Introducción
Algo por lo que merece la pena arriesgar la vida
La enfermerÃa se dejaba a «aquellos que eran demasiado viejos, demasiado débiles, demasiado borrachos, demasiado sucios, demasiado estúpidos o demasiado malos para hacer otra cosa».
FLORENCE NIGHTINGALE
No siempre quise ser enfermera. Antes pasé por la elección de toda una serie de carreras que tenÃa exasperado al tutor de orientación profesional de mi deficiente instituto. «Bióloga marina» fue una de las opciones de la lista. Me veÃa todo el dÃa en bañador, en un clima soleado, nadando entre delfines. Cuando descubrà que gran parte del trabajo de un biólogo marino consistÃa en analizar el plancton de la costa de Gales, me lo pensé dos veces. Durante un verano en Swansea, pasé bastante tiempo viendo a mi tÃa bisabuela limpiar siluros en la enorme pila de la cocina; y también salà en barco junto a unos hoscos hombretones con barba y botas amarillas que orinaban en el mar y no dejaban de soltar imprecaciones. Y para desayunar habÃa berberechos y pan de algas. La biologÃa marina quedaba definitivamente descartada.
«Derecho», apuntó uno de los profesores cuando mis padres, para entonces también exasperados, le preguntaron qué podÃa dárseme bien. «Es capaz de pasarse el dÃa entero discutiendo.» Pero yo no tenÃa aptitudes para el estudio sistemático. En cambio, prestaba atención a otros animales y la conservación. Soñaba con hacer fotografÃas para National Geographic, lo que me llevarÃa a viajar a lugares cálidos y exóticos de sol resplandeciente donde, después de todo, podrÃa pasarme el dÃa entero en bañador y vivir en chanclas. AsistÃa a manifestaciones y colaboraba con campañas contra la vivisección, e iba a la zona comercial de ladrillos grises del centro de Stevenage a repartir panfletos en los que se veÃa a perros torturados, conejos con los ojos rojos a causa de las pruebas de cosméticos que llevaban a cabo con ellos, y gatitos esqueléticos y sanguinolentos. Me prendÃa unas chapas baratas de mercadillo con lemas polÃticos cuyo broche se abrÃa y me aguijoneaba, hasta que una noche me descubrà una pequeña constelación de pinchacitos en el pecho. Cuando mi madre compró un pollito disecado en un mercadillo y lo colocó entre todos sus adornos, me negué a volver a entrar en la sala de estar. En señal de protesta, me comà mi cena vegetariana en la escalera diciendo: «O el pollo o yo. No quiero tener nada que ver con un asesinato».
Mi madre, con una paciencia infinita, siempre perdonaba mis rabietas de adolescente, y quitó de allà al pollito, me hizo otro sándwich de queso y me dio un abrazo. Fue ella quien me enseñó el lenguaje de la bondad, aunque entonces yo no me diera cuenta. Al dÃa siguiente, en el colegio, robé una rata para salvarla de una disección a manos del departamento de biologÃa. La llamé Furter y pensé que estarÃa a salvo viviendo con la otra rata que ya tenÃa de mascota, Frank, que se subÃa a mi hombro y se quedaba allà con su larga cola rodeándome como un vistoso collar. Por su