CapÃtulo 1
El fuego habÃa convertido la fortaleza de Morgause en un laberinto de ruinas carbonizadas que ni el velo de Britannia lograba disfrazar. O quizá el poder del velo no llegase hasta allÃ. Arturo habrÃa sabido distinguir con certeza hasta dónde alcanzaba el influjo de Britannia en aquellos remotos páramos del paÃs de Alba.
Arturo…
Instintivamente, Gwenn se llevó la mano a la empuñadura de Excalibur, que colgaba de su cinturón.
—¿Ya han dado aviso a mi tÃa de que hemos llegado? —preguntó, girando su caballo para acercarlo al de Erec, que comandaba su escolta—. ¿Por qué tarda tanto?
—Majestad, os sugiero que, en lugar de esperar aquà en la muralla, vayamos entrando en el patio de armas y organizando el alojamiento de los hombres. Los caballos necesitan descanso, ha sido una jornada larga. Y nadie se va a oponer a que la reina se instale en la fortaleza de su familia.
—Sobre todo, porque son ellas las que me han llamado —murmuró Gwenn—. Aun asÃ, sabÃa que serÃa duro. SÃ…, quizá no debà venir.
Pese a sus dudas, espoleó su caballo y lo hizo avanzar bajo el arco ennegrecido de la muralla. Erec y sus hombres la siguieron. Gwenn se volvió para buscar con la mirada a Enid, que cabalgaba en la retaguardia a lomos de una yegua gris. En los últimos meses se habÃa convertido en su dama de confianza, y en ese momento sentÃa que la necesitaba más que nunca.
La joven captó la señal de la reina y se abrió camino al trote entre los soldados. Cuando llegó a la altura de Gwenn, miró las torres medio derruidas que se alzaban a su alrededor.
—Este lugar ni siquiera parece habitado —observó—. ¿Por qué no lo han reconstruido? Hace ya un año de…, bueno, del incendio.
Se interrumpió abruptamente, consciente de que habÃa hablado con excesivo descuido.
—Lo siento, Majestad —añadió en voz baja—. Me imagino lo que debéis de estar sintiendo en estos momentos.
Gwenn la miró a los ojos.
—No, Enid —contestó—. No puedes imaginártelo. Nadie puede.
Recordaba las horas de espera en el muro Antonino como si todo hubiese ocurrido la vÃspera. Su creciente inquietud, su decisión de enviar un escuadrón de hombres en busca de su marido, que no regresaba. El acuerdo de paz con los pictos aún estaba muy reciente, y Erec le habÃa confesado que algunas tropas del norte se resistÃan a aceptar sus términos. Quizá lo hubiesen retenido en contra de su voluntad para forzar una negociación.
Eso, si no se trataba de Mordred.
Lance ya estaba organizando a los caballeros que iban a acompañarlo en su incursión en Alba cuando llegó el mensajero. Era un anciano renqueante que montaba una mula casi tan vieja como él. Sus ropajes negros de la cabeza a los pies no presagiaban buenas noticias.
Al principio, Gwenn no quiso creerle. Le parecÃa absurdo. Arturo era demasiado inteligente como para haberse dejado acorralar por Mordred en una fortaleza que le era hostil.
Sin embargo, el anciano aportó numerosos detalles que hacÃan verosÃmil su relato. Y, sobre todo, traÃa algo consigo que confirmaba la veracidad de sus afirmaciones. TraÃa a Excalibur.
Gwenn deslizó la mirada sobre los ruinosos muros, sobre las piedras negras de la base de las torres. ¿Dónde habrÃa caÃdo Arturo? ¿En qué lugar exacto de aquel nido de ratas que el fuego habÃa devorado sin piedad?
Jamás le perdonarÃa a Mordred aquella muerte tan innoble. Ni siquiera habÃa dejado un cadáver reconocible al que rendir un último homenaje.
Jamás se perdonarÃa a sà misma por haberlo dejado partir.
La voz de Erec hizo que volviese a la realidad.
—Creo que es vuestra tÃa —le susurró—. Por lo visto quiere hablaros.
Gwenn observó a la mujer frágil y esquelética que avanzaba hacia ella con paso inseguro. Lo único reconocible de la antigua Morgause en aquel cuerpo devorado por los años eran algunos mechones cobrizos que aún destacaban entre sus canosos cabellos, arreglados en un recogido de complicadas trenzas.
Gwenn desmontó para ir al encuentro de la viuda de Lot. Al acercarse, descubrió que el brillo malévolo de sus ojos azules no habÃa cambiado, aunque ahora se enmarcaba en unos párpados hinchados que apagaban toda su belleza.
—Aunque te parezca mentira, me alegro de verte. —Fue el saludo de la anciana. Y Gwenn supo, por la expresión de la cara y el tono de la voz, que no estaba mintiendo—. Sé que estarás cansada —continuó—. Pero, ya que has llegado hasta aquÃ, te aconsejo que hagas un último esfuerzo y que vayas a verla de inmediato. Es muy probable que no pase de esta noche. Y me figuro que querrás despedirte.
—¿Fue ella la que pidió que enviaseis a buscarme?
Morgause asintió.
—Lleva semanas repitiéndolo a todas horas. ¿Qué quieres? Sabe que se está muriendo, y quiere irse en paz.
—Un poco tarde para eso —dijo Gwenn, frunciendo el ceño.
—SÃ. Bueno…, qué sé yo, la cercanÃa de la muerte nos vuelve cobardes, supongo. El caso es que has venido. Y digo yo que será porque estás dispuesta a darle lo que quiere. Ven, te llevaré con ella. Al menos, escúchala.
Gwenn dejó que su tÃa la condujese hasta un pabellón construido en mitad del patio de armas con los restos de una de las torres y cubierto con un tejado de paja enmohecida por la humedad. Pese al aspecto humilde del exterior, al traspasar el umbral la muchacha se encontró en un salón amplio y lujosamente decorado con tapices antiguos. Lo atravesó, adaptando sus pasos a los lentos movimientos de Morgause, y después de cruzar un arco protegido por una cortina de brocado escarlata, entró en una estancia mucho más pequeña que la anterior e iluminada por el fuego que ardÃa en la chimenea. Los olores de la enfermedad y los de las hierbas medicinales que se estaban usando para tratarla llenaban el ambiente: romero, lavanda y orines mezclaban sus efluvios en una combinación nauseabunda.
—Os dejo solas —anunció Morgause—. No seas demasiado dura con ella.
Era evidente que la viuda de Lot ansiaba alejarse del lecho de su hermana moribunda lo antes posible. Muy propio de Morgause… Rehuir los aspectos más desagradables de la existencia cuando ya no podÃa seguir ignorándolos.
Gwenn se aproximó al lecho donde yacÃa Igraine y contempló unos segundos en silencio el rostro de su madre. Su piel amarillenta seguÃa exhibiendo la tersura de la seda, excepto en la zona de los ojos, rodeados de finÃsimas arrugas que se entrelazaban como un delicado encaje.
TenÃa la frente perlada de sudor, pero su mirada era lúcida. Gwenn supo que la habÃa reconocido en cuanto aquellos iris claros y frÃos se posaron en su rostro.
—Gracias por haber venido —murmuró.
Le costaba trabajo articular cada sonido, pero parecÃa decidida a hacer el esfuerzo. No le tendió una mano a su hija, y esta tampoco hizo el ademán de ofrecérsela. Se sentó, no obstante, en el lecho, junto a la anciana.
—Mi pobre Gwe