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Dover, septiembre de 1890
De pie junto a la borda, Charlotte Pauly contemplaba cómo sobre las aguas grises emergÃa lentamente entre la bruma un resplandor blanco. Conforme se aproximaban parecÃa que una imagen empezaba a dibujarse, las siluetas borrosas iban cobrando forma, convirtiéndose en una extensa cadena de acantilados blancos, coronados por praderas de un verdor aún estival. Era como si un hacha colosal hubiera sesgado de golpe un trozo de tierra de forma tal que lo que quedaba, lejos de descender suavemente hasta la orilla, terminaba de forma brusca en la costa. Charlotte se imaginó un trozo de tierra desprendiéndose y cayendo al mar, donde se hundÃa formando una ola gigantesca.
Aquellos acantilados blancos no le resultaban hostiles; de hecho, parecÃan llamarla con señas, invitándola a esa tierra destinada a convertirse en su nuevo hogar. Charlotte inspiró profundamente para aplacar los sentimientos antagónicos que se debatÃan en su interior. Ilusión, nerviosismo, añoranza, determinación, dudas... Todos pugnaban por el control dentro de ella. Notó cómo la tierra que dejaba detrás, el continente, la invocaba dulcemente y, a la vez, la expulsaba. Alemania, por supuesto, era su patria; era donde habÃa pasado su vida hasta entonces; y la idea de no regresar por el momento, de no volver a oÃr su lengua, se abatÃa como una sombra sobre su alma. Por otra parte, los meses anteriores habÃan dejado heridas que en su paÃs no se habrÃan podido curar. Buscar un empleo en Inglaterra, despedirse de la familia, hacer el equipaje y reservar un pasaje para Dover habÃa sido una necesidad urgente. Unos cortes rápidos, siempre preferibles a los desgarros lentos y dolorosos.
Su madre no habÃa demostrado la menor comprensión ante esa decisión.
«Pero ¿qué te ha ocurrido, hijita?».
Charlotte se habÃa limitado a negar con la cabeza.
«No puedes marcharte asÃ, sin más, solo porque te sientas desdichada o descontenta con tu empleo. Es una insensatez. PodrÃas haberte buscado un nuevo puesto en cualquier otro lugar de Alemania. En Baviera, quizá. Dicen que Múnich es muy bonita. Asà podrÃas viajar con los señores a los Alpes, o incluso a Italia...».
Para evitar más preguntas indeseadas, Charlotte habÃa argüido que le convenÃa tener experiencia en el extranjero para en el futuro poder enseñar mejor el inglés a sus alumnos.
«Pero ¿quién necesita el inglés? El francés es el lenguaje de la sociedad distinguida —habÃa replicado su madre—. Ya que te empeñas en trabajar en vez de casarte como tus hermanas, al menos que sea en tu propio paÃs. No es adecuado que una joven viaje sola al extranjero. Además, con una buena colocación tal vez podrÃas conocer a un joven aceptable que...».
Antes de que lograra terminar esa frase, Charlotte habÃa cerrado tras de sà la puerta del salón. Los dÃas siguientes su madre habÃa intentado hacerle cambiar de opinión en repetidas ocasiones, reprochándole su dureza de corazón y que la fuera a dejar sola estando viuda. Sin embargo, Charlotte no se habÃa tomado muy en serio esos intentos de provocarle remordimientos ya que sus dos hermanas casadas vivÃan muy cerca. Aunque no enfrentadas, madre e hija se habÃan despedido con cierta acritud, y eso era algo que Charlotte lamentaba. Con todo, aquello no le habÃa hecho cambiar de opinión.
—Esta es siempre una vista preciosa —comentó a su lado una voz masculina grave y ronca.
Charlotte salió de su ensimismamiento y volvió la vista hacia el caballero que se habÃa colocado junto a ella. Aunque tenÃa el bigote espeso amarillento a causa del tabaco, su aspecto era cuidado y la saludó levantándose el sombrero, como si estuviera frente a una gran dama.
—¿Vive usted en Inglaterra?
—Asà es. PermÃtame que me presente. William Hershey. Soy comerciante y he viajado mucho. —Hizo un gesto vago hacia la dirección de donde venÃan, indicando posiblemente Francia, Europa y el resto del mundo—. Sin embargo, nada me conmueve tanto el corazón como la visión de estos acantilados. ¿Le importa?
Levantó la mano derecha en la que sostenÃa una pipa. Charlotte asintió.
—Realmente es preciosa.
—Si no es indiscreción, ¿de dónde es usted? —El hombre dio varias caladas a la pipa hasta que la encendió y luego arrojó la cerilla por la borda—. Le noto un leve acento. ¿Los PaÃses Bajos, quizá? ¿Escandinavia?
—Me llamo Charlotte Pauly. Soy de Alemania.
—Alemania. Excelente. Voy a menudo ahÃ. BerlÃn, Hannover, Hamburgo... Buenos comerciantes, ahorradores y astutos. Hamburgo me gusta. El puerto, la elegancia y su sofisticación. BerlÃn también es impresionante a su modo, aunque me resulta algo desapacible. Tiene un esplendor frÃo. No sé si me entiende. El rigor prusiano.
—Trabajé ahà durante un tiempo —repuso Charlotte.
—¿Usted trabajó? —El señor Hershey parecÃa sorprendido, como si hasta entonces no se hubiera percatado de que Charlotte no era una dama.
—Era profesora en una familia.
—¡Ah! Ya entiendo. Una institutriz.
A Charlotte le pareció percibir cierta altanerÃa en el tono de su voz. Estaba acostumbrada al esnobismo y respondió tranquilamente:
—Yo me considero, ante todo, profesora. En alemán el término «institutriz» tiene una connotación anticuada y estricta que no se corresponde con mi modo de ver las cosas. Mucha gente quiere meter a sus hijos en un corsé de normas de etiqueta que prácticamente les quita el aire para respirar. Ese no es mi modo de hacer.
El señor Hershey la sorprendió dejando oÃr una carcajada sonora.
—Oh, ¡qué bueno, señorita Pauly! ¡Qué bueno! ¡Una mujer que dice lo que piensa!
—¿No es eso lo que deberÃan hacer todas las mujeres?
—Bueno, a mà me parece que a la mayorÃa las educan precisamente para no hacerlo —respondió él con indiferencia—. Yo solo he tenido hijos varones, y a eso no se le da tanta importancia. De hecho, tener arrojo se considera incluso una cualidad del carácter y, en lo posible, algo que debe estimularse. Pero, entonces, permÃtame una pregunta, ¿qué concepto tiene de la educación?
Ella sonrió. Un hombre curioso, pero agradable.
—Bueno, me esfuerzo por educar a las niñas para que sean honestas y, a la vez, educadas, pues hay situaciones en las que la franqueza excesiva puede resultar ofensiva. Me parece que, además de enseñar conocimientos, una de mis tareas más importantes es enseñar a reconocer esas situaciones y a conducirse con prudencia.
Él volvió a quitarse el sombrero.
—Chapeau, señorita Pauly. Es usted una mujer juiciosa. Le hablaré con franqueza: estoy muy contento de que mi esposa y yo solo hayamos tenido hijos. Eso lo hace todo más fácil: colegio, deporte, algunas riñas, aprender a imponerse. Eso es lo importante. Dos de mis chicos ya trabajan en la empresa; el tercero es navegante. Pronto va a obtener la patente de capitán. Nada de aspavientos, ni sensiblerÃas. Cada uno hace su trabajo y obtiene un salario por ello.
Charlotte no supo qué responder.
—En Alemania también di clases a chicos y tuve buenas experiencias con ellos. Cuando se los sabe tratar son aplicados y obedientes. En nuestro paÃs no tenemos costumbre de llevarlos a un internado a los ocho años. En Inglaterra, en cambio, solo daré clases a una niña.
—¿Le importa decirme adónde va?
—Voy a Surrey, cerca de Dorking —respondió Charlotte.
—Las colinas de Surrey, un paisaje magnÃfico repleto de pueblos hermosos. Hay bosques que no han visto un hacha desde los tiempos de Cromwell. Puede usted sentirse afortunada. —Dirigió la mirada hacia el puerto de Dover, cada vez más cercano, y sobre el que destacaba un castillo imponente—. En todo caso, le deseo todo lo mejor y espero que se sienta muy bien en nuestro paÃs —dijo el hombre de corazón mientras se despedÃa alzando de nuevo el sombrero.
Cuando Charlotte se quedó sola, volvió a mirar la costa de acantilados y se imaginó todas las personas que habÃan cruzado aquel estrecho con propósitos y esperanzas de lo más variopinto: monjes piadosos dispuestos a predicar el cristianismo entre los paganos britanos; normandos belicosos venidos en barcos toscos, dispuestos a conquistar la tierra que se alzaba tras esos acantilados de creta; soldados franceses, comerciantes neerlandeses, reformadores, refugiados. Balsas, botes de remos, veleros magnÃficos, gabarras y barcos de vapor, una sucesión infinita transportando personas, mercancÃas y armas de un lado a otro. Cerró los ojos y vio el canal tal y como habÃa sido siglos atrás, una franja estrecha de agua y, aun asÃ, un lugar peligroso pues no todos los barcos llegaban a salvo a su destino. Ahà era donde, casi ochocientos años atrás, se habÃa hundido el barco del sucesor al trono inglés. Desde esas costas habÃan zarpado flotas armadas en ambas direcciones para conquistar la otra orilla, que resultaba atractivamente cercana.
¿Y ella? ¿Qué buscaba? Quien partÃa hacia tierras desconocidas solÃa dejar algo tras de sÃ. Naturalmente, habrÃa podido seguir trabajando en Alemania, pero la necesidad de empezar de nuevo habÃa sido más poderosa. QuerÃa evitar el encuentro con antiguos conocidos de BerlÃn y vivir en un lugar lejos de miradas familiares y bocas chismosas. Mientras aún vivÃa en la capital, BerlÃn, se habÃa decidido por un empleo en el campo. QuerÃa hacerlo todo de forma completamente distinta de como habÃa sido hasta ahora.
Charlotte tomó aire y enderezó la espalda mientras mantenÃa la cara contra el viento. Un nuevo paÃs, un nuevo comienzo. Una aventura.
El edificio de la estación, que se encontraba justo al lado del puerto, tenÃa una hermosa torre que le conferÃa un cierto aire italiano. Charlotte habÃa dado con un mozo que le acarreó el pesado equipaje desde el barco hasta ahÃ.
La actividad era frenética. Por todas partes fondeaban barcos grandes y pequeños, buques de vapor y veleros anticuados; habÃa carros de caballos cargándose o descargándose; los pasajeros se subÃan a carruajes que aguardaban, y un tren de mercancÃas echaba humo parado en el andén cercano. Las palabras en inglés que llegaban a los oÃdos de Charlotte le sonaban extrañas y completamente distintas a las de sus profesoras. Pero eso no era un aula, sino la realidad. Ahà ella era la extranjera cuya lengua apenas entendÃa nadie.
Antes de dejarse vencer por la tristeza, se apretó la bolsa de mano contra sà para protegerse del bullicio y se apresuró a seguir al mozo de las maletas, que acarreaba trabajosamente su equipaje hasta el edificio de la estación. Allà le dio unos cuantos peniques, que él aceptó con un asentimiento de cabeza antes de desaparecer entre la muchedumbre. Charlotte miró el horario de trenes amarillento que colgaba en una vitrina de cristal.
El secretario de sir Andrew Clayworth, el diputado del Parlamento que iba a ser su patrón, le habÃa enviado una carta con unas precisas instrucciones de viaje. En Dover tenÃa que tomar el tren hasta la estación de Dorking, en el condado de Surrey, donde un coche de caballos la recogerÃa. Las horas de llegada y de partida de barco y tren estaban perfectamente sincronizadas. Charlotte miró preocupada la hora pues era bien entrada la tarde. Seguramente llegarÃa a Dorking de noche.
Aunque el tren tenÃa que llegar a las cinco y media, se hizo esperar. Otros pasajeros deambulaban inquietos de un lado a otro, fumando, mirando repetidamente la hora o echando un vistazo al horario. Las sombras se alargaron, y el frÃo otoñal apartó el último rastro de calor de aquella tarde de septiembre. Una racha de viento levantó la hojarasca con un remolino y agitó los sombreros de los pasajeros que aguardaban.
A las seis y ocho minutos, el jefe de estación asomó vestido con su elegante uniforme y anunció a los pasajeros que, a causa de un accidente en la vÃa poco antes de llegar a Dover, el tren ese dÃa ya no circularÃa. Les contó que un carro habÃa sufrido un accidente en las vÃas y que la lÃnea no podrÃa despejarse a corto plazo. Seguramente las tareas bajo la luz de las linternas se prolongarÃan