Uno
Érase una vez una mujer que descubrió que se habÃa convertido en la persona equivocada.
Para entonces tenÃa cincuenta y tres años, y ya era abuela. Una abuela grandota, blandita, con hoyuelos en las mejillas y dos mechones cortos, rubios y resecos que le caÃan casi horizontalmente, como dos alas, a ambos lados de la raya central. Patas de gallo junto al rabillo de los ojos. Prendas sueltas de colores vivos que acercaban peligrosamente su estilo de vestir al de las vagabundas que arrastran sus pertenencias en grandes bolsas.
Pueden darlo por seguro: la mayorÃa de la gente de su edad dirÃa que ya era demasiado tarde para cambiar. Lo hecho, hecho está, dirÃan. Para qué intentar modificar las cosas a esas alturas.
También Rebecca estuvo a punto de decÃrselo. Pero no lo dijo.
El dÃa que lo descubrió estaba de merienda campestre en el rÃo North Folk, en el condado de Baltimore. Era un domingo fresco y soleado de principios de junio de 1999, y la familia se habÃa reunido para celebrar el compromiso de la hijastra menor de Rebecca, NoNo Davitch.
Los coches de los Davitch formaban un cÃrculo en el prado, como caravanas del oeste preparadas para defenderse de un ataque. Las mantas estaban esparcidas por la hierba, y los termos, neveras y equipos de deporte se amontonaban en la mesa y los bancos de madera. Los niños jugaban junto al rÃo formando un grupo alborotado y ruidoso, pero los adultos mantenÃan las distancias. De uno en uno o de dos en dos, se movÃan de un lado a otro ordenando sus cosas, buscando un lugar al sol o deambulando de aquà para allá, caprichosamente, como buenos Davitch. Una de las hijastras estaba sentada sola en su furgoneta. Uno de los yernos hacÃa estiramientos de piernas junto a la pista de footing. El tÃo apuñalaba una y otra vez la tierra con su bastón.
Dios Santo, ¿pero qué iba a pensar Barry? (Barry, el prometido de NoNo). PensarÃa que no aprobaban que se casara con ella.
Y con toda la razón.
Tampoco es que se comportaran de forma muy diferente en otras circunstancias.
Barry tenÃa una manta casi para él solo, porque NoNo no dejaba de revolotear de un lado para otro. La más menuda y bonita de las hijas de los Davitch, un pequeño colibrÃ, se acercó primero a una de sus hermanas y luego a la otra, inclinando su melena corta, oscura y brillante, para susurrarles con apremio alguna cosa.
Murmurando tal vez: «¡Quiérelo, por favor!». O: «¡Por lo menos, haz que se sienta aceptado!».
La primera hermana se afanó de repente en revolver en una canasta de mimbre. La segunda se protegió los ojos del sol y fingió ir a buscar a los niños.
Rebecca, que al fin y al cabo se ganaba la vida organizando fiestas, sintió que no tenÃa más remedio que llamar con unas palmadas:
—¡Bueno, chicos!
Lánguidamente volvieron la cabeza. Ella cogió una pelota de béisbol de la mesa y la esgrimió en alto. No, era más grande que una pelota de béisbol. Pues entonces serÃa una pelota de softball; sin duda alguna, propiedad del yerno que estaba haciendo estiramientos de piernas, profesor de educación fÃsica en el instituto local. Lo mismo daba, Rebecca nunca habÃa sido una gran deportista. Aun asÃ, les gritó:
—¡Venga, todo el mundo, es hora de echar un partido! ¡Barry! ¡NoNo! ¡Vamos, venga! Pongamos que esta roca es la base del bateador. Zeb, pon ese tronco en el lugar que corresponda a la primera base. Esa bolsa puede ser la segunda base, y la tercera… ¿quién tiene algo que pueda servir de tercera base?
Refunfuñaron, pero ella no se rendÃa:
—¡Vamos, chicos! ¡Que se vea que estáis vivos! ¡Tenemos que hacer algo de ejercicio, con toda la comida que nos espera!
Empezaron a obedecer a cámara lenta, levantándose de las mantas y acercándose con inercia hacia donde ella señalaba. Miró hacia la pista de footing y gritó:
—¡Eh! ¡Jeep!
Jeep se soltó la voluminosa rodilla que tenÃa abrazada y miró de reojo hacia donde estaba Rebecca.
—¡Acércate! —le ordenó—, estamos organizando un partido de softball.
—¡Pero, Beck!, querÃa correr un poco… —aunque protestando, se acercó despacio hacia donde ella estaba.
Mientras Jeep corregÃa el emplazamiento de las bases, Rebecca fue a vérselas con la hijastra de la furgoneta. Que, por cierto, era la esposa de Jeep. Rebecca deseó que no fuese una de sus estúpidas disputas.
—¡Cariño! —la llamó. Atravesó las altas hierbas recogiendo con ambos brazos los pliegues de su falda amplia y estampada—. ¿Patch? Baja la ventanilla, Patch. ¿Me oyes? ¿Te ocurre algo?
Patch volvió la vista hacia ella. Se veÃa que estaba pasando calor. Unos mechones de su pelo negro y desfilado se le pegaban a la frente, y la cara, angulosa y con pecas, le brillaba de sudor. Pero no hizo ademán alguno de abrir la ventanilla. Rebecca asió el tirador de la puerta y dio un brusco tirón, por fortuna justo antes de que a Patch se le ocurriera poner el seguro.
—¡Pero bueno! —dijo Rebecca en tono cantarÃn—. ¿A qué viene todo esto?
—¿Pero es que no puede una tener un momento de paz en esta familia? —rezongó Patch.
TenÃa ya treinta y siete años, pero más parecÃa que tuviese catorce, con su camiseta de rayas y su vaquero ajustado. Y también se comportaba como si los tuviera, no pudo evitar pensar Rebecca; pero se conformó con decir:
—¡Venga, únete a nosotros, vamos a echar un partido de softball!
—No, gracias.
—¿Se puede saber por qué?
—Por el amor de Dios, Beck, ¿es que no sabes cuánto odio todo esto?
—¿Cómo que lo odias? —exclamó alegremente Rebecca, fingiendo no entender—. Pero si a ti se te dan muy bien los deportes. Los demás no sabemos ni siquiera dónde hay que poner las bases. El pobre Jeep lo está teniendo que hacer todo solo.
Patch espetó:
—No entiendo en absoluto por qué tenemos que celebrar el compromiso de mi hermana pequeña con ese…, ese…
Al parecer no encontraba palabras. Cruzó firmemente los brazos sobre su liso pecho y volvió a mirar al frente.
—¿Ese qué? —inquirió Rebecca—. Un hombre amable, decente, bien educado. Un abogado.
—Un abogado de empresa. Un hombre que se trae la agenda a una merienda campestre. ¿Te has fijado en su agenda? ¡Pero si parece que acaba de bajarse del yate, con esa ropa de pijo, ese ridÃculo pelo rubio cortado al rape y esos estúpidos zapatos náuticos de suela de goma! ¡Y fÃjate qué forma de imponérnoslo! ¡AsÃ, de buenas a primeras, sin avisar! Nosotros pensando: «Oh, pobre NoNo, treinta y cinco años ya y que sepamos todavÃa no la ha besado nadie» y, de la noche a la mañana, como te lo digo, literalmente de la noche a la mañana, va y cuando menos nos lo esperábamos nos anuncia que se casa en agosto.
—Bueno,