Barcelona, 22 de diciembre de 2013
«Tu padre se muere. Ha venido el médico y ha dicho que no pasará de veinticuatro horas.» Entre incrédulo y aliviado, colgué el teléfono mientras la voz entera de mi madre todavÃa resonaba resignada en mi cabeza. A medio asearme, me vestà tan rápido como pude mientras pensaba que el momento para el que todos nos habÃamos estado preparando durante los últimos años finalmente habÃa llegado. Todos sabÃamos que aquello, antes o después, era lo que tenÃa que ocurrir, pero ahora, cuando estaba a punto de pasar, me parecÃa casi imposible que pudiera suceder. Imposible. Aturdido, bajé las escaleras de casa corriendo y me metà en el coche.
Domingo. Calles semidesiertas a aquella primera hora de la mañana. Después de toda una noche de trabajo, las agotadas luces navideñas que adornaban las calles pasaban como una exhalación sobre mi parabrisas. En apenas cinco minutos habÃa llegado a casa de mis padres. Un récord. Subiendo por el ascensor miraba los números de los distintos pisos iluminarse. ParecÃa que nunca fuera a llegar. Miraba los números y los contaba de forma mecánica, como si no tuviese otra cosa en que pensar. Al salir al rellano oà una respiración. Era la respiración de mi padre. Lejana. Me detuve a escucharla antes de abrir la puerta. Sonaba rÃtmica, a veces sincopada, pero decididamente obstinada. Abrà la puerta y su aliento se hizo más fuerte. A cada paso que daba para acercarme a su habitación, sonaba más y más fuerte. ParecÃa casi imposible que aquel jadeo pudiera seguir subiendo de volumen, pero asà era. Cada vez más y más fuerte, más y más rÃtmico, más y más obstinado.
El doctor Alois Alzheimer fue el primero en atender a Auguste Deter. Su marido, Karl, un trabajador del ferrocarril alemán, no sabÃa qué hacer con ella. Con sólo cincuenta y un años de edad, Auguste mostraba signos de demencia muy extraños. Karl no sabÃa cómo afrontar la situación. Simplemente no sabÃa qué hacer. Estaba desbordado y nadie parecÃa saber lo que le pasaba a su mujer. Desesperado, el 25 de noviembre de 1901 la ingresó en una institución mental de Frankfurt conocida por sus habitantes como Irrenschloss (El castillo de los locos).
Auguste Deter parecÃa incapaz de responder adecuadamente a ninguna de las elementales preguntas que el doctor Alzheimer le formulaba. ParecÃa no recordar su nombre ni el de su marido. ParecÃa no saber dónde estaba ni por qué. ParecÃa no saber contar ni conocer los números. Ni siquiera entendÃa lo que acababa de comer ese mismo dÃa. Era como si lo hubiera olvidado todo. Confundida, sólo alcanzaba a recordar algunas palabras para balbucear de forma mecánica, «Ich habe mich verloren» (me he perdido a mà misma), una construcción sintáctica extraña, que denotaba que la paciente ya no era siquiera capaz de usar y articular el lenguaje de un modo correcto.
Un año más tarde, el doctor Alzheimer dejó la institución mental de Frankfurt para ir a trabajar a Heidelberg, primero, y a Múnich, después. A pesar de la distancia el psiquiatra no dejó nunca de interesarse por el estado de Auguste. Hasta que el 9 de abril de 1906 el neurólogo recibió una llamada de Frankfurt informándole de que Auguste