El hombre al que todos llamaban Carlos sabÃa que el mar helado que contemplaba era únicamente la imagen de un sueño, que poco a poco iba apagándose, y sabÃa también —porque se lo recordaba una de las voces de su conciencia— que debÃa levantarse del sofá donde estaba echado y acudir cuanto antes al salón del hotel para ver allà el partido de fútbol que a las nueve de aquel dÃa, 28 de junio de 1982, iban a jugar las selecciones de Polonia y Bélgica. Pero el mar que veÃa en su sueño atraÃa a la zona de su cerebro que seguÃa ajena a los dictados de su conciencia, y esa zona libre le sugerÃa no abrir los ojos, no moverse, no despertarse del todo, disfrutar de la agradable sensación de caÃda que se iba apoderando de él y que le convertÃa en una roca abocada a chocar con la capa de hielo y desaparecer bajo las aguas. Sin embargo, al final no hubo contacto con el mar. Se acercó, sÃ, hasta el extremo de ver algunos peces envueltos en vapor y nadando por entre las brechas del hielo, pero inmediatamente después las imágenes de su sueño cambiaron, y la roca se convirtió en un gran murciélago que sobrevolaba aquel mar, un mar que ahora, desde una mayor altura, parecÃa una planicie blanca.
Se arrellanó en el sofá y se acomodó de espaldas a una ventana en la que todavÃa daba el sol. No querÃa despertarse, querÃa retener las imágenes del sueño y ser fugazmente aquel gran murciélago, experimentar por un instante la ingravidez y la impresión de no ser él mismo. Además, aquel deseo suyo se veÃa reforzado por la música de una orquesta que, sonando en algún punto remoto de la planicie blanca, añadÃa dulzura a aquellas imágenes ya de por sà dulces.
Su deseo no se cumplió. Sobre la música de la orquesta se impuso la pregunta que una mujer dirigÃa a un paleontólogo llamado Ruiz Arregui, y ese detalle —los apellidos vascos le llamaban la atención desde que vivÃa en Barcelona— le hizo abrir los ojos y volver a la realidad. Vio ante sà un televisor de dieciséis pulgadas, y en la pantalla un joven de gafas, el paleontólogo, respondiendo a la presentadora del programa:
«No, por supuesto. Ya sabe usted que es imposible que existieran pterodáctilos en la costa vasca. Y además, en caso de haber existido, no hubiesen podido volar, porque esos saurios, como todos los saurios actuales, eran poiquilotermos, es decir, que no eran capaces de regular su temperatura corporal. ¿Qué significa esto? Pues que hubieran permanecido aletargados entre los hielos y que de ninguna manera hubiesen podido volar.» «SÃ, es cierto —admitió la presentadora sonriendo—. No podÃa haber pterodáctilos en la época que hoy estamos considerando, ya que esos saurios desaparecieron de la superficie terrestre muchos millones de años antes. Y tampoco ha sido muy acertado el calificativo de murciélagos que yo les he dado antes, ya que en absoluto se trata de un pájaro, sino de un reptil. Asà que, resumiendo, esto es lo que deben recordar los amigos que ahora mismo están al otro lado de la pantalla: que el pterodáctilo era un reptil, un saurio, y que desapareció de la faz de la Tierra muchÃsimo antes de que el hombre empezara a vivir en cuevas».
Se trataba de un programa de divulgación cultural, y tanto a la presentadora como al paleontólogo les costaba mantener una conversación fluida. Algo decepcionado al conocer el origen trivial de su sueño, Carlos miró el reloj. Faltaba media hora para las nueve; media hora, también, para que comenzara el partido que Boniek, Lato y sus compañeros iban a disputar contra los belgas. Lo transmitÃan por la otra cadena.
«Actualmente Boniek es una personalidad en el mundo del fútbol», leyó Carlos en el periódico deportivo tirado sobre la alfombra. Sus ojos habÃan tropezado con el artÃculo nada más abandonar la pantalla. «Se le valora enormemente, se le aprecia y, como hemos tenido ocasión de comprobar en Barcelona, se le idolatra. Además, sus compañeros de equipo le tienen mucho respeto, pues en Polonia nadie olvida su gesto a favor del portero Mlynarczyk el dÃa en que éste se presentó en el aeropuerto de Varsovia completamente embriagado. Los directivos de la Federación quisieron impedir que Mlynarczyk hiciera el viaje, pero Boniek amenazó con que en tal caso él tampoco cogerÃa el avión, y todo acabó arreglándose.»
Sus ojos volvieron a moverse, esta vez hacia un periódico de información general que también estaba sobre la alfombra. «Angustiosa situación de los palestinos de Beirut. ETA niega haber colocado la bomba que hirió gravemente a un niño», leyó entonces. Eran las noticias más destacadas.
Aunque los dÃas verdaderamente calurosos del verano todavÃa quedaban lejos, la temperatura del apartamento era superior a los veinticinco grados. Sin levantarse del sofá, Carlos estiró los brazos y abrió la ventana. Después, cuando consiguió que la brisa de la tarde le diera de lleno en la cara, volvió a quedarse completamente quieto, como quien tiene dolor de cabeza y teme el menor movimiento: no querÃa pensar, no querÃa que la impresión producida por las imágenes del sueño se disipara ante la llegada de las nuevas imágenes que, tras la lectura de los titulares del periódico, pugnaban por tomar forma en su cerebro. AsÃ, cerró los ojos y se concentró en el estridor que le llegaba desde el otro lado de la ventana; un sonido regular y metálico, el eterno sonido de unos insectos que parecÃan estar allà desde siempre y para siempre. A él le gustaba que, efectivamente, estuviesen allÃ, lo mismo que le gustaba que los hijos del cocinero sacaran sus Montesas o sus Derbys de montaña y se pusieran a dar vueltas por los alrededores del hotel sin preocuparse de poner sordina a los tubos de escape. Todos los ruidos monótonos le tranquilizaban. Más aún, se dormÃa escuchándolos. Sin embargo, aquel dÃa eso no era posible, no podÃa abandonarse al deseo de dormir. TenÃa que despejarse y bajar al salón del hotel para cumplir su compromiso de ver el partido con el resto de los socios y de los empleados del hotel.
Con la indolencia propia de quien acaba de despertarse, Carlos se dejó llevar por el sonido de los insectos. SÃ, la regularidad era agradable, y beneficiosa además para la vida; no sólo para la vida fÃsica, para el buen funcionamiento del estómago y los intestinos, sino también para la vida anÃmica. Quien era capaz de hacer lo previsto a las horas previstas, quien tenÃa la buena suerte de pasar los meses y los años sin sobresaltos, tenÃa garantizada una vida aceptable. SÃ, allà estaba el secreto, en la regularidad. Era algo que solÃa repetir su hermano, que la regularidad ayudaba a salir de las situaciones difÃciles, que era como la arena que se coloca bajo la rueda cuando ésta resbala en el hielo.
«No puede decirse que a él le sirviera de mucho. Si no me equivoco, Kropotky está ahora en un sanatorio psiquiátrico», oyó entonces en su interior. Carlos hizo una mueca de disgusto: a pesar de su costumbre de escuchar voces, a pesar de ser ése el sistema que utilizaba para hablar consigo mismo desde los tiempos de la cárcel, no podÃa identificar al personaje que acababa de hablarle. Desde luego, no era como otros que también habitaban en su interior, personajes que correspondÃan a gente conocida en el pasado y que siempre comparecÃan como los actores de un teatro, con una voz acompañada de figura y rostro. A veces tenÃa la impresión de que se trataba de una especie de rata que habÃa ido creciendo entre sus vÃsceras sin más objetivo que el de mortificarle.
Carlos se levantó del sofá y se puso a mirar por la ventana tratando de ahuyentar el comentario que la voz de rata habÃa hecho acerca de su hermano. Afuera, todo hablaba de la proximidad de la noche: las farolas que rodeaban el hotel tenÃan ya el filamento incandescente, y un murciélago diminuto, muy diferente al de su sueño, revoloteaba alrededor de una de ellas; un poco más allá, la oscuridad se iba condensando como los posos de un lÃquido en el fondo de una botella, y los olivos y los almendros que ocupaban la falda de la colina iban perdiendo identidad y confundiéndose con el matorral que cubrÃa la mayor parte de la zona; aún más atrás —a unos trescientos metros del hotel, en la carretera de Barcelona—, las intermitentes luces de la gasolinera habÃan comenzado ya a emitir destellos de color rojo y azul; al fondo, al final de todas las luces, Montserrat no parecÃa una montaña, sino una muralla gris. SÃ, anochecÃa como cada dÃa, regularmente, al ritmo de siempre. Una hora después, cuando oscureciera del todo, la montaña se volverÃa invisible, y la iglesia del pueblo al que administrativamente pertenecÃan el hotel y todas las urbanizaciones de la zona quedarÃa iluminada. Luego llegarÃa el turno de los insectos, que se dormirÃan, y más tarde el del tráfico, que disminuirÃa hasta desaparecer del todo. El silencio serÃa entonces completo, y sólo las luces azules y rojas de la gasolinera se mantendrÃan en movimiento hasta la mañana siguiente, dando la sensación de que la vida continuaba y de que habÃa alguien que la vigilaba.
Carlos volvió a sentarse en el sofá y empezó a calzarse las zapatillas. Lo que acababa de ver desde la ventana era el escenario de su destierro, eran montañas, casas y caminos que poco tenÃan que ver con las montañas, los caminos y las casas que él verdaderamente amaba; pero de cualquier modo era un lugar lleno de regularidad, y le ayudaba mucho, apaciguaba a aquella Rata que vivÃa en su interior y que le mortificaba. No sabÃa qué le podÃa deparar el futuro, pero fuera lo que fuese, incluso en el peor de los casos, nada podrÃa achacarse a aquel lugar.
«Pues yo creo que sÃ. Aparte de Altamira y Lascaux habrá pocas cuevas tan valiosas como Ekain. Por una parte, contiene pinturas de gran calidad, y por otra, es un yacimiento muy rico. En Ekain se han encontrado abundantes vestigios, tanto paleolÃticos como neolÃticos.» En la pantalla del televisor se veÃa ahora un mapa que mostraba el golfo de Vizcaya y los territorios que lo bordean. Un punto rojo, muy próximo a la costa, señalaba el emplazamiento de la cueva. Instantes después, el mapa habÃa desaparecido y el punto rojo se habÃa convertido en una roca mojada por la lluvia y cubierta de musgo.
Carlos se concentró en la pantalla. El plano se iba abriendo, y a la roca le sucedÃa un bosque de hayas, y a éste la cima completamente verde de una montaña. En el horizonte, después de otras muchas cimas —que ya no eran verdes, sino azules—, aparecÃa la lÃnea luminosa del mar. Como el murciélago de su sueño, la cámara sobrevolaba ahora los montes, caminos y casas que él más querÃa. Ahà están mis montañas, ahà están mis valles. Sin ningún esfuerzo, su memoria ponÃa letra a la canción popular que, en versión de orquesta, servÃa de banda sonora a las imágenes: Ahà están mis montañas, / ahà están mis valles, / las casas blancas, / las fuentes, los rÃos. / Estoy ahora en la frontera de Hendaya / con los ojos muy abiertos. / Oh, PaÃs Vasco...
Carlos marcó un número interior del hotel, el diecisiete. Colgó, y marcó por segunda vez.
—¿Estáis viendo la televisión? —preguntó después de que contestaran su llamada—. Pues poned la primera cadena y podréis ver un poco de nuestro paÃs, la costa de Zarauz y toda esa parte. Al fin y al cabo, lleváis más de quince dÃas fuera de allÃ. Seguro que ya sentÃs nostalgia.
HacÃa más de un año que Carlos no pisaba la tierra que mostraba la televisión, y su referencia a la nostalgia pretendÃa ser una broma. Pero la mujer que estaba al otro extremo del hilo no captó su intención, o no quiso.
—De a