1
Los gritos la llamaban. Penetraban como una lanza sonora todos los demás ruidos nocturnos del centro de Oslo: el rumor incesante de los coches en la calle, la sirena que subÃa y bajaba a lo lejos, las campanas de la iglesia, que acababan de empezar a repicar. Era ahora, por la noche y a veces antes del alba, cuando salÃa a cazar para comer. Olisqueó el sucio linóleo que cubrÃa el suelo de la cocina. Registró y clasificó rápidamente los olores en las tres categorÃas: comestible, amenazador o irrelevante para la supervivencia. El olor agrio de la ceniza gris del tabaco. El dulce sabor azucarado de la sangre en una bolita de algodón. El olor amargo a cerveza de la parte inferior de la chapa de Ringnes. Moléculas de dióxido de azufre, de nitrógeno y de carbono surgÃan de un cartucho metálico vacÃo con espacio para una bala de plomo de 9×18 mm, también llamada simplemente Makarov, por la pistola a la que dicho calibre se habÃa ajustado originalmente. Humo de una colilla todavÃa ardiendo con el filtro dorado y el papel negro con el águila nacional rusa. El tabaco se podÃa comer. Y allà estaba: un olor a alcohol, cuero, grasa y asfalto. Un zapato. Lo olfateó y decidió que no era tan fácil de consumir como esa chaqueta del armario que olÃa a gasolina y al animal en proceso de putrefacción del que estaba confeccionada. Asà que su cerebro de roedor se concentró ahora en cómo franquear aquello que tenÃa delante. Lo habÃa intentado por los laterales, habÃa intentado meter el cuerpo, de veinticinco centÃmetros de longitud y menos de medio kilo de peso, para llegar al otro lado, pero no hubo forma. El obstáculo estaba de costado, con la espalda pegada a la pared, tapando el agujero que conducÃa hasta su madriguera y hasta sus ocho crÃas recién nacidas, ciegas y sin pelaje, que reclamaban sus mamas con ansia creciente. La montaña de carne olÃa a sal, sudor y sangre. Era un ser humano. Un ser humano que todavÃa estaba vivo. TenÃa unos oÃdos lo bastante sensibles como para captar los débiles latidos del corazón a pesar de los chillidos de hambre de las crÃas recién nacidas.
TenÃa miedo, pero no habÃa elección. Alimentar a su prole estaba por encima de cualquier peligro, de cualquier esfuerzo, de cualquier otro instinto. Asà que permaneció con el hocico levantado esperando a que llegara la solución.
Ahora las campanas de la iglesia iban al compás de aquel corazón humano. Un golpe, dos. Tres, cuatro…
Enseñó los dientes de roedor.
Julio. Mierda. Uno no se puede morir en julio. ¿De verdad que lo que estoy oyendo son campanas o es que esas putas bolas tenÃan alucinógenos? Vale, esto se acaba aquÃ. ¿Y qué coño importa? Aquà o allÃ. Ahora o más tarde. Pero ¿de verdad que me merecÃa morir en julio? Con el canto de los pájaros, el tintineo de las botellas, las risas desde el rÃo Akerselva y toda esa felicidad de mierda propia del verano justo delante de la ventana. ¿Me merecÃa estar tirado en el suelo infecto de una choza de yonquis, con un agujero de más en el cuerpo? ¿Un agujero por donde se me escapan la vida, los segundos y los recuerdos de todo lo que me ha traÃdo hasta aquÃ? Todo, lo grande y lo pequeño, el montón de casualidades y las cosas elegidas a medias. ¿Ese soy yo, ya está, esa es mi vida? Yo tenÃa planes, ¿verdad? Y ahora es una bolsa llena de polvo, un chiste sin gracia, tan corto que me hubiese dado tiempo a contarlo antes de que esa puñetera campana dejara de sonar. ¡Los lanzallamas del infierno! Nadie me contó que morirse iba a doler tanto. ¿Estás ahÃ, papá? No te vayas, ahora no. Escucha, la historia dice asÃ: Me llamo Gusto. Vivà hasta los diecinueve años. Tú eras un tÃo malo que se acostó con una mujer mala y, nueve meses más tarde, aparecà yo, y me llevaron con una familia de acogida antes de que pudiera aprender a decir «papá». Allà hice todas las trastadas que pude, pero ellos simplemente me arropaban todavÃa más asfixiándome con el edredón de los desvelos y me preguntaban qué podÃan darme para que me tranquilizara. ¿Un puto helado? No comprendÃan para nada que a los tÃos como tú y como yo tenÃan que fusilarnos enseguida, exterminarnos como a alimañas, porque transmitimos enfermedad y corrupción y nos reproducimos como ratas a poco que nos den la posibilidad. Ellos tienen la culpa. Pero ellos también quieren cosas. Todo el mundo quiere algo. TenÃa trece años la primera vez que lo vi en los ojos de mi madre de acogida; vi lo que ella querÃa.
—Qué guapo eres, Gusto —me dijo.
HabÃa entrado en el baño; yo no habÃa cerrado la puerta y no habÃa abierto el grifo de la ducha para que el sonido no la pusiera sobre aviso. Se quedó justo un segundo de más antes de irse. Y me reÃ, porque ahora lo sabÃa. Ese es mi talento, papá, puedo ver lo que quiere la gente. ¿Lo he heredado de ti? ¿Tú también eras asÃ? Cuando ella se fue me miré en el espejo grande del baño. No era la primera en decÃrmelo: que era guapo. Me habÃa desarrollado antes que los otros chicos. Era alto, delgado, ancho de hombros y musculoso. TenÃa el pelo tan negro que brillaba, como si rechazara toda la luz. Los pómulos marcados. La barbilla ancha y recta. Una boca grande y ávida, pero de labios carnosos como los de una chica. La piel morena y lisa. Los ojos castaños, casi negros. Los chicos de mi clase me llamaban «la rata parda». Didrik, se llamaba asÃ, ¿no? Bueno, el que querÃa ser pianista. Yo habÃa cumplido quince años y lo dijo alto, en plena clase.
—La rata parda no sabe ni leer bien.
Yo me reÃ, simplemente, y sabÃa por qué lo dijo; y lo que querÃa. Kamilla, la chica de la que él estaba enamorado en secreto, estaba no tan secretamente enamorada de mÃ. En el baile de la clase le habÃa tocado un poco lo que tenÃa por debajo del jersey. Que no era mucho. Se lo conté a varios de los chicos, supongo que Didrik lo oyó y decidió dejarme fuera. No es que a mà me importase mucho formar parte del grupo, pero que te excluyeran era otra cosa. Asà que me fui al club de moteros a ver a Tutu. Ya habÃa empezado a pasar un poco de hachÃs para ellos en el colegio, y les expliqué que, si querÃan que hiciera un buen trabajo, necesitaba respeto. Tutu dijo que se encargarÃa de Didrik. Después, Didrik se negó a explicarle a nadie cómo se las habÃa apañado para pillarse dos dedos justo debajo de la bisagra superior de la puerta del servicio de los chicos, pero nunca más me llamó rata parda. Y, efectivamente, tampoco llegó a ser pianista. ¡Joder, cómo duele! No, no necesito que me consueles, papá, lo que necesito es un chute. Un último chute nada más y te prometo que dejo este mundo tranquilamente. Ya vuelve a sonar la campana. ¿Papá?
2
Era casi medianoche en Gardermoen, el aeropuerto de Oslo, cuando el vuelo SK-459 de Bangkok a Oslo se situó en el espacio indicado para desembarcar al lado de la puerta 46. El comandante Tord Schultz accionó el freno y el Airbus 340 se detuvo por completo; a continuación, cortó rápidamente el suministro de queroseno. El chirrido metálico de los reactores bajó de frecuencia hasta quedar reducido a un murmullo bonachón que terminó por extinguirse. Tord Schultz tomó nota de la hora mecánicamente, tres minutos y cuarenta segundos desde el aterrizaje, doce minutos antes del horario establecido. Él y el copiloto empezaron a repasar la lista de comprobación de parada y de aparcamiento, ya que el avión debÃa quedarse estacionado hasta la mañana siguiente. Con todo lo que habÃa dentro. Hojeó en la carpeta del diario de a bordo. 20 de septiembre… En Bangkok seguÃa la temporada de lluvias y hacÃa el mismo calor húmedo de siempre, habÃa echado de menos el frescor de las primeras tardes de otoño. Oslo en septiembre. No habÃa un sitio mejor en el mundo. Rellenó la casilla del fuel que habÃa sobrado. La contabilidad del carburante. En alguna ocasión, habÃa tenido que justificarlo. Después de volar desde Amsterdam o Madrid a más velocidad de la económicamente rentable, gastando miles de coronas en carburante para llegar a tiempo. Al final, el jefe de pilotos lo llamó a su despacho.
—¿Llegar a tiempo para qué? —le gritó—. ¡No habÃa ningún pasajero que tuviera que hacer transbordo!
—La compañÃa aérea más puntual del mundo —murmuró Tord Schultz citando la publicidad.
—¡La compañÃa aérea económicamente más jodida del mundo! ¿Esa es la única explicación que se te ocurre?
Tord Schultz se encogió de hombros. No podÃa decir la verdad, que habÃa dejado correr el combustible porque el que tenÃa que llegar a tiempo era él. Al vuelo que le hubieran asignado, a Bergen, Trondheim o Stavanger. Era muy importante que él y nadie más que él realizara ese vuelo.
Era demasiado viejo y lo único que podÃan hacer era echarle la bronca. HabÃa logrado evitar fallos graves, en el sindicato cuidaban de él y solo le faltaban unos pocos años para cumplir the two fives, cincuenta y cinco, y total, entonces podrÃa jubilarse. Tord Schultz soltó un suspiro. Unos pocos años para enderezar las cosas, para no acabar como el comandante económicamente más jodido del mundo.
Firmó el diario de a bordo, se levantó y salió de la cabina de vuelo para enseñarles a los pasajeros esa hilera de dientes blancos como perlas en su cara bronceada de piloto. Una sonrisa que les dirÃa que él era mÃster Seguridad en persona. Piloto. El tÃtulo profesional que, en su momento, lo convirtió en alguien importante a ojos de los demás. Lo veÃa perfectamente, veÃa cómo todos, mujeres y hombres, jóvenes y viejos, en cuanto se pronunciaba la palabra mágica «piloto», lo miraban de otra manera y descubrÃan el carisma, el encanto juvenil y desenfadado, pero detectaban también la frÃa precisión y la determinación del comandante del avión, la superioridad de su intelecto, y el coraje de quien desafÃa las leyes de la fÃsica y el miedo innato de la gente corriente. Pero de eso hacÃa mucho tiempo. Ahora lo consideraban el conductor de autobús que de hecho era y preguntaban cuánto costaba el billete más barato a Las Palmas y por qué en Lufthansa habÃa más espacio para las piernas.
A la mierda todos. A la mierda todos y cada uno.
Tord Schultz se quedó en la salida, al lado de la azafata, se irguió y pronunció sonriendo su Welcome back, Miss, con ese acento de Texas que habÃan aprendido en la academia de vuelo de Sheppard. Le respondieron con una sonrisa de aprobación. Hubo un tiempo en que, con una de esas sonrisas, prácticamente podÃa conseguir una cita en la sala de llegadas. De hecho, las habÃa conseguido. Desde Ciudad del Cabo hasta Alta. Mujeres. Ese habÃa sido el problema. ¿Y la solución? Mujeres. Más mujeres. Mujeres nuevas. ¿Y ahora? Debajo de la gorra de plato empezaban a asomar las entradas, pero el uniforme hecho a medida destacaba esa figura alta y esos hombros anchos. Cuando, al entrar en la academia de vuelo, no lo admitieron para pilotar cazas y terminó de piloto de carga de los Hércules, la bestia de carga del cielo, lo achacó a la estatura. Le dijo a su familia que tenÃa la espalda unos centÃmetros demasiado larga, que las cabinas de los Starfighter F-5 y F-16 obligaban a descartar a todos los que no fuesen enanos. La verdad era que no habÃa conseguido entrar por méritos. Su cuerpo sà dio la talla. Siempre habÃa dado la talla. El cuerpo era lo único que habÃa logrado mantener desde entonces, lo único que no se habÃa derrumbado ni se habÃa pulverizado. Como los matrimonios. La familia. Los amigos. ¿Cómo habÃa ocurrido? ¿Dónde estaba él cuando ocurrió? Probablemente, en una habitación de hotel de Ciudad del Cabo o de Alta, con la nariz llena de cocaÃna para compensar las copas del bar, que le habÃan aniquilado la potencia, y metiéndole la polla a una not-welcome-back-Miss para compensar todo lo que no era y nunca llegarÃa a ser.
La mirada de Tord Schultz se fijó en un hombre que se le acercaba entre las filas de asientos. Andaba con la cabeza baja, pero aun asà sobresalÃa entre los demás pasajeros. Era delgado y tenÃa la espalda ancha como él. Llevaba el pelo rubio corto y tieso como un cepillo. Era más joven que él, tenÃa pinta de noruego, pero no parecÃa un turista que volviera a casa, más bien un expatriado con ese bronceado suave, casi gris, tan tÃpico de los blancos que habÃan pasado tiempo en el sureste asiático. El traje de lino marrón, sin duda hecho a medida, daba la impresión de calidad y seriedad. Tal vez un hombre de negocios. Con una empresa no demasiado boyante: viajaba en turista. Pero no fue ni el traje ni la altura lo que atrajo la mirada de Tord Schultz. Fue la cicatriz. Arrancaba de la comisura izquierda y le llegaba casi hasta la oreja, como una hoz en forma de sonrisa. Grotesco y de un dramatismo espléndido.
—See you.
Tord Schultz dio un respingo, pero no le dio tiempo a devolverle el saludo antes de que el hombre saliera del avión. TenÃa la voz ronca, y los ojos enrojecidos también indicaban que acababa de despertarse.
El avión se quedó vacÃo. Aparcada en la pista, la furgoneta del personal de limpieza esperaba mientras la tripulación salÃa en bloque. Tord Schultz se fijó en que aquel ruso pequeño y fornido era el primero en bajarse de la furgoneta y lo vio apresurarse escaleras arriba con la leyenda del logo de la empresa Solox estampado en el chaleco amarillo reflectante.
See you.
El cerebro de Tord Schultz repetÃa las palabras mientras cruzaba el pasillo hacia el centro de tripulantes.
—¿No habÃa una bolsa de mano ahà encima? —preguntó una de las azafatas señalando la maleta Samsonite de Tord.
No se acordaba de su nombre. ¿Mia? ¿Maja? SabÃa que se habÃa acostado con ella una vez durante una escala en el siglo pasado. ¿O no?
—No —dijo Tord Schultz.
See you. ¿O sea, en el sentido de «Nos vemos»? ¿O en el de «Veo que me estás mirando»?