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Café con sangre
«Tienes el cadáver de un dios en el maletero.»
Leà por tercera vez el mensaje. Era un mensaje claro y directo, escrito a bolÃgrafo en mi brazo izquierdo. Era mi letra, apresurada y temblorosa, pero a fin de cuentas mi letra, no habÃa duda. También era mi brazo, de eso habÃa todavÃa menos duda. Pero, a pesar de todo, no me resultaba en absoluto familiar.
Incómoda en mi taburete, arqueé la espalda hasta que me pareció oÃr un par de vértebras recolocarse. HabÃa parado tras varias horas conduciendo, algo que notaba en mi espalda, pero ahora mismo no era capaz de recordar de dónde venÃa ni cuál era mi destino. Apuré el café, que ya estaba frÃo. Su sabor me advirtió de que estaba en la cafeterÃa de un área de servicio de alguna autopista y no en un sitio donde supiesen a qué debe saber el café: invitaba a pensar que para hacerlo habÃan filtrado el asfalto sobrante de la carretera. El cruasán que tenÃa al lado y que no recordaba haber mordido parecÃa estar hecho de caucho. Un vistazo al resto de las opciones del menú no permitÃa descartar que también los hubiesen obtenido de algún accidente múltiple reciente. Menos la carne del lomo, cuyo color oscuro y desagradable indicaba que era de todo menos reciente.
Ah. SÃ. El cadáver del dios. Mi maletero.
Entrecerré los ojos e intenté concentrarme, pero algo en mi cabeza no solo me impedÃa hacer memoria, sino que además no me dejaba pensar con claridad. Mi mente divagaba, y los pensamientos intentaban aferrarse a las paredes de mi cerebro sin conseguirlo.
Llevaba horas conduciendo. Por encima de la neblina que era mi memoria, parecÃa destacarse esa idea, quizá ayudada por el cansancio de mi espalda, que claramente indicaba que habÃa estado demasiado tiempo al volante. El dolor era leve pero constante. TenÃa que cuidar la postura o irÃa a más. A lo mejor una sesión de masaje… ¿A quién pretendÃa engañar? Nunca tenÃa tiempo ni dinero para ese tipo de cosas. Trabajos mal pagados, algún caso que otro un poco más interesante, pero lo justo para llegar a fin de mes. Cualquiera dirÃa que por lo especializado de mi profesión deberÃa bañarme en billetes de esos que solo se ven en las noticias, pero ahora ni siquiera sabÃa si tenÃa las monedas suficientes para pagar el café con aroma a feldespato que acababa de tomar.
Mientras aún intentaba aclararme la cabeza, hurgué en mi chaqueta y en mis vaqueros buscando mi cartera, la cual parecÃa inusualmente gruesa. Cuatrocientos euros en billetes de cincuenta aparecieron dentro de ella, lo que me produjo una más que agradable sorpresa. A su lado, un bolÃgrafo. Era azul, como la tinta del mensaje en mi brazo.
Ah. Joder. El cadáver.
Estaba claro que el cansancio estaba afectando a mi capacidad de concentración. Quizá deberÃa tomarme otro café, a pesar de su artificial y repugnante sabor. En especial, si mi plan consistÃa en seguir conduciendo…
Dudé varios segundos. ¿Mi plan? ¿Seguir conduciendo? ¿Hacia dónde? No era capaz de recordar a dónde iba. Tampoco de dónde venÃa. Pensé un poco más y, entonces, me di cuenta de que ni tan siquiera sabÃa dónde me encontraba en ese instante. La opción más sencilla era preguntar, asà que busqué al camarero de expresión más amable entre los cuatro que atendÃan la barra. Tras varios segundos de escrutinio, opté finalmente por mirar el GPS de mi teléfono.
La marca en el mapa empezó a bailar, y mi móvil tuvo una crisis existencial hasta que al fin logró encontrarse a sà mismo. La pantalla comenzó a moverse y recorrió un gran trozo de penÃnsula, hasta que se detuvo cerca de Burgos. ¿Burgos? ¿Qué podrÃa estar haciendo yo en Burgos? Conozco a alguien aquÃ, recordé: Antón. ¿Antón? ¿Por qué iba a querer ver a un forense a estas horas de la noche? Además, para colmo a uno que es…
Oh. Hostias. El cadáver.
Me levanté de mi taburete y saqué cinco euros de la cartera. Quizá fuese la euforia producida por el hecho de que habÃa cuatrocientos inesperados compañeros suyos en mi cartera, pero miré al camarero más cercano y le dije con mi mejor sonrisa:
—Quédese con la vuelta.
—Son cinco euros con treinta —respondió este al mirar mi café y mi cruasán mordisqueado.
Me quedé inmóvil asimilando la información. De verdad, odio las cafeterÃas de las autopistas.
Saqué cincuenta céntimos más de la cartera y, tras dejarlos en la barra, di media vuelta. El cadáver de un dios me esperaba en el maletero, y aún no habÃa sido capaz de recordar qué hacÃa ahÃ, asà que empecé a caminar a paso ligero.
Después de dos pasos dejé de avanzar, di media vuelta de nuevo y me volvà a apoyar en la barra. Esperé con paciencia mi cambio de veinte céntimos y cuando el camarero finalmente me los dio, intercambiamos sonrisas con la efusividad de quien intercambia puñetazos.
Cogà las monedas y me quedé observándolo mientras volvÃa a su puesto detrás de los bocatas. Le dediqué una pequeñ