PRÓLOGO
La chispa que prende los anhelos
Enero de 1458,
algún lugar del reino de Galicia
El invierno clavaba sus garras en la tierra. El carromato avanzaba pesadamente por el camino embarrado. Maese GuÃmaro se arrebujó en la vieja capa encerada, en un intento vano por resguardarse algo más de la lluvia. Paseó la vista por la alfombra de hojas y arbustos pelados, los troncos musgosos y el ramaje desnudo que formaba un dosel sobre su cabeza y después echó una mirada furtiva a su compañero, sentado a su lado en el pescante con las riendas en la mano. La cabezota de maese Goros se movÃa con aprensión de un lado para otro, atenta a todo menos al sendero. GuÃmaro suspiró; casi podÃa leerle el pensamiento.
Pronto se harÃa de noche. TenÃa ganas de calentarse frente a un buen fuego mientras se echaba un trago de vino caliente y especiado al coleto. Oh, qué diablos, con un techo y una brazada de paja se conformarÃa; cualquier cosa era mejor que aquel aguacero gélido y aquel bosque solitario.
Las ruedas pisaron una rama caÃda, que estalló con un chasquido. Un cuervo graznó y levantó el vuelo.
—Aire ruÃn, afástate de min —murmuró Goros con voz queda. Sujetó las riendas con la mano izquierda y con la derecha aferró con fuerza la higa que llevaba colgada del cuello para protegerse del mal de ojo; luego se persignó—. Tú y tus ideas brillantes —masculló con un castañeteo de dientes y, tras dedicarle una mirada de reproche, añadió en un susurro—: Recuérdame que nunca más te haga caso.
GuÃmaro se volvió hacia él con una sonrisa. El gran sombrero de fieltro de ala ancha con el que se cubrÃa soltó una rociada de agua sobre su compañero, que bufó airado.
—Puedes refunfuñar cuanto quieras, pero esta vez no nos han asaltado —le recordó, hablando también en voz baja. Aquel bosque interminable imponÃa silencios y alentaba temores, incluso a él—. ¿Quién en su sano juicio va a atacar a unos humildes viajeros con este tiempo infernal? —Incapaz de refrenarse, añadió con sorna—: ¡Hasta el mismÃsimo Olláparo debe de estar escondido en lo más profundo de su cueva rogándole al diablo que haga salir el sol!
—¡Calla, por Dios! —Goros se santiguó de nuevo, visiblemente alarmado ante la mención del monstruo de un solo ojo devorador de hombres—. ¿Acaso quieres tentar la suerte? —susurró, mirando en derredor.
GuÃmaro se encogió de hombros y lo observó. Su figura grotesca, de talla menguada y espalda gibosa, hacÃa que las gentes le miraran con recelo, como si fuera uno de esos engendros que tanto temÃa. Sin embargo, habÃa conocido a muy pocas personas con un corazón tan grande como el del enano.
—Pero has de reconocer que tengo razón —insistió—. Ni un maldito noble acecha los caminos cuando llueve. Prefieren esconderse como comadrejas en sus torres y calentarse los huesos frente al hogar, bien provistos de vino caliente y pan recién hecho, asà que deberÃas dar gracias por esta húmeda compañera. Ea, deja de preocuparte y disfruta del viaje. ¿Dónde estarÃamos más seguros que aquÃ?
—Maldita sea, ¿cómo puedes estar de buen humor con un tiempo as� Y encima me vienes con fuegos y manjares, ¿pretendes torturarme?
—Lo haré hasta que admitas que tengo razón. TodavÃa no te lo he oÃdo decir.
—¡Antes se helará el infierno! Y aún no estamos a salvo. —El enano sacudió las riendas para animar al viejo penco, que habÃa reducido su marcha al iniciar el camino una prolongada ascensión—. Si yo fuera salteador, elegirÃa dÃas como este para sorprender a los incautos.
—Pues habrá que agradecer que no lo seas.
—¿Salteador?
—Incauto.
Volvió a reinar el silencio, únicamente roto por el crujido de las ramas, la lluvia que amainaba y el resuello fatigoso del animal.
—No aguantará mucho más, el pobre —murmuró Goros al poco, señalándolo con la barbilla.
—Pronto descansará. Ya deberÃamos estar llegando.
—Dios te oiga.
—SerÃa la primera vez.
Un poco más adelante alcanzaron la cima de un cerro, desnuda de árboles. Les golpeó un viento frÃo que heló las mejillas de GuÃmaro. También él se sentÃa inquieto, aunque jamás lo reconocerÃa ante Goros. El reino se hallaba sumido en la violencia, vÃctima de guerras absurdas y rencillas de ciegos, y los caminos eran de todo menos seguros. ¡Malos tiempos para un par de viejos titiriteros ambulantes! Por si fuera poco, estaban atravesando las tierras del conde de Lemos, uno de los señores más rapaces, poderosos y despiadados de Galicia.
Contempló el paisaje. El cielo y la tierra eran un lienzo de tonos plomizos y parduscos. A través de la lluvia fina se vislumbraba un terreno suavemente ondulado, y aquà y allá, en las laderas que miraban al norte, se distinguÃan nÃtidas manchas de nieve. «Como ánimas errantes», pensó. Pero no lo dijo en voz alta.
Por fin dio con lo que buscaba: el leve resplandor de unos fuegos, no muy lejos.
—Allà —señaló.
Maese Goros aguzó la vista y luego se volvió hacia GuÃmaro, decepcionado.
—¡Eso es una aldeúcha!
—Es mayor de lo que parece desde aquÃ. De todas formas, es el único lugar habitado que podemos alcanzar esta noche. —Al percatarse de la contrariedad del enano, dulcificó el tono—. No te desanimes, Goros. ¿Para qué andamos por los caminos, si no? Esos labriegos no habrán visto unos cómicos en años. Hablarán de nosotros a sus nietos, ya verás.
—Me daré por satisfecho si no les cuentan cómo arrojaron a un trasgo al estercolero.
GuÃmaro le observó con expresión preocupada. SabÃa que no eran palabras vanas. El aspecto de su amigo solÃa suscitar el miedo en las gentes, y del miedo a la violencia solo mediaba un paso muy pequeño, como en tantas ocasiones habÃa comprobado. Pero Goros seguÃa hablando:
—En fin, qué le vamos a hacer. Al menos espero que conozcas una buena posada en ese agujero…
—En realidad nunca he estado ahÃ. ¡No pongas esa cara! Solo lo he divisado en alguna ocasión al pasar por el camino real, y creo que podrÃa ser un buen lugar para detenernos. —Fingió no haber oÃdo el bufido de Goros—. Esos aldeanos también tienen derecho a escuchar lo que nobles y curas callan. Y a fe que cada dÃa que pasa es más urgente que alguien les abra los ojos.
—Mientras no nos abran ellos a nosotros la cabeza…
—Oh, yo no dejarÃa que eso me quitara el sueño. ¡Me gustarÃa conocer al bruto capaz de partir ese granito que llamas cabeza! —Compuso una mueca de guasa—. Claro que, si lo prefieres, podemos detenernos aquà y guarecernos en el carromato…
—¿Y pasar la noche en medio del bosque? —dijo Goros, alarmado—. ¡Pretendo llegar a viejo! Además —añadió con la voz más firme—, por una vez reconozco que tienes razón. —GuÃmaro enarcó las cejas, empezó a escapársele una sonrisa… y por prudencia calló—. Tenemos una tarea que hacer, esos pobres diablos nos necesitan más de lo que imaginan.
—A veces me pregunto si no estamos locos.
Goros azuzó al caballo.
—A mà lo que de verdad me preocupa es que seamos los únicos cuerdos.
El bebé estaba llorando otra vez. MarÃa dejó de revolver el puchero, apartó la vista del triste caldo con desaliento y se quedó inmóvil. El resplandor del hogar llenaba la estancia de sombras siniestras que ocultaban la piedra irregular de las paredes, oscurecida por el humo de mil fuegos y con clavos de los que colgaban los pocos enseres que poseÃan. El techo de paja estaba repleto de telarañas que se estremecÃan con el viento que se colaba por las rendijas. Se fijó en que la gruesa araña del rincón, sobre la cama, estaba encogida. «Va a seguir lloviendo un rato», pensó con desgana.
—¡Mujer, el crÃo! —demandó el Xosé, sentado al lado del fuego. Con la mano izquierda sujetaba el astil de la azada contra un tocón que mantenÃa firme entre los pies, mientras con una machada en la derecha daba pequeños y precisos golpes en el extremo del mango para reducir su circunferencia.
MarÃa sabÃa bien que nada podÃa hacer, asà que no se levantó. Lo que le pasaba a su hijo era que tenÃa hambre; y ella, los pechos secos. La cosecha anterior habÃa sido muy escasa y no habÃan podido pagar las rentas señoriales, asà que el sayón se habÃa apropiado del cerdo. ¡Llevaban meses engordándolo, contaban con él para el invierno! Sin cerdo no hubo matanza en otoño, y sin matanza las grasas huÃan del cuerpo más rápido que las pulgas del fuego. Llevaba un mes alimentándose de agua sucia y verduras podridas. ¿Cómo iba a quedarle leche?
Espió furtivamente a su marido. La espalda encorvada, el pelo oscuro con algún mechón que le caÃa sobre los ojos, la expresión dura y concentrada, las manos grandes y callosas. Solo llevaban tres veranos casados, pero a veces le daba la impresión de que habÃa transcurrido toda una vida. El Xosé no era mal hombre. No se gastaba lo que no tenÃan en vino ni descargaba sus frustraciones en su espalda. No muy a menudo, al menos. Pero sentÃa que las cosas se le habÃan torcido y que, de alguna manera, él era el responsable. Se habÃa casado tan enamoradiña, apenas una crÃa todavÃa… Ya ni se acordaba de qué le habÃa atraÃdo tanto del Xosé. En cambio, habÃa aprendido lo que era un aborto y que se le muriera una criatura al poco de nacer.
La otra no tardarÃa en seguirle.
Ya no le quedaba leche. Solo el hambre, una comezón en el vientre que le robaba las fuerzas y le horadaba el entendimiento. HabÃa que encontrar una solución. ¿Quizá, si se insinuaba al sayón, conseguirÃa que le diese algo de comida, lo justo para sobrevivir hasta la cosecha?…
En las últimas semanas la idea le rondaba con la tenacidad de una polilla. De repente le vinieron a la cabeza las palabras que siempre repetÃa el padre Bermudo: «¡Alejaos de las tentaciones del diablo! ¡Satanás sabe que la mujer es débil y os tentará!».
Qué sabrÃa el padre. Lo último que sentÃa ella era lujuria. El sayón, sin embargo… Más de una vez habÃa notado su mirada sobre la piel. ConocÃa bien aquella forma de mirar que parecÃa querer levantarle las sayas con la sola fuerza del deseo. «Los hombres te son asÃ. Basta un cuerpo fresco para que se les nuble la mollera.»
—Muller! —alzó la voz su marido, enfadado.
Mientras se acercaba a la cuna, MarÃa siguió dándole vueltas a la idea. El sayón estaba ya entrado en años, rondarÃa los cuarenta. Le faltaban varios dientes, tenÃa marcas de viruela en la cara y una expresión de cobra lasciva que le revolvÃa las tripas. «¿Y qué? —se dijo—. Tampoco te es cosa de pasarlo bien.» Solo serÃa un instante. Unos cuantos manoseos, unos empujones y listo. ConseguirÃa algo para llevarse a la boca.
El Xosé no podÃa enterarse, eso no, aunque por ese lado no habÃa problema. No serÃa la primera que hacÃa lo mismo para sacar adelante a su familia, y entre las mujeres de la aldea esas cosas se callaban. Le dirÃa que alguna le habÃa prestado un poco de comida.
Lo que realmente le preocupaba era que el sayón no siguiera considerándola atractiva. Cuando el desposorio, habÃa tratado de llevársela detrás del pajar para estrenarla, pero ahora su cuerpo ya no era el mismo. ¿Y si se le reÃa en la cara?
Alzó al crÃo para calmarlo al menos unos instantes ofreciéndole el pecho y su mirada se detuvo en las hojas de laurel que adornaban la cuna: ramas bendecidas por el cura para proteger a los niños de tardos y tangaraños, un sortilegio poderoso. El dÃa anterior le habÃa pedido al padre Bermudo que también bendijera sus terruños. No solÃa hacerse hasta pasada la Semana Santa, pero una bendición más no podÃa sino beneficiarles.
Aunque él se hizo el evasivo, ella insistió y al final habÃa conseguido arrancarle la promesa de que recorrerÃa sus campos rociando agua bendita y recitando latines para que la próxima cosecha fuera abundante. El cura hallarÃa la forma de cobrarse el favor, aunque ya contaba con eso. Probablemente querrÃa que su marido trabajase las tierras de la iglesia algún dÃa adicional, en compensación. Bueno, pues que lo hiciera.
Deseó con fervor que las oraciones del padre se ganaran el favor del cielo. Al instante se le vino a la cabeza el sayón y la dominó la ansiedad. ¡Ojalá el buen Dios estuviera distraÃdo! Si antes le habÃa leÃdo el pensamiento, mandarÃa un granizo sobre sus tierras. No, no se podÃa acercar al oficial hasta que el páter hubiera echado sus conjuros.
Los ladridos frenéticos de unos perros la devolvieron a la realidad. ¿Qué pasaba? ¿Una manada de lobos atacaba la aldea? Cuando el invierno era muy duro, y vaya si este lo estaba siendo, los lobos merodeaban cerca de las casas al acecho del menor descuido: una gallina suelta, una vaca debilitada, un bebé posado sobre un muro mientras la madre arrancaba malas hierbas… Cubrió con la mano la cabecita de su hijo.
—Xosé, espabila.
Le pareció oÃr un cascabeleo, gritos de niños, voces de adultos. ¿Qué estaba pasando?
—¡Xosé!
Su marido levantó sorprendido la cabeza. Entonces también él lo oyó y se puso en pie, con el azadón en la mano.
—Aguarda, mujer. Voy a ver qué carallo pasa. Cierra la puerta y no salgas.
Mientras el carromato avanzaba lentamente entre las casas seguido por perros escuálidos que no cesaban de ladrar, GuÃmaro estudiaba con atención la expresión de los hombres que abrÃan la puerta y salÃan de aquellas covachas. La impresión inicial contaba, a menudo decidÃa si les recibirÃan con sonrisas o con palos, y por eso él y Goros, aprovechando que escampaba, se habÃan abierto las capas para dejar que se vieran los verdes y amarillos de sus jubones y calzas. A su lado, con las riendas en una mano, su amigo hacÃa chocar unas sonajas.
A los hombres siguieron las mujeres, y detrás de ellas chiquillos de caritas tiznadas y ojos maravillados. Al descubrir al enano, algunos se tapaban las narices para evitar que el azufre infernal se les metiera en el cuerpo.
—¿Qué diantres es eso?
—¡Por la Santiña, son cómicos! —exclamó un anciano—. Yo te vi unos cuando era joven, allá en Monforte.
El carromato se detuvo frente al atrio de la iglesia. GuÃmaro se levantó en el pescante, paseó la mirada por los presentes y después se inclinó.
—¡Bienhallados, honrados cristianos! —clamó con una voz clara y sonora—. Permitid que nos presentemos. Mi compañero, maese Goros —lo señaló—, el más famoso esgrimista y titiritero del reino, y yo, maese GuÃmaro, cantor de gestas tales que abren las bocas de las gentes. Para serviros.
Esa vez la reverencia fue más profunda y despertó risas nerviosas.
—Del mundo venimos cargados de baladas y romances que solo precisan de vuestros atentos oÃdos para ser vertidos, relatos que asombrarÃan al mismÃsimo rey de Roma —prosiguió. Se percató de que algunos aldeanos cruzaban miradas de incomprensión y decidió emplear un lenguaje más llano—. Con gusto os contaremos sucesos de tierras cercanas y lejanas, y a cambio solo os rogamos la caridad debida a los hermanos de fe, un mendrugo de pan y un techo donde guarecernos…
Nadie se movió. Por fin se oyó una voz.
—Pos que vayan pa la taberna —sugirió una muchacha menuda, con los ojos brillantes por la emoción.
Un coro de voces la secundó.
—Eso, eso…
—SÃ, pa la taberna del Pascoal.
Mientras, las cabezas de todos se habÃan vuelto hasta dar con un hombretón de barba tupida que fruncÃa el ceño.
—¿Sois vos el tabernero? —preguntó G