1
Peces en el rÃo
El Meno cruzaba furioso por Fráncfort. La corriente, siempre tan mansa al pasar por delante de la ciudad, saltaba embravecida arrastrando ramas y troncos, arbolitos enteros desgajados por las crecidas de un deshielo fulminante después del crudo invierno. Nada parecÃa poder oponerse al correr encolerizado del rÃo. Sólo un gallego. A su lado se deslizaban veloces matorrales, palos y piedras; a veces lo golpeaban, pero él se negaba a abandonar el pilar central del puente. Boca abajo, los brazos extendidos como los de un nadador saltando a la piscina, se oponÃa denodadamente a ser también arrastrado. Mostrando la misma tozudez que en vida le habÃa dado el sobrenombre de «el maño de Lugo», el gallego muerto resistÃa, empecinado, los embates del agua. Ayudaba el que su pie izquierdo se hubiera enganchado en una de las argollas fijadas en la base del pilar para sujetar embarcaciones. Porque en realidad el cuerpo habÃa empezado a flotar más arriba, aunque ahora, cabezonamente, se empeñara en quedarse atracado en el Alte Brücke, con una hermosa vista a la derecha a la torre del Commerzbank; una vista de la que no habrÃa podido disfrutar aunque lo hubiera querido porque era de noche y además le faltaban ya los ojos. A pesar de la contaminación, en el Meno hay peces.
Asà pasó el gallego varias horas, vapuleado por la corriente hasta que lo descubrió por la mañana uno de los policÃas que controlaban la zona para evitar que los curiosos arriesgaran su vida acercándose demasiado al agua. Este policÃa era el Polizeiobermeister Leopold Müller, que justamente volvÃa a la zona después de haberse permitido una pausa en un bar cercano para entrar en calor y guarecerse durante unos minutos de la fuerte lluvia que habÃa empezado a caer a primera hora de la madrugada. Como en las rondas anteriores, inspeccionó las barreras que impedÃan el paso a los peatones y después subió al puente para observar el correr del agua. Entonces lo vio y lo creyó un ahogado accidental. Leopold Müller maldijo en ese momento su suerte y temió que esa muerte se hubiera debido a una falta de atención durante su servicio. Después llamó de inmediato a la central y notificó el hallazgo.
Cuando sólo una hora más tarde otros agentes de la policÃa inspeccionaron el cuerpo recién sacado del agua descubrieron que el muerto tenÃa una profunda herida de arma blanca en el pecho. En ese momento a Leopold Müller se le escapó un suspiro de alivio, casi de alegrÃa; durante un par de segundos, puede que menos, perdió el control de los músculos faciales, que se expandieron en una amplia sonrisa, una lamentable reacción, cuyo recuerdo lo atormentarÃa después durante horas.
Y a pesar de saber que su pequeña, mÃnima, escapada al café no habÃa tenido una consecuencia tan nefasta, Leopold Müller sentÃa a ese muerto como algo suyo, algo que le atañÃa.
Leopold Müller habÃa sufrido toda su vida del dilema que suponÃa la grandeza de su nombre, de ecos imperiales y habsburguianos y la vulgaridad del apellido más común en todo el ámbito germánico. Ahora, a sus treinta años, parecÃa que Müller estaba a punto de imponerse a Leopold. Tras varios años en la policÃa y a pesar de haber sido uno de los mejores de su promoción, ascendÃa lentamente, sólo era Polizeiobermeister, y los jefes se atrevÃan sin problemas a mandarlo a patrullar por las calles de Fráncfort cuando se necesitaban refuerzos mientras que otros colegas quedaban siempre exentos.
Observó la escena desde el puente. La lluvia seguÃa cayendo sin pausa. Vio cómo un hombre de unos sesenta años envuelto en una gabardina empapada hablaba con un par de agentes, se acercaba al cadáver, se agachaba a su lado y lo inspeccionaba con detenimiento junto con uno de los policÃas, que le mostraba la herida en el pecho. Cuando se levantaban, le pareció que buscaban algo o a alguien. El hombre de la gabardina preguntó a una pareja de agentes que estaban controlando el acceso al puente. Uno de ellos señaló en su dirección. Lo buscaban a él. Le hicieron un gesto para que se acercara. Mientras bajaba, su personalidad escindida entre Leopold y Müller tomó una decisión. No podÃa asumir ese muerto flotante sin más.
2
VÃctimas de la teletienda
A esa misma hora, mientras sus compañeros pescaban el cadáver del rÃo, la comisaria Cornelia Weber-Tejedor y el subcomisario Reiner Fischer entraban en la central de una entidad bancaria en la Mainzer Landstraße. TenÃan un caso que cerrar, el de Jörg Merckele, un vigilante nocturno, al que su mujer habÃa matado de un martillazo en la cabeza. Ahora Cornelia Weber hacÃa traer a la señora Merckele al cuarto que su marido tenÃa en el edificio con la esperanza de que por fin hablara con ellos, pues lo único que tenÃan era una llamada a urgencias en la que habÃa dicho que su marido estaba muerto en el salón y que por favor pasaran a detenerla. Releyó sus notas. Sabiendo lo que habÃa en esa habitación, no era difÃcil imaginar los motivos de la señora Merckele, pero necesitaban una declaración y no sólo especulaciones.
La Mainzer Landstraße, una de las arterias financieras de la ciudad, estaba colapsada. La riada inminente habÃa obligado a cortar casi todas las calles cercanas al rÃo, los tranvÃas circulaban con irregularidad, no quedaba ni un taxi libre. De la Estación Central venÃa una segunda riada, humana, que se dirigÃa a los grandes edificios de los bancos, las aseguradoras y las entidades financieras. Una masa de personas a pie, en auto, en tranvÃa, cubrÃa como un tapiz la calle que llevaba hasta la Platz der Republik; en la primera bocacalle, la de la Mainzer Landstraße, se partÃa a izquierda y derecha; un resto compacto y resuelto seguÃa en lÃnea recta en dirección a los edificios de la Feria cortando el aire con los maletines.
En el banco los habÃa recibido un hombre de cuarenta años que aparentaba diez menos enfundado en un traje gris claro. Después de las presentaciones les dirigió una mirada que Cornelia ya conocÃa: estaba reajustando las jerarquÃas. Contra sus expectativas iniciales, la mujer no muy alta, seguramente de su misma edad, rubia y con la nariz ligeramente torcida, era la jefa. El cincuentón con cuerpo de boxeador maduro, el pelo grisáceo, corto, peinado en pinchos y unas cejas todavÃa oscuras y pobladÃsimas, era el segundo. A partir de ese momento, el hombre del traje gris se dirigirÃa siempre a la comisaria en primer lugar.
Asà fue y, por lo visto, notó Cornelia, habÃa recibido instrucciones muy concretas, pues desde el primer momento todos sus esfuerzos parecÃan concentrados en apartarlos de la vista de los empleados y visitantes. Era la hora punta de entrada. El hombre los guiaba dando pasitos cortos en dirección a una zona del vestÃbulo en la que quedaban a resguardo de las miradas del personal que entraba en el banco y ellos lo seguÃan sin oponer resistencia. Hablando sin cesar, los pastoreó lejos de la lÃnea invisible entre la puerta de entrada y el mostrador de recepción que parecÃa seguir la gente que entraba en el edificio. Con unos paneles cubiertos de carteles publicitarios habÃan intentado también esconder el precinto policial que impedÃa el acceso a la habitación del guarda, un cuartito que quedaba en un rincón detrás de una cabina acristalada justo a la entrada del edificio ocupada ahora por un guarda joven. Los visitantes pasaban rápidamente por delante de esta figura que tenÃa únicamente la función de dar la sensación de seguridad y se dirigÃan a un largo mostrador de maderas nobles detrás del cual tres mujeres con chaquetas del mismo color verde que el logotipo del banco se encargaban de dirigirlos a su destino, al que sólo podÃan acceder después de pasar un control de seguridad, detector de metales e inspección de maletines y bolsos. Ya nadie protestaba por esos controles, en todas las sedes bancarias de Fráncfort se habÃan convertido en una costumbre, bastaba con observar la rutina con que los visitantes levantaban los brazos para que los vigilantes pasaran los detectores y cómo depositaban sin que se lo pidieran todo lo que llevaban consigo en la cinta transportadora.
Cornelia y Reiner Fischer esperaban el coche en que venÃa la señora Erna Merckele. QuerÃan entrar con ella en el cuarto, poder observar su reacción, si es que habÃa alguna. Hasta entonces, aparte de la confesión del asesinato, no le habÃan sacado una palabra. Completamente ausente, habÃa dejado caer sobre sà los interrogatorios con el fatalismo con que otros soportan una súbita tormenta. Cornelia tenÃa que admitir que esos interrogatorios también habÃan sido diferentes. No es lo mismo tener delante al cabecilla de una banda de matones o a un yonqui, que a un ama de casa que al ser detenida pidió antes que nada que le dejaran llevarse unas zapatillas para estar cómoda en la celda. Durante los interrogatorios, marcados por el mutismo de Erna Merckele, Cornelia no habÃa podido apartar de su mente las zapatillas de pana granate con suelas anatómicas de goma.
El hombre del traje gris, visiblemente incómodo, intentaba darles conversación y les referÃa algunos datos sobre el edificio y la colección de arte que albergaba en sus plantas. Lo escuchaban con fingido interés, por deferencia ante el ingente esfuerzo que estaba llevando a cabo a fin de llenar una espera que para ellos formaba parte de la rutina, pero para él era a todas luces una tortura. Asà que mientras aguardaban a que les trajeran a la asesina, Cornelia sonreÃa cortésmente cada vez que el hombre parecÃa necesitar un poco de ánimo para seguir con sus explicaciones. Aunque tenÃa que reconocer que lo que les estaba contando en ese momento empezaba a ser un poco más interesante, ya que el hombre, con la excusa de debatir con los policÃas la cuestión de la moralidad del artista, les estaba narrando con un detallismo morboso el caso del pintor alemán, cuyas obras colgaban de las paredes de una planta del banco, que habÃa sido sorprendido en un hotel de lujo con siete prostitutas en plena orgÃa de coca. A Cornelia la cuestión de la moral del artista maldito le interesaba bien poco; lo que se estaba preguntando es qué hacÃa ese tipo con siete prostitutas. Pero el hombre del traje gris se interrumpió de súbito y la mirada de alarma que dirigió a un punto a sus espaldas les dio a entender que el coche patrulla con Erna Merckele ya habÃa llegado. Se volvieron. El coche estaba aparcando justo delante de la puerta. Dos agentes, un hombre y una mujer, descendieron. La agente abrió la portezuela trasera y ayudó a la señora Merckele a salir, le tendió un brazo en el que ella se apoyó. ParecÃa aún más desgastada y cansada que en los dÃas anteriores, durante los infructuosos interrogatorios. Las mejillas abultadas colgaban tan flácidas como los restos de la permanente que le cubrÃa la cabeza. Llevaba un vestido oscuro bajo el anorak y se encorvaba sin necesidad debajo del paraguas que sostenÃa la agente con el brazo libre. Cornelia constató con alivio que no la habÃan esposado. Mientras el hombre del traje dirigÃa miradas asustadas a las recepcionistas y controlaba si los visitantes del banco habÃan percibido el coche patrulla, cosa que realmente habÃa sucedido, Cornelia y Fischer salieron al encuentro de Erna Merckele. Algunos curiosos observaban ya dentro y fuera del banco. El hombre del traje gris estaba fuera de sÃ, pero no se atrevÃa a darles prisa para que desaparecieran de la vista. Cuando oyó que la comisaria ordenaba al agente que se quedara en el auto y a la policÃa que permaneciera delante de la puerta del cuartito mientras ellos estuvieran dentro, pareció entender que sus esfuerzos por disimular la situación eran inútiles y claudicó.
Resignado, les abrió la puerta de la habitación. Era una puertecilla revestida de la misma madera que cubrÃa el resto de la pared. Sólo la delgada lÃnea oscura del contorno de la hoja delataba su presencia. Quizás esto explicaba por qué nadie, absolutamente nadie en el banco, se habÃa interesado durante todos aquellos años por lo que pudiera esconderse detrás.
—Hemos tenido que hacer una copia de la llave del señor Merckele. Por más que buscamos, no conseguimos encontrar otra y la empresa que se encarga del mantenimiento del edificio ni siquiera tenÃa constancia de que existiera esta habitación.
Se quedó en la puerta. No querÃa entrar.
—Si me necesitan, estaré enfrente, en la recepción.
Entraron en la habitación sin ventanas y cerraron la puerta tras ellos. Cornelia ya conocÃa ese cuarto; Fischer lo visitaba por primera vez.
Jörg Merckele habÃa trabajado durante tantos años allà que a nadie le habÃa extrañado que dispusiera de esa pequeña habitación para él solo. Los otros vigilantes lo habÃan asumido como un privilegio del más veterano entre ellos, que, además, tenÃa el turno más duro y desagradecido, el nocturno. Anteriormente, hacÃa de eso ya más de diez años, Merckele recorrÃa el edificio con otros compañeros. Después el banco habÃa decidido que era mejor que hubiera siempre un vigilante visible sentado en la garita para que quedara bien claro que el edificio estaba vigilado. Y le tocó a Jörg Merckele quedarse ahà dentro mientras otros iban haciendo rondas por la torre. De ese modo, pasaba casi toda la noche a solas, exceptuando las visitas esporádicas de los compañeros. Ocho horas cada noche, de las once a las siete. Curiosamente, a nadie pareció llamarle la atención que siempre llegaran paquetes para el vigilante nocturno remitidos a la dirección del banco. Ya se sabe que los vigilantes nocturnos tienen sus rarezas. Tantas horas solos, tanto tiempo para pensar. Asà que los encargados del correo dejaban los paquetes en el casillero de Merckele como dejaban a diario otros miles de envÃos. Por lo que averiguaron después, los paquetes grandes se los hacÃa enviar a primera hora de la mañana, asà que los podÃa recoger personalmente y meterlos en el cuartito. De lo contrario, ¿cómo podrÃan haber pasado desapercibidos los aparatos de gimnasia que habÃa comprado?
ParecÃa que al principio habÃa llegado a hacer uso de alguno de ellos. En el suelo yacÃa, esperando, una extraña estructura de acolchados y tubos metálicos que resultó ser un aparato gimnástico para hacer abdominales. Al lado, polvoriento y amarilleado, un folletito con fotos de muchachos y muchachas musculosos que mostraban sonrientes cómo realizar los ejercicios y unos estómagos planos en los que se marcaban con perfecta nitidez unos músculos modelados. Viéndolos, la figura de Jörg Merckele, un hombre más bien ablandado por la edad, aún se le aparecÃa más patética. ¿Qué habrÃa imaginado mientras se torturaba un par de semanas balanceándose en esa estructura metálica, mirando quizás de reojo las fotos? ¿Pensaba acaso en la admiración de su mujer? ¿O tal vez soñaba con invitar a ese cuarto a algunas de esas chicas prodigiosas que se veÃan en el folleto? En veinte metros cuadrados se amontonaban tantos objetos que moverse significaba hacerse camino por un desfiladero de cajas y cartones que en unas partes llegaban hasta los hombros y en otras incluso sobrepasaban sus cabezas.
Una de las montañas estaba formada por trece aspiradores ordenados por tamaños. El mayor, un monstruo dotado de un depósito gigantesco para producir vapor de agua, en la base; el más pequeño, un disco de metal con ruedas, en la punta de la pirámide. Al lado se apilaban ollas como torres de metal, los productos quÃmicos de limpieza alineados en filas estrictas y según su función: espráis para alfombras y para sofás, blanqueadores de visillos, quitamanchas para grasa, para tinta, para sangre, abrillantadores de madera, ceras para parqué, protectores para la plata. En un rincón, tubos con tabletas para desinfectar dentaduras postizas ordenados en rÃgida formación como los tubos de un órgano.
—Suficientes para cubrir las necesidades de un asilo de ancianos durante años —dijo Reiner Fischer tomando uno de ellos y colocándolo después con cuidado en el mismo lugar.
—No seas bruto.
El subcomisario entendió al momento. HabÃa olvidado la presencia de la señora Merckele, que durante todo ese tiempo habÃa permanecido en la puerta sin querer avanzar hacia el interior de la habitación. Pidió disculpas.
Al fondo se amontonaban en un equilibrio inestable paquetes con sábanas para camas pequeñas, dobles y extralargas, de algodón, lino y raso, blancas, de colores o estampadas. Varias cuberterÃas, tazas de motivos que iban desde los modelos nostálgicos hasta el diseño futurista, varias colecciones de libros, clásicos, más de sesenta volúmenes de las obras completas de Konsalik, veinte de Agatha Christie, unos ochenta de Karl May, equipos de alta fidelidad, cedés:
—La colección de los éxitos de los setenta la tiene —se corrigió—, la compró incluso dos veces.
Cornelia observó las cajas de cedés que habÃa señalado Fischer. Ya habÃa encontrado un par de cosas repetidas y todas tenÃan algo en común: eran las pocas de las que podÃa imaginarse que reflejaban los verdaderos gustos e intereses de Jörg Merckele. La música que realmente escuchaba cuando volvÃa a su casa, los libros que leÃa, las herramientas que usaba. Eran los únicos objetos que parecÃan usados, pero sólo uno de los ejemplares. Los otros, como todos los objetos en los que durante años habÃa despilfarrado los ahorros de la pensión, estaban incluso envueltos en el celofán original.
La mayor sorpresa se la llevaron cuando abrieron una gran caja de madera que se sostenÃa en un equilibrio inestable sobre una miscelánea de utensilios de cocina, paquetes de ropa interior y productos cosméticos.
—Parece el tesoro de Alà Babá —se le escapó a Fischer.
Y asà era. Dentro de ese cajón encontraron por lo menos un centenar de estuches con joyas: corazones con brillantes para San ValentÃn, anillos simples o con piedras, colgantes para el dÃa de la madre, pendientes con perlas, en oro, plata o platino, broches, pulseras…
—Y yo en bata toda la vida.
Oyeron la voz de la señora Merckele, que los habÃa estado observando todo el tiempo apoyada en la puerta cerrada. Se volvieron hacia ella. Se tambaleaba peligrosamente. Buscaron un lugar para que pudiera sentarse, pero era imposible en esa confusión de paquetes y envoltorios. Cornelia la sostuvo mientras Fischer pedÃa a la agente que vigilaba la puerta que les trajera una silla y un vaso de agua.
La señora Merckele bebió un par de sorbos y fijó la mirada en un montón de sábanas para cunas de bebé.
—¿Está pensando en su nieta?
—Mi hija la ha tenido que dejar en casa, en Estados Unidos. Me habrÃa gustado ver a la niña. La trajeron el año pasado por Navidades. Pero no creo que en estas circunstancias fuera una buena idea venir con la pequeña. Pobrecita, no sé cómo le explicará mi hija que se ha muerto su abuelito.
Lo dijo como si ese abuelito del que hablaba no fuera el marido al que habÃa abierto el cráneo un par de dÃas atrás. Cornelia la miró e intentó imaginar el estupor de esa mujer cuando visitó a su marido en esa misma habitación el viernes de la semana anterior. De eso hablaba ahora:
—No lo habÃa hecho nunca en todos los años en que él trabajó aquÃ. Me presenté de madrugada porque la sospecha de que me estaba engañando no me dejaba dormir.
—¿Por qué creÃa usted que su marido la engañaba?
—En realidad fue por mi culpa. Nunca deberÃa haber mirado en sus cajones.
Cornelia apuntó en la dirección más habitual aunque Merckele no le parecÃa ni el autor ni el destinatario de cartas de amor.
—¿Encontró usted cartas de otra mujer?
—No, los extractos del banco. De la cuenta corriente y de nuestras libretas de ahorro. Él guardaba todos esos papeles bajo llave. Era la primera vez en años que los veÃa. Yo no entiendo de esas cosas, pero sà que vi enseguida que las libretas de ahorro estaban a cero y la cuenta corriente en números rojos.
—Señora Merckele —preguntó Fischer, que estaba apoyado en una columna de cajas de pequeños electrodomésticos—, ¿qué quiere decir con que era la primera vez que los veÃa?
—Pues justamente eso. Que no los habÃa visto nunca. SabÃa que Jörg los guardaba en esos cajones, pero siempre estaban cerrados con llave.
—No lo entiendo, señora Merckele —intervino esta vez Cornelia—, ¿cómo administraba usted entonces el dinero?
—Yo no administraba nada, sólo la semanada que me daba mi marido para los gastos de la casa. Él nunca me dejó que tocara las cuentas del banco. DecÃa que yo no tenÃa cabeza para eso. Cada lunes me daba el dinero para los gastos de la casa. Los extras se los tenÃa que pedir aparte. Si querÃa unos zapatos, tenÃa que decirle cuánto costaban exactamente y me daba el dinero; si necesitaba ir a la peluquerÃa, si se estropeaba algo en la casa, si querÃa comprarle algo a la niña o después a nuestra nieta, se lo pedÃa. Él decÃa que llevar las cuentas serÃa demasiado para mÃ, que no lo entenderÃa. Por eso los extractos los guardaba en un cajón para que no me calentara la cabeza con asuntos que no eran para mÃ. Pero tan tonta no he salido, ¿verdad? —Les sonrió con cierta picardÃa—. A fin de cuentas, los extractos los entendà a la primera. Aunque más me hubiera valido seguir tan ignorante como siempre.
—¿Por qué sospechó que su marido podÃa tener una amante?
—¿Qué habrÃa pensado usted, señora comisaria, si hubiera descubierto que el dinero de toda una vida de trabajo y ahorro ha desaparecido? Pensé que sólo podÃa haber una explicación, que habÃa gastado el dinero en otra. Como no podÃa dormir, la otra noche decidà cantarle las cuarenta. Me levanté de la cama, tomé un taxi y me planté aquÃ.
Erna Merckele habÃa llegado al edificio a las tres de la mañana. A esa hora esa parte de la ciudad, en la que sólo hay bancos y oficinas, estaba desierta. El taxista le habÃa preguntado si estaba segura de la dirección y al llegar incluso le habÃa dicho que si querÃa que la esperara, pero ella lo habÃa despedido. Durante el viaje habÃa leÃdo en las tarifas pegadas en la ventanilla el precio del minuto de espera.
En cuanto el taxi se hubo marchado, la señora Merckele se acercó al edificio y miró a través de los cristales. PodÃa ver la caseta acristalada, su marido estaba dentro. Golpeó con fuerza y esperó a que, superada la confusión inicial, le abriera la puerta. Erna Merckele les contó que lanzó a su marido sus acusaciones de infidelidad a bocajarro y que éste por toda respuesta se limitó a reÃr y a empujarla suavemente a la habitación. Llevaba la llave en un estuche especial del que nunca se desprendÃa. Le abrió la puerta y con un amplio gesto del brazo le mostró todo lo que habÃa acumulado en la habitación.
—Todo para ti —habÃa dicho sin dejar de sonreÃr—, para nuestra vejez.
Durante una hora larga, ella escuchó sin entenderlas las explicaciones que le iba dando sobre los objetos que le mostraba. Le habÃa comprado incluso medias para controlar la figura en diferentes colores, tónicos para el pelo, diez pares de zapatillas para la casa. Después ella decidió marcharse.
—Creo que incluso le di las gracias.
Abandonó el edificó, paró un taxi por el camino y regresó a casa. Eso habÃa sucedido la noche del viernes al sábado. Cuando su marido volvió del trabajo, ella fingió dormir. Él se acostó también y se levantó para comer con ella.
—Desde que él era vigilante, se comÃa a las dos.
El resto del dÃa cada uno se ocupó de sus cosas, sin mencionar la visita nocturna. A las seis, como siempre, él puso la televisión para ver los resúmenes de la jornada de fútbol. A las seis y cuarto ella lo mató. Un martillazo seco, duro y brutal en la cabeza. En la calva blanquecina por la falta de luz de tantos años, que sobresalÃa del respaldo del sillón como un huevo gigantesco. Erna Merckele esperó incluso a que su marido dejara la cerveza, que como buen cervecero estaba bebiendo a morro de la botella, encima de una mesita baja al lado del sillón, asà que las únicas manchas fueron las de la sangre que manó abundantemente del cráneo abierto. Después del golpe, la señora Merckele se sirvió una cerveza en un vaso, se sentó en su sillón al lado del que ocupaba su marido muerto, se alegró de que ganara el Borussia Dortmund, de que perdiera el Stuttgart, su marido era de allÃ, y de que también perdiera el Hertha BerlÃn. Erna Merckele era muy federalista y le molestaba que después del paso de la capital de Bonn a BerlÃn, todo se estuviera centralizando en esa ciudad. Que el Bremen se impusiera al Rostock la alegró también, sobre todo porque les tenÃa manÃa a los del Este. Esperó el resultado del Eintracht Fráncfort. Empate. Siempre habÃa sido un equipo de los que hacen sufrir a los seguidores. El resto le daba más o menos igual. Cuando se terminó la cerveza, llamó a la policÃa y denunció su crimen.
—No soy tan tonta como creÃa mi marido. —Les dirigió una mirada interrogativa—. ¿Saben si me dejarán tener una tele en la celda? No tienen que comprarme ningún aparato nuevo, podrÃa llevarme el de casa. O uno de ésos.
Señaló un par de embalajes que contenÃan aparatos de televisión.
—Seguro que son mejores que el de casa, que ya tiene sus añitos.
3
Goethe en huelga
Después de tomar declaración a la señora Merckele la dejaron de nuevo en manos de los dos agentes y regresaron silenciosos a la Jefatura de PolicÃa. Cornelia no tenÃa ganas de hablar y Fischer no brilló tampoco por su locuacidad. El caso Merckele era demasiado sórdido.
El tráfico era espeso como un pudin. Escucharon por la radio que la situación se habÃa agravado porque la lluvia habÃa provocado un corrimiento de tierras en unas obras en los terrenos de la antigua estación de mercancÃas que habÃa dejado al descubierto una bomba de la Segunda Guerra Mundial. Estos hallazgos eran relativamente frecuentes en todo el paÃs, pero esta vez se trataba del centro de la ciudad y esto habÃa obligado a desalojar la zona cercana, cortar varias lÃneas de tranvÃa y autobús y desalojar las viviendas colindantes. El caos a esas horas era total. Tardaron casi tres cuartos de hora en llegar, una eternidad cuando ninguno de los dos estaba de humor para conversaciones.
El edificio de la nueva Jefatura de la PolicÃa de Fráncfort, un dado aplastado y macizo de piedra oscura, se levantaba en una zona bastante desangelada de la ciudad en el cruce entre el cinturón de avenidas que recorre la ciudad por lo que hasta el siglo XIX fue el lÃmite norte de Fráncfort antes de que se fueran anexionando los pueblos cercanos y una de las calles que va subiendo hacia esos nuevos barrios, la Eckenheimer Landstraße, partida por la cicatriz de la lÃnea de metro que poco más allá de la Jefatura de PolicÃa sale a la superficie.
Al entrar en el edificio, Cornelia notó repentinamente que tenÃa hambre, pensó en pasar por la cafeterÃa, pero temió que Fischer la acompañara. El silencio ya le habÃa resultado bastante opresivo en el lento camino de vuelta como para aguantarlo ahora comiendo, donde lo más natural era que se conversara.
Subieron al despacho que compartÃan en el tercer piso. Cornelia aún no se habÃa acostumbrado a su nuevo despacho en el flamante Polizeipräsidium de Fráncfort. Las plantas que colmaban su antigua oficina se veÃan esmirriadas en ese espacio enorme que compartÃan varios comisarios y subcomisarios separados por tabiques bajos y ventanas interiores. Se sentaron en silencio ante sus respectivos escritorios. Les tocaba escribir los informes y eso implicaba volver a diseccionar todos los detalles de esa historia.
No fue asÃ. Al poco tiempo sonaba el teléfono. La comisaria tomó nota.
—Reiner, hay caso nuevo. Han encontrado el cadáver de un hombre presumiblemente apuñalado en el Alte Brücke.
La comisaria se puso la chaqueta con prisa. Reiner Fischer permanecÃa sentado.
—Venga, es urgente. La zona donde ha aparecido el cadáver está amenazada por la riada.
—Ve tú primero. Tengo que hacer un par de llamadas importantes. Tomaré mi coche.
—Está bien, pero no me tardes.
—Que no.
Otra vez tendrÃa que luchar contra el colapso circulatorio. Llegar precisamente al rÃo no iba a resultar fácil. Aunque no le gustaba demasiado, decidió usar la luz azul.
Mientras se aproximaba a la zona, se preguntó cuánto faltarÃa para que la riada alcanzara a la ciudad. TendrÃan que darse prisa en recoger todo lo que pudiera ser importante antes de que el agua se lo llevara por delante. Desde la central se puso en contacto con los policÃas que ya estaban en la zona y comprobó que hubieran acordonado la zona. Cerrar el Alte Brücke suponÃa bloquear una de las vÃas más importantes entre las dos orillas del rÃo, pero era necesario. La voz al otro lado de la lÃnea se lo confirmó y le dijo que el forense ya estaba allÃ. Claro, sólo tenÃa que cruzar el puente.
Enfiló Untermainkai, la calle paralela al rÃo. Todas las entradas de las casas a lo largo de las dos orillas aparecÃan cubiertas con montones de sacos de arena. Al otro lado del rÃo, en el barrio de Sachsenhausen, las precauciones se habÃan extendido a las calles cercanas al Meno. Los más previsores subÃan a sus viviendas los objetos de cierto valor que pudieran albergar los sótanos.
Con todo, la riada no iba a ser la peor que habÃa vivido la ciudad. Los pilares del Eiserner Steg, un puente más abajo, asà lo constataban. Por cada gran riada, una marca y una fecha. La más alta el 27 de noviembre de 1882, cuando el nivel del agua alcanzó los 6,35 metros.
Cornelia aparcó el coche sobre la acera enfrente del puente. SeguÃa lloviendo. Justo al lado del pilar del Alte Brücke los agentes de huellas inspeccionaban el cuerpo, recogÃan muestras del suelo y de la ropa del muerto y las metÃan en bolsitas de plástico. Caminaban por la orilla embutidos en trajes blancos impermeables con capucha y guantes que sólo dejaban la cara al descubierto. Se movÃan con extrema lentitud para no borrar posibles huellas, parecÃan astronautas abandonados en un paisaje de matorrales raquÃticos.
—Me temo que lo único que vamos a encontrar aquà son latas y botellas del chiringuito que hay al pie del puente. En mi opinión, el cadáver cayó al agua bastante más arriba.