis años que se precie no tiene coche?
Eché a andar por la acera arrastrando los pies, apartando piedras a mi paso. No era el único alumno de penúltimo año del instituto Mark Twain que no tenÃa coche, pero sà era uno de los pocos. Aunque Columbia, Missouri, no era precisamente la patria de los ricos y famosos, casi todas las familias podÃan ahorrar al menos unos pavos para comprarse un cacharro.
Doblé la esquina en la dirección contraria a la que habÃa tomado el Mustang. Los que tenÃan c