INTRODUCCIÓN
Crisis económica en la Unión Soviética [...]. Guerra en el Golfo [...]. Caos en Yugoslavia [...]. Un golpe estalinista contra el lÃder soviético MijaÃl Gorbachov [...]. Movilización en todo el bloque oriental [...]. Invasión soviética de los Balcanes [...]. Occidente llama a filas a los reservistas y pone a la defensa civil en alerta máxima [...].
El 24 de febrero de 1989, al amanecer, miles de tanques del Pacto de Varsovia se adentran en Alemania Occidental desde el Báltico y alcanzan la frontera con Checoslovaquia. El ataque principal se produce en la llanura del norte de Alemania, con una ofensiva secundaria hacia Frankfurt. Al principio, las fuerzas armadas occidentales logran mantener bajo control al enemigo pese a la oleada de refugiados. Pero entonces el Kremlin recurre al uso de gas venenoso contra Gran Bretaña y Alemania septentrional. El 5 de marzo, las fuerzas aliadas empiezan a desmoronarse y la OTAN autoriza por primera vez el uso de armas nucleares tácticas. Sin dejarse amedrentar, los soviéticos intensifican sus ataques, asà que el 9 de marzo la OTAN inicia una segunda ofensiva nuclear, en esta ocasión masiva, con veinticinco bombas y misiles atómicos, un tercio de los cuales son lanzados desde Alemania Occidental. Los lÃderes soviéticos les pagan con la misma moneda y una tormenta atómica engulle buena parte de Alemania Occidental y Oriental. La radiación se propaga por toda Polonia, Checoslovaquia y HungrÃa [...].[1]
Por supuesto, eso no es lo que ocurrió en realidad. Es la trama de Wintex, un juego de guerra bianual de la OTAN. En la versión de 1989, Alemania se convertÃa en el escenario de una «guerra nuclear limitada», lo cual significaba la aniquilación instantánea de cientos de miles de alemanes y la contaminación radiactiva de todo el corazón histórico de Europa, que condenaba a millones más a una muerte lenta y agónica. Y, lo que era peor, acechaba el fantasma de que un conflicto nuclear localizado pudiera desencadenar la Tercera Guerra Mundial.
Incluso antes de que el juego de guerra comenzara, el relato de Wintex 89, campo de batalla Alemania fue filtrado a la prensa y se convirtió en una noticia sensacionalista en los medios de comunicación alemanes y soviéticos. El panorama que esbozaba la simulación era tan espantoso que Waldemar Schreckenberger (el miembro de la CancillerÃa elegido para ejercer de comandante en jefe, o Bundeskanzler übungshalber, durante el ejercicio militar mientras el verdadero canciller se dedicaba a los asuntos de gobierno cotidianos en Alemania Occidental) se negó a lanzar un segundo ataque para impedir la tragedia humana. A consecuencia de ello, Wintex 89 fue abortado de forma prematura. En el futuro no habrÃa más simulacros Wintex en la OTAN.
A comienzos de 1989, la plana mayor de la defensa europea seguÃa tomándose en serio la posibilidad de que el prolongado enfrentamiento entre las superpotencias culminara en un holocausto nuclear mundial. Sin embargo, pocos meses después el futuro de Europa parecÃa radicalmente distinto. La Guerra FrÃa tocó a su fin de manera rápida e inesperada, pero no de resultas de la gran explosión en cuyos ensayos las dos facciones armadas habÃan invertido tanto tiempo, dinero e ingenio.
El conflicto bélico entre el Este y el Oeste no llegó a producirse jamás. El desenlace de la Guerra FrÃa fue en buena medida un proceso pacÃfico a partir del cual se creó un nuevo orden global por medio de acuerdos internacionales a los que se llegó en medio de un espÃritu de cooperación sin precedentes. Los dos principales catalizadores del cambio fueron un nuevo lÃder ruso con una visión polÃtica diferente y las protestas populares en las calles de Europa del Este. El poder de la gente fue explosivo, pero no en un sentido militar; los manifestantes de 1989, que exigÃan democracia y reformas, desarmaron a gobiernos que parecÃan inexpugnables y, en una marea humana de viajeros y migrantes, abrieron el antaño impenetrable Telón de Acero. El momento que cristalizó como sÃmbolo del dramatismo de aquellos meses fue la caÃda del Muro de BerlÃn la noche del 9 de noviembre.
En 1989 todo parecÃa hallarse en un estado de transformación permanente. Las corrientes del cambio revolucionario se elevaban desde abajo mientras quienes ostentaban el poder intentaban llevar a cabo reformas polÃticas desde arriba.[2] La ideologÃa marxista-leninista del comunismo soviético, en su dÃa la arquitectura mental del bloque soviético, perdió credibilidad e influencia a espuertas. En aquel momento, la democracia capitalista liberal parecÃa la marejada del futuro; mientras el Este se embarcaba en una transformación a imagen y semejanza de Europa occidental, el mundo parecÃa emprender un camino de convergencia en torno a los valores estadounidenses. Se hablaba del «fin de la historia».[3]
Nada habÃa preparado a los lÃderes internacionales para un cambio tan rápido y universal. Durante décadas, habÃan jugado a simuladores de guerra como Wintex 89. Nunca habÃan formulado un escenario para una salida pacÃfica de la Guerra FrÃa. En el peor de los casos, únicamente contaban con una estrategia militar ficticia para sobrevivir al apocalipsis nuclear, y, en el mejor, con tácticas diplomáticas para gestionar una coexistencia intrincada y competitiva entre dos bloques antagónicos. DifÃcilmente podrÃan haber estado menos preparados para el desenlace que se produjo entre 1989 y 1991. Este libro analiza por qué un orden mundial duradero y en apariencia estable se vino abajo en 1989 y aborda el proceso mediante el cual se improvisó un nuevo orden a partir de sus ruinas.[4]
A fin de comprender los caminos y decisiones que tomaron, observo de cerca a hombres de Estado cruciales para ver cómo intentaron entender y controlar las nuevas fuerzas existentes en su mundo. Esos hombres (y una mujer) barajaron toda una serie de opciones a menudo contradictorias en un esfuerzo por gestionar los acontecimientos, imponer la estabilidad y evitar la guerra. A falta de hojas de ruta o proyectos comunes para un orden mundial futuro, se decantaron sobre todo por la cautela ante el desafÃo del cambio radical: utilizar y adaptar principios e instituciones que habÃan dado buenos resultados en Occidente durante la Guerra FrÃa. Sin duda aquello era una revolución diplomática, pero ejecutada, quizá paradójicamente, de manera conservadora.
Los lÃderes involucrados en todo ello eran un grupo reducido e interconectado. El triángulo de mayor relevancia para Europa estaba formado por la Unión Soviética, Estados Unidos y la República Federal de Alemania: en un nivel, los lÃderes polÃticos (MijaÃl Gorbachov, George H. W. Bush y Helmut Kohl);[5] en otro, sus ministros de Asuntos Exteriores: Eduard Shevardnadze, James Baker y Hans-Dietrich Genscher.[6] Fue en esos campos de fuerza donde cobró forma la Europa posterior a la Guerra FrÃa. En los márgenes habÃa dos figuras poderosas pero cada vez más aisladas: en Gran Bretaña Margaret Thatcher, que se oponÃa a una unificación rápida de Alemania, y en Francia el presidente François Mitterrand, que intervino a regañadientes con la condición de que una Alemania unificada fuera parte indiscutible de Europa.[7] Sus interacciones con Kohl, sobre todo en torno al proyecto de integración europea, constituÃan otro triángulo de poder polÃtico.[8]
Sin embargo, una de las afirmaciones fundamentales de mi libro es que no podemos comprender la Europa posterior al Muro sin tener en cuenta lo ocurrido en 1989 en el otro extremo del mundo. Bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, la República Popular China protagonizó una salida de la Guerra FrÃa radicalmente distinta y para siempre sinónimo de la matanza de la plaza de Tiananmén el 4 de junio.[9] La entrada gradual de China en la economÃa capitalista global se vio contrarrestada por la determinación de Deng de mantener el dominio ejercido por el Partido Comunista. Ese ejercicio de malabarismo, muy diferente de la absoluta pérdida de control que experimentó Gorbachov, situó a su paÃs en otra órbita. El poder popular que tan importante habÃa sido en Europa del Este no tuvo un equivalente allÃ. El «éxito» de China a la hora de aplastarlo tuvo grandes repercusiones que aún se dejan sentir en el mundo actual. Asà pues, la historia europea debe contextualizarse en otro triángulo mundial que es a su vez una continuación de la «tripolaridad» sino-soviético-estadounidense que estaba aflorando en los últimos estadios de la Guerra FrÃa.[10]
En su conjunto, la mayorÃa de los artÃfices del cambio formaban una cohorte perteneciente a la generación nacida entre 1924 y 1931, a excepción de Mitterrand (1916) y Deng (1904). Todos ellos estaban marcados por el recuerdo de un mundo que habÃa estado en guerra entre 1937 y 1945 y, por tanto, conocÃan bien la fragilidad de la paz. Cabe señalar que, en su mayorÃa (Kohl y Mitterrand fueron excepciones), también perdieron el poder entre 1990 y 1992, asà que nunca se vieron obligados a afrontar de forma prolongada, como lÃderes polÃticos en activo, los efectos colaterales de sus acciones.
Los tres primeros capÃtulos versan sobre las turbulencias de 1989, que coparon todos los titulares (la apertura del Telón de Acero en HungrÃa, el baño de sangre en la plaza de Tiananmén y la caÃda accidental del Muro), pero pongo el acento en lo que sucedió durante la estimulante, aunque alarmante, época posterior a los acontecimientos de BerlÃn y PekÃn. La esperanza de que la humanidad estuviera entrando en una nueva etapa de libertad y paz duraderas competÃa con la idea incipiente de que la estabilidad bipolar de la Guerra FrÃa estuviera dando paso a algo menos binario y más peligroso.[11]
El libro gira en torno a la historia de cómo el mundo se vio remodelado en 1990 y 1991 por una diplomacia conservadora que adaptó las instituciones de la Guerra FrÃa a una nueva era. Aunque el proceso fue encabezado por Occidente, y en particular por el presidente estadounidense George Bush, el lÃder soviético MijaÃl Gorbachov también se mostró dispuesto a participar a fin de reorientar la ideologÃa oficial de la Unión Soviética hacia los valores «comunes» que compartÃan sus ciudadanos con Occidente.[12] La reconciliación resultante culminó en una breve etapa de colaboración sin precedentes entre EE.UU. y la URSS. Su actitud cooperadora respecto de la invasión de Kuwait por parte de Irak en 1990 constituirÃa el eje de lo que el presidente estadounidense definió como el «nuevo orden mundial». La bipolaridad beligerante parecÃa estar dando paso a un planteamiento dual de la seguridad global, cimentado en la cooperación de las superpotencias en Naciones Unidas y guiado por la legalidad internacional.[13]
Bush y Gorbachov esperaban que ese nuevo modus vivendi pudiera ser la base de las relaciones internacionales después de la Guerra FrÃa. Estados Unidos era sin duda el socio más importante, pero la cooperación era real. La sociedad funcionaba pero era frágil, precisamente porque se centraba en exceso en la relación que mantenÃan los dos hombres en la cúspide de sus respectivos estados. Bush, Kohl y otros lÃderes occidentales se aferraron a MijaÃl Gorbachov en lugar de hacer frente a los problemas más profundos que afrontaba la moribunda Unión Soviética. A finales de 1991 la URSS se desintegró por completo, lo cual obligó a Bush a tomarse en serio a BorÃs Yeltsin, el hombre que llevaba las riendas de la Rusia postsoviética y que estaba teniendo dificultades para abordar el inmenso desafÃo de la transición de su paÃs a la democracia capitalista.[14] Esa nueva sacudida en la geopolÃtica mundial, que no solo afectó a Europa sino también a Asia, obligó a Bush a reconsiderar su planteamiento dual.
Una vez desaparecida la Unión Soviética y convertida la bipolaridad en algo del pasado, Estados Unidos estaba presionando con renovada urgencia a favor de la creación de un sistema de libre comercio verdaderamente global en el que dicho paÃs fuera el lÃder. Destinada a sustituir el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) de 1947, que ya no parecÃa adecuado para las dinámicas de la economÃa globalizada, la nueva Organización Mundial del Comercio debÃa incorporar a dos grandes actores como eran Rusia y China a medida que abandonaban sus respectivas economÃas dirigidas, o «planes», y ofrecer más apoyo a los paÃses en vÃas de desarrollo. Sin embargo, Estados Unidos no era el único que pretendÃa reubicarse en la ofensiva económica global. Japón, con su prodigiosa economÃa, se postulaba como la próxima potencia hegemónica del «siglo del PacÃfico», cuyo peso económico llenarÃa el vacÃo geopolÃtico provocado por la caÃda de la Unión Soviética. Los lÃderes de la China comunista tenÃan sus propias ambiciones. El régimen sobrevivió al «incidente de Tiananmén», consolidó su dominio en el paÃs y prosperó tras lo sucedido en la plaza pequinesa; con el paso del tiempo, esto serÃa mucho más importante, tanto económica como geoestratégicamente, que el falso amanecer del Sol naciente.[15]
En Europa, la paz y la estabilidad de posguerra también empezaron a peligrar en 1991, cuando Yugoslavia se vio envuelta en una guerra genocida. Un sistema gubernamental balcánico en su dÃa firme se fracturó en pequeños estados enfrentados, lo cual provocó movimientos masivos de refugiados. Estas nuevas guerras balcánicas no desencadenaron una conflagración europea ni mundial como en 1914, pero los lÃderes internacionales tuvieron problemas para sofocar las llamas.[16]
La desintegración de Yugoslavia también despertó el temor a lo que Gorbachov denominó en 1991 la «balcanización» de la Unión Soviética.[17] Por un tiempo pareció que la lucha de poderes entre Moscú y Kiev por territorios de Ucrania y Crimea fuera a desembocar en una guerra. En 1992 estallaron disputas y enfrentamientos por la propiedad de la flota del mar Negro y algunos puertos estratégicos, el derecho de Rusia a establecer bases del ejército y el uso de instalaciones militares ucranianas. Y Washington se mostraba especialmente inquieto por el destino del arsenal nuclear soviético, ahora repartido entre Rusia y tres repúblicas postsoviéticas recientemente independizadas.
La caÃda del poder soviético permitió a antiguos paÃses satélite de todo el mundo reivindicarse como estados «renegados». Incluso después de la guerra de Kuwait, librada entre 1990 y 1991, el problema del Irak de Sadam Husein seguÃa por resolver, y la Corea del Norte de Kim Il-sung, con su programa secreto de armas nucleares, se convirtió en un quebradero de cabeza especialmente molesto.[18] Esa es la razón por la que los dos últimos capÃtulos de Después del Muro están dedicados a acontecimientos mundiales que tuvieron lugar en 1992, un año prácticamente ignorado en la mayorÃa de las crónicas del final de la Guerra FrÃa y en el que afloraron problemas que aún nos acompañan en el siglo XXI. A pesar del triunfalismo prematuro de algunos comentaristas, la Guerra FrÃa no terminó simplemente con la victoria de Estados Unidos sobre la Unión Soviética, y el mundo no fue reconstruido a imagen y semejanza del paÃs norteamericano.[19]
En ningún caso propició la diplomacia internacional cambios tan rápidos e impresionantes como en el caso de la unificación de Alemania. La cuestión alemana planteaba un desafÃo enorme debido al problemático lugar que ocupaba el paÃs en Europa, a su protagonismo en los orÃgenes de las dos guerras mundiales y a su posterior condición de cabina de mando de la Guerra FrÃa. En las negociaciones para la unificación de Alemania se conservaron, se modificaron y a la postre se ampliaron dos alianzas clave en Occidente durante la Guerra FrÃa (la OTAN y la Comunidad Europea) para incluir a los estados de Europa central y oriental.[20]
Por tanto, las medidas adoptadas para estabilizar la Europa posterior al Muro tuvieron un carácter eminentemente conservador, en el sentido de que utilizaron instituciones y estructuras occidentales ya existentes en lugar de diseñar otras nuevas para satisfacer las exigencias de una nueva era. Pese a los esfuerzos de algunos hombres de Estado europeos (en especial Genscher, Gorbachov y Mitterrand) entre 1989 y 1991, no se creó una arquitectura paneuropea que abarcara las dos mitades del continente e incorporara a Rusia en una estructura de seguridad común. La Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE) celebrada en Helsinki en 1975 tenÃa potencial para convertirse en una estructura de esa Ãndole, pero nunca llegó a ser una organización de seguridad operativa. La realidad polÃtica después del Muro (en la que Estados Unidos habÃa de seguir siendo una «potencia europea») conspiró contra esos caminos paneuropeos, y los atractivos de un Viejo Continente reunificado bajo la tutela de una Unión Europea cada vez más cercana y protegido por una OTAN reinventada eran demasiado tentadores.[21]
Debido a ello, la asimetrÃa entre el Este y el Oeste fue acrecentándose a medida que los fragmentos retorcidos de lo que habÃa sido el orden de la Guerra FrÃa se transformaban en un armazón cada vez más grande dominado por Occidente. El desequilibrio resultante serÃa intolerable para BorÃs Yeltsin y VladÃmir Putin, los sucesores de Gorbachov. Rusia, un estado residual marginado, aunque todavÃa poderoso y consciente de su estatus, quedó relegado a lamerse las heridas en la periferia de la nueva Europa. TodavÃa estamos lidiando con las consecuencias de ello.[22]
Esta relectura del periodo que va de 1989 a 1992 hace uso de material de archivo en varios idiomas y procedente de ambos lados del antiguo Telón de Acero. Después del Muro se apoya sobre todo en documentos ignorados o recientemente desclasificados, desde memorándums y registros de conversaciones hasta cartas personales e informes de espionaje pertenecientes a los archivos nacionales, presidenciales y del Ministerio de Asuntos Exteriores de Estados Unidos, la Unión Soviética (Rusia), Alemania, Gran Bretaña, Francia y Estonia. Otros recursos importantes incluyen el Archivo de Seguridad Nacional, el Archivo Digital del Centro Woodrow Wilson y el Proyecto Internacional de Historia de la Guerra FrÃa de Washington D. C., con sus abundantes informes electrónicos y colecciones documentales provenientes de Occidente, Europa del Este, Rusia y China (incluido material del partido y del Politburó). Otras fuentes primarias incluyen diarios y documentos privados de los lÃderes y sus asesores y numerosas memorias de actores clave.[23]
Después del Muro combina la reconstrucción granular de los episodios trascendentales con el estudio sinóptico de los cambios macrohistóricos. Comprender adecuadamente esta etapa de transiciones nos exige adoptar una perspectiva artificial desde la que analizar los acontecimientos «por encima» de la confusión que los caracterizaba. Sin embargo, un análisis satisfactorio también debe dar cabida a las crónicas en las que los protagonistas intentaban comprender su mundo y justificar sus acciones. Al fin y al cabo, la historia de lo ocurrido en esos años fue «coescrita» por sus protagonistas. Nunca fueron personajes de un relato ajeno, sino creadores de la historia poderosos, si bien imperfectos, por derecho propio.
En 1995 el presidente alemán Roman Herzog describió su etapa como «una época que todavÃa no tiene nombre».[24] Veinticinco años después su aforismo apenas ha perdido relevancia, ya que los rasgos distintivos de la etapa posterior a la Guerra FrÃa siguen siendo difÃciles de discernir. Algunos podrÃan decir, ahora que 1989 se desvanece en el pasado, que el argumento dominante debe ser económico, lo cual nos llevarÃa desde la caÃda del sistema financiero de Bretton Woods en los años setenta hasta la crisis de 2008.[25] Pero, a mi juicio, un análisis más profundo de esos «años bisagra» de 1989-1992 ayuda a entender el orden geopolÃtico subyacente en el que tienen lugar las turbulencias del capitalismo global. Y es ese orden el que ahora se ve amenazado.
Los logros de los gestores conservadores fueron impresionantes; por encima de todo, estabilizaron Europa central durante un periodo de rápidos cambios geopolÃticos. Con todo, la confianza (principalmente norteamericana) en que el mundo convergerÃa hacia los valores de Estados Unidos y un orden global cada vez más centralizado en Washington no ha resistido el paso del tiempo. La idea de que una Rusia agraviada pero renacida[26] o la República Popular China (siempre siguiendo su propia brújula)[27] aceptaran un estatus subordinado en un mundo unipolar se antoja ahora absolutamente ingenua.[28] Y la Europa del Tratado de Maastricht no consiguió generar la visión y la energÃa necesarias para moldear un continente completo, libre y dinámico. La Unión Europea se vio coartada por su lealtad a dogmas forjados después de 1945 y por la ausencia crónica de un poder polÃtico y militar independientes.
La nueva Unión Europea de 1992 se apropió de la lógica de la trayectoria de Alemania Occidental durante la posguerra. La República Federal habÃa renunciado hacÃa mucho a las pretensiones históricas de Alemania como potencia militar. La integración europea se concibió en la década de 1950 como un proyecto de paz francogermano construido en torno a la prosperidad económica y las medidas sociales. Cuando, en los años noventa, la UE se disponÃa a cosechar los dividendos de la paz posterior a la Guerra FrÃa, se veÃa a sà misma, al igual que Alemania, no como un modelo de poder militar, sino civil.[29]
Ello representaba una interpretación lineal del futuro después del Muro que extrapolaba la unificación pacÃfica de Alemania al plano europeo. Pero la verosimilitud de este sueño conciliador ha sido puesta en duda por el auge del populismo, el nacionalismo y el iliberalismo en la década de 2010; el «Brexit» ha sacudido la creencia esencial de que el proyecto de integración europea es irreversible y el presidente estadounidense Donald Trump ha debilitado la presunta indestructibilidad de la alianza transatlántica. La visión estadounidense de una «comunidad global de naciones»,[30] un orden basado en la ley internacional, los valores liberales, el uso limitado de la fuerza y una autoridad internacional de arbitraje legÃtima, parece una utopÃa en este momento.[31] La vieja rivalidad entre potencias ha vuelto con fuerza, y las tradicionales verdades occidentales de la democracia y el libre comercio están siendo cuestionadas en todo el mundo, sobre todo por Rusia y China, pero también por el propio Estados Unidos.
Las deficiencias del acuerdo internacional que puso fin a la Guerra FrÃa resultan ahora obvias. Conflictos enquistados, la revocación de los acuerdos de control armamentÃstico, la esclerosis de las instituciones internacionales, la aparición de poderosos regÃmenes autoritarios y la amenaza de la proliferación nuclear; estas son solo algunas de las consecuencias imprevistas de los fallos de diseño de un nuevo orden improvisado con gran premura e ingenuidad por los gestores de los asuntos mundiales entre 1989 y 1992.[32] Por eso, ahora más que nunca, debemos comprender sus orÃgenes y su accidentado nacimiento.
1
REINVENTAR EL COMUNISMO: RUSIA Y CHINA
CorrÃa el 7 de diciembre de 1988. Aquella noche Manhattan era un hervidero. Miles de neoyorquinos y turistas llenaban las calles, vitoreando, saludando y levantando el pulgar detrás de las vallas policiales cuando MijaÃl Gorbachov recorrió Broadway en un convoy de cuarenta y siete vehÃculos. De repente, delante del Winter Garden Theater, donde programaban el musical Cats, Gorbachov ordenó que detuvieran la limusina y él y Raisa, su mujer, se apearon sonrientes y se hicieron fotos. El lÃder soviético fue inmortalizado debajo de un gran neón de Coca-Cola levantando triunfalmente el puño al más puro estilo Robert «Rocky» Balboa.
Gorbachov estaba deleitándose en la adulación estadounidense. Una manzana más al sur, en mitad de Times Square, la meca del capitalismo mundial, la cartelera electrónica mostraba una hoz y un martillo rojos con el mensaje: «Bienvenido, secretario general Gorbachov». Puede que aún fuera un comunista de corazón y el lÃder de la superpotencia rival de Estados Unidos, pero, aquella noche, en Nueva York «Gorbi» era una superestrella presentada sobre todo como un pacificador. De hecho, durante casi toda su estancia en Manhattan, el lÃder soviético interactuó con famosos, multimillonarios y personalidades de la alta sociedad en lugar de codearse con el proletariado estadounidense.[33]
Una de las visitas previstas era a la Trump Tower. El constructor Donald Trump no veÃa el momento de llevar a la señora Gorbachov a las ostentosas tiendas del marmóreo patio interior de su torre. También ansiaba enseñar a los Gorbachov una suite de la planta dieciséis con una piscina, según afirmaba, «prácticamente de medidas reglamentarias en los confines de un apartamento» y, por supuesto, su opulento domicilio de diecinueve millones de dólares en la planta sesenta y ocho. Trump dijo que querÃa que se llevaran «una buena impresión» de Nueva York y Estados Unidos y que esperaba que les pareciera «especial». Al final, el itinerario de Gorbachov fue modificado y la Trump Tower se cayó de la lista. Sin embargo, aquella tarde, cuando un hombre parecido a Gorbachov fue visto paseando por delante de Tiffany’s y enfilando la Quinta Avenida seguido de una horda de equipos de televisión que atraÃan a grandes multitudes, Trump y sus guardaespaldas salieron a toda prisa de su despacho creyendo que el lÃder soviético habÃa cambiado de parecer y querÃa ver su templo al consumismo. Cuando llegó a la acera, el magnate estrechó con entusiasmo la mano del falso Gorbachov.
«GorbimanÃa» en Manhattan.
«GorbimanÃa» en Manhattan, 7 de diciembre de 1988 (Richard Drew/AP/Shutterstock).
El verdadero estaba aislado dentro de la delegación soviética. Al verse descubierto, Trump aseguró a los periodistas que era consciente de la artimaña y declaró: «Miré en la parte trasera de la limusina y vi a cuatro mujeres atractivas. SabÃa que su sociedad no habÃa llegado tan lejos en cuanto a decadencia capitalista». Sin duda MijaÃl Gorbachov no compartÃa el ideal de decadencia de Donald Trump. No obstante, era obvio que le fascinaba la economÃa de mercado. El testigo Joe Peters opinaba: «[Gorbachov] aprenderá todos nuestros trucos capitalistas y se convertirá en el Donald Trumpski de la Unión Soviética».[34]
La expectación era palpable. Aquella misma mañana, Gorbachov habÃa cosechado el que tal vez fuera su mayor triunfo internacional hasta la fecha. En Naciones Unidas habÃa pronunciado un discurso verdaderamente asombroso que serÃa crucial para la polÃtica exterior soviética del futuro y para el rumbo de la polÃtica mundial. Su intención era ofrecer una alocución que fuera «justo lo contrario» del tristemente célebre alegato de Winston Churchill sobre el Telón de Acero en 1946.
Durante una hora, el lÃder soviético dejó caer toda una serie de bombas sobre cuestiones polÃticas concretas. Lo más sor