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Como se llamaba Raat, todo el colegio lo llamaba Unrat, «Basura». Nada más fácil ni más natural. Los otros profesores cambiaban regularmente de apodo. Una nueva promoción de alumnos llegaba a clase, se ensañaba en descubrir en el maestro un aspecto cómico que el curso anterior no hubiera valorado en su justa medida y le aplicaba sin piedad el nuevo mote. Unrat, sin embargo, cargaba con el suyo desde hacÃa generaciones, toda la ciudad lo conocÃa, sus mismos colegas lo empleaban fuera del Instituto, e incluso dentro, en cuanto se daba la vuelta. Los docentes que hospedaban alumnos en sus casas y los estimulaban a trabajar hablaban delante de sus huéspedes del profesor Unrat. El ser ocurrente y avispado que, habiendo observado desde otro ángulo al catedrático de sexto, hubiera querido darle un nuevo mote, jamás se habrÃa salido con la suya: el apodo habitual seguÃa surtiendo sobre el viejo profesor el mismo efecto que veintiséis años atrás. Bastaba con que, en el patio, dos alumnos se gritaran a su paso:
—¿No crees que huele a basura?
O bien:
—¡Oh, no! ¡Apesta a basura!
Y en el acto, el viejo profesor levantaba bruscamente el hombro, siempre el derecho, de por sà ya demasiado alto, y lanzaba por encima de sus gafas una mirada de través, verde, que sus alumnos consideraban falsa y que, en realidad, era escamada y estaba sedienta de venganza: la mirada de un tirano con mala conciencia que trata de distinguir puñales entre los pliegues de los abrigos ajenos. Su mentón tieso, como de madera, aderezado por una barba rala, canosa y amarillenta, temblaba convulso. No disponÃa de «ninguna prueba» con la que acusar de nada al alumno que habÃa proferido el grito, y debÃa seguir su camino a paso lento, deslizándose sobre las piernas delgadas y claudicantes y bajo el mugriento sombrero de ala ancha, propio de un albañil.
El año anterior, para celebrar los veinticinco años de docencia, el Instituto habÃa organizado un procesión de antorchas en su honor. Unrat habÃa salido al balcón a pronunciar un discurso. De pronto, mientras todas las cabezas, echadas hacia atrás, alzaban la mirada y lo observaban desde abajo, saltó una voz de tiple, desagradable y estridente, y dijo:
—Fijaos, ¡hay basura en el aire!
Otros repitieron:
—¡Hay basura en el aire!
Aunque habÃa previsto la posibilidad de tal incidente, el profesor, en lo alto del balcón, empezó a tartamudear mientras observaba las bocas abiertas de los vocingleros. El resto de profesores no andaba lejos de allÃ; de nuevo sintió que no tenÃa «ninguna prueba», pero se quedó con los nombres de todos los alborotadores. Ya al dÃa siguiente, gracias a la ignorancia demostrada por el de la voz de tiple, que no sabÃa dónde habÃa nacido la Doncella de Orléans, el profesor constató que no faltarÃan ocasiones para hacerle la vida imposible. Y, en efecto, cuando llegó la Pascua, aquel personaje, que respondÃa al nombre de Kieselack, no pasó de curso. Con él repitió la mayor parte de aquellos que se habÃan desgañitado la noche del homenaje, entre ellos Von Ertzum. Lohmann, que no habÃa abierto la boca, perdió sin embargo también el curso. Éste le facilitó la decisión a Unrat con su indolencia; el otro, por su falta absoluta de aptitudes. A finales del otoño siguiente, una mañana, a eso de las once, durante el recreo que iba a preceder al ejercicio de redacción sobre La Doncella de Orléans, sucedió que Von Ertzum, que seguÃa sin haberse aproximado a la doncella y preveÃa un descalabro, abrió la ventana en un ataque de desesperación abrumadora y, sin pensárselo dos veces, exclamó a grito pelado en medio de la niebla:
—¡Basura!
Ignoraba si el profesor andaba por allà cerca, y le traÃa sin cuidado. El pobre y corpulento muchacho, hijo de una familia de nobles hacendados, sólo se habÃa dejado llevar por la necesidad de dar rienda suelta a sus órganos por un breve y último instante, antes de tener que permanecer sentado durante dos horas delante de una hoja en blanco, que estaba vacÃa, y de tener que llenarla con palabras sacadas de su cabeza, también vacÃa. Lo cierto, sin embargo, es que en este preciso instante el profesor cruzaba el patio. Cuando le llegó el grito lanzado desde la ventana, Unrat dio un salto a un lado. Arriba, en la niebla, distinguió la silueta robusta de Von Ertzum. En el patio no habÃa ningún alumno, nadie a quien Von Ertzum pudiera haber dado voces. «Esta vez —pensó Unrat exultante— iba dirigido a mÃ. Esta vez tengo una prueba».
Subió la escalera en cinco saltos, abrió bruscamente la puerta del aula, avanzó a toda prisa por entre los bancos y, asiéndose a la cátedra, se encaramó al estrado. Una vez allÃ, permaneció de pie, estremecido, sin poder hacer nada que no fuera to