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Lochalsh, Inverness-shire, junio de 1605
Se dirigÃa a casa.
Alex MacLeod apremió a su montura a través del estrecho sendero. El corpulento caballo de guerra respondió inmediatamente aumentando el ritmo de la marcha por el denso bosque poblado de árboles, como si aquella fuera la primera milla que recorrÃa. El ritmo frenético que Alex habÃa establecido tres dÃas antes no habÃa hecho más que intensificarse a medida que se acercaban a su destino final. SabÃa que estaba presionando a sus hombres, pero ellos ya estaban acostumbrados, mejor dicho, se crecÃan ante tal rigor. De hecho, no se habÃan convertido en la banda de guerreros más temida de las Highlands escocesas por llevar una vida cómoda. Su hermano, Rory MacLeod, jefe del clan MacLeod, le habÃa pedido que regresara a casa para una importante misión. Era su jefe y lo necesitaba. Alex no se retrasarÃa.
El mensaje de Rory era reservado y breve, pero él sabÃa muy bien lo que querÃa decir. La oportunidad que habÃa estado esperando se avecinaba y Alex estaba preparado. Curtido por las batallas y tan afilado como su propia espada claymore, estaba preparado para cualquier tarea que su hermano quisiera encomendarle.
HabÃan pasado casi tres años desde que habÃa visto por última vez las rocosas costas de Skye y las imponentes murallas de piedra del castillo de Dunvegan, residencia de los MacLeod durante casi cuatrocientos años. Su idea inicial no era pasar tanto tiempo lejos, pero habÃa encontrado su vocación viviendo como un fugitivo, en la más brutal y primitiva de las condiciones.
Donde mejor se encontraba era en el campo de batalla. Aquel era el único sitio donde podÃa aplacar sus demonios y el desasosiego que lo dominaban. Sin embargo, todos esos años de constantes luchas no habÃan podido mitigar el fuego que ardÃa en su interior; si acaso, esa llama no habÃa hecho más que avivarse.
La batalla se estaba acercando a su hogar.
Hogar. Una oleada de algo parecido a la nostalgia lo invadió. En raras ocasiones Alex se permitÃa pensar en lo que habÃa dejado atrás: familia, paz, seguridad... Pero tales cosas no iban con él; sabÃa que su destino apuntaba en otra dirección.
Se dirigió a un claro y aminoró la marcha, permitiendo asà que sus hombres lo alcanzaran. Su escudero, Robbie, se colocó junto a él. Aunque el muchacho todavÃa no habÃa cumplido los diecisiete años, se estaba convirtiendo ya en un guerrero diestro. Vivir de la espada no deja mucho margen de error: los niños se vuelven rápidamente hombres o... mueren.
Robbie jadeaba y le caÃa abundante sudor por la cara, pero Alex sabÃa que el muchacho soportarÃa una daga en sus entrañas antes que admitir que estaba cansado.
—¿Creéis que lo conseguiremos? —preguntó Robbie.
Alex buscó su mirada y respondió:
—¿Antes de que empiece a llover?
El muchacho asintió.
Alex alzó la vista a través de la cortina de árboles hacia el cielo oscuro. Se avecinaba una tormenta; si el espeso aire y las densas nubes negras eran un indicio, serÃa una tormenta muy violenta. Movió la cabeza.
—No, muchacho. Me temo que vamos a calarnos hasta los huesos. —Se secó el sudor de la frente y añadió—: Pero nos irá muy bien a todos.
El muchacho puso una cara extraña y a Alex le entraron ganas de reÃr. HabÃan tenido poco de lo que reÃrse últimamente. No era la primera vez que viajaban con mal tiempo, pero al menos en esa ocasión no tenÃan que esquivar a los secuaces del rey.
HabÃan cabalgado apenas una milla cuando Alex oyó un sonido débil. No habÃa mantenido a la Parca alejada durante los últimos tres años solo por su habilidad con la espada claymore, sino que también habÃa aprendido a confiar en sus instintos y, en ese momento, los tenÃa a flor de piel.
Tomó por las riendas al caballo, alzó el puño y dio una orden silenciosa para que sus hombres siguieran sus pasos. La banda de guerreros se detuvo inmediatamente detrás de él.
Una ligera brisa agitaba con un suave susurro las hojas esparcidas por el suelo, a la vez que transportaba el sonido imperceptible de un grito.
Alex se cruzó con la mirada del jefe de sus soldados. —¿Un animal? —preguntó Patrick.
Alex negó con la cabeza.
—No lo creo. —Permaneció completamente quieto y escuchó de nuevo. SabÃa que no debÃa detenerse porque tenÃa
una misión que cumplir, pero antes de que le diese tiempo a
ordenar a sus hombres que continuasen, oyó otro grito.
Esa vez inconfundible; inconfundiblemente femenino. Maldita sea, pensó. Ya no podÃa pasarlo por alto. Las palabras de su hermano acudieron a su mente como un rayo: «Mantén tu identidad oculta».
Alex se quitó ese pensamiento de la cabeza; no mucha gente podrÃa reconocerlo después de tantos años. HabÃa cambiado, la guerra lo habÃa endurecido, no solo en espÃritu.
«No te retrases...»
No se retrasarÃa porque aquello no le iba a llevar mucho tiempo.
Sintió la misma oleada de sangre en sus venas que sentÃa cada vez que su cuerpo se preparaba para la batalla. Dirigió su caballo hacia la parte sur y desapareció entre los árboles, conduciendo a sus hombres hacia la dirección de los gritos, justo antes de que el cielo empezase a desatar su furia torrencial.
Iba a llover. Perfecto. Meg Mackinnon colocó con firmeza el arisaidh de lana alrededor de su cabeza, el largo tartán con el que se habÃa cubierto para protegerse de los elementos, y de nuevo maldijo la necesidad de realizar ese viaje. No habÃan hecho más que empezar y ya temÃa los largos dÃas a caballo recorriendo los peligrosos senderos de los pastores. Aunque su padre hubiese sido capaz de proporcionarle un carruaje, habrÃa sido del todo inútil por esos caminos. El camino desde la isla de Skye hasta Edimburgo era tan estrecho que apenas podÃan cabalgar dos jinetes a la par. El carro en el