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Cerca de Falkirk, Escocia, primavera de 1607
—¿Te estás arrepintiendo?
Flora MacLeod dejó de mirar por la ventana y dirigió su mirada al hombre que se encontraba sentado frente a ella en la oscuridad. Nunca se arrepentÃa de sus decisiones y, puesto que en aquella ocasión era demasiado tarde para cambiar de opinión, pensó que aquello era algo bueno. No, cuando tomaba una decisión la mantenÃa, y ni un pequeño ejército serÃa capaz de hacer que cambiara de idea. En lo que se referÃa a su matrimonio sucedÃa lo mismo.
—No digas tonterÃas —replicó—. No podrÃa ser más feliz. Sin embargo, estaba claro que el que estaba a punto de convertirse en su marido, William, lord Murray, hijo del recién nombrado conde de Tullibardine, no la creÃa.
—¿Feliz? No te habÃa visto tan callada en meses. —Se interrumpió—. Sabes que no es demasiado tarde para que te eches atrás.
Pero lo era. HabÃa tomado aquella decisión en el mismo momento en el que habÃa salido a hurtadillas de Holyrood House y se habÃa subido al carruaje que la estaba esperando.
—No quiero echarme atrás. —Pero la vehemencia que pretendÃa dar a aquellas palabras desapareció cuando su voz comenzó a vibrar a causa del traqueteo del carruaje. Un carruaje que luchaba por mantenerse estable por aquel accidentado camino. Se sujetó lo mejor que pudo al asiento cuando pasaron sobre otro bache para evitar estrellarse contra las paredes de lustrosa madera del carruaje. Pero sabÃa que era una batalla que perderÃa antes de que acabase el dÃa porque el camino desde Edimburgo no hacÃa más que empeorar a medida que se acercaba a la iglesia de Falkirk.
—Quizá sà que, después de todo, hubiese sido mejor venir cabalgando —aventuró. A causa de la insistencia de lord Murray habÃan tomado el carruaje, lujoso pero poco práctico para el camino que se dirigÃa hacÃa el lÃmite con las Highlands.
—No tienes por qué preocuparte. Estamos perfectamente a salvo. Mi cochero es excelente. —William intentó devolverle el bolsito que se le habÃa caÃdo, pero a Flora se le escapó de las manos y aterrizó de nuevo en el suelo—. Nunca imaginé que llegarÃa a ver el dÃa en que Flora MacLeod se pusiera nerviosa.
Se dibujó una mueca en sus labios.
—Quizá sà que estoy un poco preocupada, pero es que
nunca habÃa hecho algo asÃ.
Le dio una palmadita en la mano en señal amistosa. —Espero que no, pero no tienes que preocuparte, todo está arreglado. No tardaremos mucho.
Apoyó la espalda contra el asiento e intentó relajarse. Si todo transcurrÃa según lo planeado, en unas cuantas horas se convertirÃa en lady Murray. Lord Murray, o William, se recordó, habÃa encontrado un pastor para que oficiase la ceremonia de matrimonio clandestinamente, sin publicar los edictos. Cada hombre tiene un precio, y para el pastor de la iglesia de Saint Mary resultó ser un barril de buen clarete valorado en quinientos marcos. Más que suficiente para aliviar el duro golpe que supondrÃa una sanción por haber llevado a cabo aquella ceremonia de un modo irregular.
Pero aquella ceremonia clandestina era la única alternativa que tenÃa Flora. No podÃa arriesgarse a que alguno de sus hermanos, o su poderoso primo, se enterasen de su plan e intentasen detenerla.
Si tenÃa que casarse, pensó amargamente, serÃa con el hombre que ella eligiese.
Maldijo su suerte por haberla puesto en aquella situación. No tenÃa ninguna intención de casarse, pero tenÃa la gran desgracia de ser la hermanastra no de uno, sino de dos poderosos jefes de las Highlands. Y por si aquello no fuera suficiente, su primo era el highlander más influyente de Escocia. Pero ella, el «trofeo nupcial», como solÃan denominarla haciéndola enfurecer, habrÃa preferido no casarse. Para ella el matrimonio no era sino una fuente de desdichas.
El sufrimiento de su madre estaba aún demasiado fresco en la mente de Flora.
Pero la única cosa peor que casarse era que la obligaran a casarse. Asà que, para evitar que eso ocurriera, habÃa decidido tomar cartas en el asunto atravesando a toda velocidad la región en busca de un pastor de dudosa reputación en una iglesia apartada, donde no pudieran reconocerla.
Miró de reojo al hombre sentado frente a ella. Incluso en la oscuridad del carruaje podÃa ver el brillo plateado de su cabello rubio cayendo sobre su cara, que solo podÃa describirse como sublime. Pero aunque él era sin duda agradable a la vista, no era su aspecto lo que la habÃa llevado a aceptar su propuesta de matrimonio, como tampoco su buen juicio o su inteligencia, que poseÃa en abundancia, sino precisamente el hecho de que William gozase de riquezas, poder y posición, y no necesitase los de ella. Asà que ella no tenÃa ninguna necesidad de cuestionarse otros motivos que no fueran los que él habÃa expuesto: que se trataba de una unión entre amigos de la que ambos se beneficiarÃan.
A eso habÃa que añadir la ventaja de que él no parecÃa estar particularmente interesado en la polÃtica de las Highlands, porque Flora ya se habÃa cansado de oÃr hablar de ese asunto. En ese sentido, la hija habÃa aprendido muy bien la lección de su madre. Antes se casarÃa con un sapo que con un highlander.
Y la verdad es que lord Murray era infinitamente más atractivo que un sapo.
—Y tú, William, ¿te arrepientes?
—En absoluto.
—¿No te preocupa lo que ocurrirá cuando descubran
que...?
—¿Por eso estás as� —Le tomó una mano y se la apretó en un gesto tranquilizador—. Has escrito las cartas, ¿verdad?
Ella asintió. Una de las cosas buenas que tenÃa tener tantos parientes era que podÃa decir que estaba con cualquiera de ellos, aunque no fuera verdad, sin que los demás se enterasen. Por fortuna, la única persona que podÃa hacer preguntas sobre su paradero era su prima, Elizabeth Campbell, que en aquellos momentos se encontraba en Skye ayudando en el nacimiento del último sobrino de Flora. Se trataba del segundo hijo que habÃan tenido después de muchos años su hermanastro Alex y su mujer Meg, a la que todavÃa no conocÃa, porque el año que Meg estuvo en la corte, la madre de Flora se encontraba demasiado enferma para viajar.
—Entonces no hay ningún motivo para suponer que lo descubrirán —dijo William con seguridad—. Y gracias a tu disfraz nadie se