Qué rara es la mente. Asimila ciertas cosas con facilidad y se niega a aceptar otras. Yo acababa de sobrevivir al verano más surreal de mi vida. HabÃa viajado a épocas remotas, domesticado monstruos invisibles; incluso me habÃa enamorado de la antigua novia de mi abuelo, que vivÃa atrapada en el tiempo… Y únicamente ahora, en un presente ordinario, en una urbanización de Florida, me costaba creer lo que veÃan mis ojos.
Allà estaba Enoch, desparramado en nuestro sofá beis, tomando Coca-Cola en el vaso de los Tampa Bay Buccaneers de mi padre; y Olive, que se desataba los cordones de los zapatos para flotar hasta el techo y columpiarse en cÃrculos colgada del ventilador; allà estaban Horace y Hugh, en la cocina, Horace curioseando las fotos de la nevera mientras Hugh se preparaba un tentempié; y Clare, boquiabierta por partida doble ante el gran monolito negro del televisor de pared; y Millard, entretenido con las revistas de decoración de mi madre, que parecÃan subir flotando desde la mesita baja y luego abrirse por sà mismas, las huellas de sus pies desnudos impresas sobre la alfombra. Una confluencia de mundos con la que habÃa fantaseado mil veces, pero que no me atrevÃa a soñar posible. Y sin embargo la tenÃa delante: el antes y el después, colisionando con la potencia de dos planetas.
Millard ya habÃa intentado explicarme cómo habÃan conseguido llegar a mi casa sanos y salvos. El colapso del bucle que habÃa estado a punto de costarnos la vida en el Acre del Diablo habÃa reiniciado sus relojes internos. No acababa de entender por qué, pero sabÃa que ya no corrÃan peligro de sufrir un catastrófico envejecimiento instantáneo si permanecÃan demasiado tiempo en el presente. EnvejecerÃan dÃa a dÃa, igual que yo, la deuda de los años al parecer condonada, como si no hubieran pasado buena parte del siglo XX reviviendo una misma jornada soleada. Sin duda se trataba de un milagro —un caso sin precedentes en la historia peculiar— y pese a todo el prodigio no se me antojaba tan increÃble como el hecho de que estuvieran aquÃ: de tener a Emma junto a mÃ, tan fuerte y encantadora como siempre, su mano entrelazada con la mÃa, sus ojos verdes resplandecientes según observaba la sala, asombrada. Emma, que habÃa poblado mis sueños en las largas y solitarias semanas transcurridas desde mi regreso a casa. Llevaba un recatado vestido gris por debajo de las rodillas, zapatos planos y recios para poder salir corriendo en caso de ser necesario, el cabello rubio oscuro recogido en una coleta. Décadas de ineludible responsabilidad la habÃan tornado práctica hasta la médula, pero ni la obligada prudencia ni el peso de los años que llevaba a cuestas habÃan conseguido apagar esa chispa infantil que le prestaba una luz tan intensa. Era dura y tierna a un tiempo, ácida y dulce, adulta y casi una niña. Su capacidad de albergar tantas facetas distintas era lo que más me gustaba de ella. Su alma era insondable.
—¿Jacob?
Me estaba hablando. Quise responder, pero tenÃa la cabeza tan embotada como en esos sueños en los que todo discurre a cámara lenta.
Movió la mano delante de mi cara y luego hizo chasquear los dedos, un gesto que arrancó una chispa de su pulgar, como si hubiera rascado fósforo. Sobresaltado, volvà en mÃ.
—¡Ay! —dije—. Perdona.
—¿Dónde estabas?
—Es que… —Agité la mano como apartando telarañas en el aire—. Me alegro de verte, eso es todo.
Terminar una frase me resultaba tan complicado como abarcar diez globos con los brazos.
Su sonrisa no logró ocultar del todo una leve preocupación en su semblante.
—Ya sé que debe de ser rarÃsimo para ti, eso de que nos hayamos presentado aquà tan de repente. Espero que la sorpresa no te haya aturdido demasiado.
—No, no. Bueno, un poco sÃ. —Señalé con la cabeza la sala y a todos sus ocupantes. Un desorden feliz acompañaba a nuestros amigos allá donde iban—. ¿Seguro que no estoy soñando?
—¿No estaré soñando yo? —Me tomó la otra mano y me la estrechó, y tuve la sensación de que su calor y solidez devolvÃan cierta consistencia al mundo—. No sabrÃa decirte las veces que me he imaginado a mà misma visitando esta pequeña ciudad, a lo largo de los años.
Por un momento me quedé desconcertado, pero enseguida… claro, mi abuelo. Abe habÃa vivido en la zona desde el nacimiento de mi padre; habÃa visto su dirección de Florida en las cartas que Emma guardaba. Su mirada se nubló como si se perdiera en sus propios recuerdos y yo noté el desagradable pellizco de los celos; pero al momento me avergoncé de mà mismo. Emma tenÃa derecho a recordar el pasado y razones de sobra para sentirse tan aturdida como yo por la colisión de nuestros mundos.
Miss Peregrine irrumpió en la sala como un vendaval. Se habÃa despojado de su abrigo de viaje y ahora lucÃa una llamativa chaqueta de tweed verde y pantalones de montar, igual que si acabara de dar un paseo a caballo. Recorrió la sala impartiendo órdenes:
—¡Olive, baje ahora mismo! ¡Enoch, quite los pies del sofá! —Me indicó por señas que me acercara y señaló la cocina con la cabeza—. MÃster Portman, hay asuntos que requieren su atención.
Emma entrelazó el brazo con el mÃo para acompañarme, un gesto que le agradecÃ; todavÃa tenÃa la sensación de estar flotando.
—¿No podéis esperar un rato para empezar a besuquearos? —nos espetó Enoch—. ¡Si acabamos de llegar!
Rauda como el rayo, Emma usó la mano libre para chamuscarle la coronilla. Enoch retrocedió palmoteándose la cabeza para sofocar el humo, y yo me reà con tantas ganas que mi mente se libró de unas cuantas telarañas.
SÃ, mis amigos eran reales y estaban aquÃ. No solo eso, sino que miss Peregrine habÃa prometido que se quedarÃan un tiempo. Para aprender unas cuantas cosas del mundo moderno. Y disfrutar de unas vacaciones, un merecido descanso de la miseria del Acre del Diablo, que, con la desaparición del soberbio caserón de Cairnholm, se habÃa convertido en su hogar temporal. Pues claro que podÃan quedarse y estarÃa encantado de alojarlos en mi casa. Ahora bien, ¿cuál era el plan, exactamente? ¿Qué pasaba con mis padres y mis tÃos, que ahora mismo se encontraban en el garaje bajo la atenta vigilancia de Bronwyn? La magnitud de la situación me sobrepasaba, asà que decidà barrer a un lado las cuestiones prácticas, de momento.
Miss Peregrine charlaba con Hugh junto a la nevera abierta. Desentonaban a más no poder entre el acero inoxidable y las superficies despejadas de la moderna cocina de mis padres, como actores que se hubieran confundido de escenario. Hugh agitaba un paquete de palitos de queso envueltos en plástico.
—¡Pero aquà solo hay comida rara y llevo siglos sin probar bocado!
—No exagere, Hugh.
—No exagero. Corre el año 1886 en el Acre del Diablo y fue allà donde desayunamos por última vez.
En ese momento, Horace salió de la despensa con aire decidido.
—He terminado el inventario y estoy francamente sorprendido. Un saco de bicarbonato, una lata de sardinas en sal y una caja de mezcla para galletas infestada de gorgojo. ¿Les raciona la comida el gobierno? ¿Están en guerra?
—Compramos mucha comida para llevar —expliqué, caminando a su lado—. Mis padres casi nunca cocinan.
—¿Y para qué quieren una cocina tan despampanante? —se extrañó Horace—. Por más que yo sea un cocinero excelente, no puedo crear algo de la nada.
Lo cierto es que mi padre vio la cocina en una revista de diseño y decidió que la querÃa para su casa. Intentó justificar el gasto prometiendo que aprenderÃa a cocinar y prepararÃa cenas familiares para chuparse los dedos; pero, como tantos otros planes suyos, su entusiasmo se apagó después de unas pocas clases. Asà que ahora tenemos una cocina carÃsima que se usa más que nada para descongelar cenas precocinadas y calentar restos del dÃa anterior. Pero en lugar de explicar todo eso, me encogà de hombros.
—No creo que se vaya a morir de hambre en los próximos cinco minutos —dijo miss Peregrine antes de empujar a Horace y a Hugh al pasillo.
—Vamos a ver. ParecÃa un poco aturdido hace un rato, mÃster Portman. ¿Se encuentra mejor?
—Me voy recuperando —reconocÃ, una pizca avergonzado.
—Puede que esté sufriendo un ligero sÃndrome transbucle —caviló miss Peregrine—. Con cierto retraso en su caso. Es completamente normal entre los viajeros temporales, particularmente entre aquellos que no están acostumbrados. —Me hablaba por encima del hombro, según se desplazaba de un lado a otro inspeccionando cada uno de los armarios—. Los sÃntomas carecen de importancia por lo general, aunque no siempre. ¿Cuánto hace que experimenta mareos?
—Desde que han llegado. Pero, en serio, me encuentro bien…
—¿Úlceras sangrantes, juanetes o migrañas?
—No.
—¿Demencia precoz súbita?
—Mm… No, que yo recuerde.
—Un sÃndrome transbucle no controlado no es ninguna broma, mÃster Portman. Algunas personas han muerto. ¡Ah… galletas! —Extrajo una caja de galletas de un armario, la agitó para sacar una y se la llevó a la boca—. ¿Caracoles en las heces? —preguntó mientras masticaba.
Me atraganté de risa.
—No.
—¿Embarazo espontáneo?
Emma retrocedió horrorizada.
—¡No hablará en serio!
—Únicamente ha sucedido una vez, que sepamos —aclaró miss Peregrine. Dejó las galletas en la encimera y clavó sus ojos en m×. El sujeto era un hombre.
—¡No estoy embarazado! —exclamé, alzando la voz.
—¡Gracias al cielo! —gritó alguien desde el salón.
Miss Peregrine me propinó unas palmaditas en el hombro.
—Parece que todo está en orden. Pero deberÃa haberle advertido.
—Casi mejor que no —repliqué yo. Seguro que me habrÃa entrado la paranoia, y eso sin contar con que, si me llego a pasar el último mes haciéndome pruebas de embarazo a escondidas y buscando caracoles en mis heces, llevarÃa ya varias semanas ingresado en un hospital mental.
—Estupendo —prosiguió miss Peregrine—. Bueno, antes de relajarnos y empezar a disfrutar