Prólogo
LA DESPEDIDA
Penélope bajó el ritmo cuando se dio cuenta de que estaba corriendo. Era de madrugada y las calles de Dyarevny estaban desiertas. Aun asÃ, no querÃa desentonar. En el poblado, casi todo lo que hacÃa resultaba extraño. Y esa manÃa suya de ir corriendo a todos lados era, sin duda, la más llamativa.
Los tireóforos (o gubashka, como decÃan ellos) paseaban sus enormes cuerpos acorazados con paciencia y lentitud entre las construcciones de piedra. Era relajante verlos avanzar sobre sus fuertes patas, meneando esas poderosas colas terminadas a veces en mazas duras como martillos. Los humanos que los cuidaban y adoraban lo hacÃan todo tan despacio como ellos. Penélope no sabÃa si era por costumbre, por respeto o porque, quizá, compartieran con ellos un lazo mucho más fuerte.
Después de todo, allà humanos y dinosaurios convivÃan como iguales.
Penélope se recolocó el casco de hueso que llevaba en la cabeza. Era muy pesado, casi tanto como la capa que le colgaba de los hombros, hecha con placas tejidas. HabÃa recibido aquellas ropas al llegar a Dyarevny, pero no las habÃa usado hasta ese dÃa. Demasiado extraña se sentÃa ya como para abandonar sus cómodas prendas de exploradora. De hecho, aún las llevaba puestas, disimuladas bajo la coraza protectora de los gubashka.
Pero tenÃa que causarle buena impresión al tamudri.
El cielo empezaba a iluminarse. El sol arrancó tÃmidos destellos al agua que habÃa en el pozo. Penélope miró su reflejo. Estaba ridÃcula. Iba a quitarse el casco cuando un ruido la sobresaltó: era el estruendo de unas alas en movimiento. En el cielo vio cinco enormes pterosaurios sobrevolando la jungla. De la punta de un ala a la otra medÃan unos diez metros. Su pico, puntiagudo y letal, también era gigantesco. Penélope los conocÃa como quetzalcoatlus, un nombre que hacÃa honor al dios azteca de la serpiente emplumada. Nunca habÃa viajado a Norteamérica para estudiar sus fósiles, del Cretácico inferior. Ni siquiera estaba segura de que aquellos fueran quetzalcoatlus, y no una evolución distinta de los animales que ella creÃa conocer. AllÃ, los reyes del aire no se llamaban pterosaurios, sino dayáir.
Y no eran fósiles, sino criaturas vivas.
Echó a andar de nuevo. Recorrió la avenida principal hasta el palacio, pero, en lugar de entrar, lo rodeó y apretó el paso. La tribu no tardarÃa en llevar a los gubashka más mansos a pastar, y Penélope no querÃa cruzarse con ellos. Al principio se habÃan mostrado amables y atentos con ella, pero, últimamente, los habÃa visto cuchichear a sus espaldas y algunos la miraban con desconfianza. HabrÃa jurado, incluso, que le tenÃan miedo. El único que la trataba como siempre era el anciano tamudri.
Él le darÃa respuestas.
Salió de Dyarevny y atravesó una pequeña franja de jungla para llegar a la muralla. Estaba construida con bloques de piedra enormes y resistentes, y era casi tan alta como ancha. La primera vez que la vio, Penélope creyó que era una fortaleza o un refugio. Y sÃ, era un refugio, pero no para humanos.
Aquel lugar era el santuario del bogáish, el gubashka sagrado.
El recinto amurallado era inmenso y estaba lleno de tireóforos de diferentes especies. Penélope localizó enseguida la figura encorvada del tamudri entre ellos. Su vistosa capa naranja ondeaba cada vez que el anciano estiraba el brazo frente al morro del bogáish.
—Te he traÃdo los mejores, Vroslek, no me los rechaces —decÃa, ofreciéndole una enorme y jugosa bola de musgo. El dinosaurio se apartó. No querÃa comer—. Con lo que me cuesta ir a recogerlos al rÃo… ¡Desagradecido!
El tamudri golpeó a la criatura con su bastón, decorado con una bola de pinchos. El gran gubashka apenas lo notó, pero el movimiento fue demasiado brusco para el anciano, que se sacudió de dolor.
—¡Tamudri! —Penélope corrió hacia él—. ¿Está bien?
El anciano le dedicó una sonrisa y se sujetó al brazo que le ofrecÃa la exploradora.
—Solo es la e