Me estoy muriendo. No, no es que sufra una enfermedad terminal ni que los médicos me hayan desahuciado. La última vez que me vieron fue para decirme que me encontraban bien, y más después de haber sufrido un infarto y una operación para cambiarme las válvulas del corazón. Tengo, sÃ, un poco alto el azúcar y el colesterol, y la tensión en el lÃmite, pero, dicen, nada que no pueda corregirse tomando unas cuantas pastillas todos los dÃas, haciendo dieta y prescindiendo del tabaco y el alcohol.
—Camine, lo que le conviene es caminar. Es la mejor medicina. Ya les gustarÃa a muchos con su historial tener su aspecto —me dijo el doctor intentando animarme.
No le dije nada. ¿Para qué? Yo sé que me estoy muriendo más allá del resultado de los análisis de sangre o del cardiograma. ¿Que cómo lo sé? Lo sé porque me miro al espejo cada mañana y observo las manchas parduscas que me han aflorado en el cuerpo. Parecen lunares, pero en realidad son la señal de que la piel se muere. No hay centÃmetro de mi piel que no haya perdido elasticidad.
Miro mis manos y ¿qué veo? Unos hilos azules transparentándose a través de la piel. Los mismos hilos azules que cruzan mis piernas. Son las venas que adquieren la rigidez de la piedra.
«Estás más interesante ahora que a los veinte», escucho decir a algunos hipócritas. Mienten. Sobre todo las mujeres. Lo único que tengo de interesante es la cuenta corriente y estar en la lista de Who’ Who.
Hace tiempo que descubrà que los otros no te ven por cómo eres, sino por lo que representas o tienes. Las mismas canas, la misma piel grisácea serÃan contempladas con indiferencia o incluso con asco si sólo fuera uno de esos seres anónimos que te encuentras en cualquier rincón de la ciudad.
¿Cuánto me queda de vida? Acaso un dÃa, una semana, cinco, seis, diez años… o puede que mañana me despierte con un dolor agudo en el pecho, o que me descubra un bulto mientras me estoy duchando, o que pierda el conocimiento por un mareo, y entonces el mismo médico zalamero me dirá que tengo un cáncer en el pulmón, en el páncreas o en cualquier otro lugar. O quizá me diga que mi corazón cansado vuelve a fallar y necesita una nueva válvula. Lo que sea para justificar que de un dÃa para otro la muerte acabó dando la cara.
Pero yo no necesito que me salga un bulto, o marearme, o que me lata deprisa el corazón. Yo sé que me estoy muriendo porque he llegado a esa edad en la que no cabe engañarse e intuyes que empiezas a vivir en tiempo de descuento.
Esta noche la muerte me ronda el pensamiento y me he puesto a elucubrar cómo será el último minuto de mi vida. Temo que sea en la cama de un hospital sin poder decidir sobre mi propia existencia. Me imagino incapaz de moverme y acaso ni de hablar, comunicándome sólo con gestos o con la mirada sin que nadie me entienda ni comparta mi sufrimiento.
No elegimos dónde ni cuándo nacemos, pero al menos deberÃamos poder decidir cómo afrontar el último minuto de nuestra vida. Pero hasta eso lo tenemos negado.
Como sé que ha llegado la hora en que la muerte va a presentarse, intento hacerme a la idea de cómo recibirla, cómo sortearla durante un tiempo, pero sobre todo cómo iniciar el camino a la no existencia.
Por eso, a la espera de la visita traicionera, esta noche me asaltan los recuerdos de mi vida, y al hacerlo me están dejando un sabor tan amargo como la hiel.
Soy un canalla, sÃ, es lo que siempre he sido y no logro arrepentirme por serlo, por haberlo sido. Aunque si fuera verdad lo que dicen los fÃsicos de que el tiempo no existe, deberÃamos tener la posibilidad de dar marcha atrás para asà lograr vivir esa vida que pudimos vivir pero que no hemos vivido.
¿Me equivoco si pienso y digo que todos cambiarÃamos hechos de nuestro pasado? ¿Que harÃamos las cosas de manera diferente a como las hicimos? Si pudiéramos volver sobre nuestros pasos… Quizá incluso yo las harÃa de distinto modo.
Hay individuos que dicen en alto: «No me arrepiento de nada». No los creo. La mayor parte de la gente tiene conciencia incluso a su pesar. Yo nacà sin ella, o al menos nunca la he encontrado, aunque quizá esta noche llama a mi puerta. Pero me resisto a dejarla pasar, porque nada puede modificar lo que nos atormenta.
Esta noche, mientras miro de frente a la muerte, hago recuento de lo vivido. Sé lo que hice y también sé lo que deberÃa haber hecho.
INFANCIA
1
TendrÃa siete u ocho años, y caminaba junto a la mujer que cuidaba de mà y de mi hermano. DebÃa de ser media tarde, hora en que salÃamos del colegio. Estaba de malhumor porque la maestra me habÃa regañado por haberme distraÃdo mientras explicaba no sé qué.
Mi hermano iba agarrado de la mano de MarÃa, pero yo preferÃa caminar a mi ritmo. Además, a MarÃa le sudaban las palmas y me molestaba el contacto de su piel húmeda sobre la mÃa.
Yo corrÃa de un lado a otro ignorando las quejas de MarÃa.
—Se lo voy a decir a tu madre. Todos los dÃas me haces lo mismo, te sueltas de mi mano y lo peor es que ni siquiera dejas que te agarre cuando cruzamos de una calle a otra, y no miras nunca si viene un coche. Un dÃa va a pasar algo.
MarÃa protestaba pero yo no le prestaba atención. Me sabÃa de memoria su retahÃla de reproches. De repente llamó mi atención un pequeño bulto junto a la acera. Me aproximé a ver qué era. Lo movà con el pie y para mi sorpresa vi que se trataba de un pájaro, un gorrión de esos que pueblan los árboles de la ciudad. Me pareció que estaba muerto y le arreé un puntapié desplazándolo fuera de la acera. Me acerqué con curiosidad para ver dónde estaba y descubrà que se movÃa, el suyo era un movimiento lento, como el último estertor. Bajé de la acera y volvà a darle una patada. El gorrión dobló la cabeza.
—Pero ¿qué haces bajándote de la acera? Hoy sà que se lo digo a tu madre, me tienes harta.
MarÃa me cogió de la mano y me obligó a caminar junto a ella. Me produjo una enorme irritación que tirara de mà y en cuanto se distrajo, le di una patada en la pantorrilla.
No me arrepiento de la patada que le di aquel dÃa a MarÃa, pero no puedo olvidar el cuerpo inerte del gorrión. Fui yo quien le arrebató el último aliento.
—¡Qué bruto! —exclamó Jaime mirándome con reprobación, no sé si por la patada a MarÃa o por la que le habÃa dado al gorrión.
—Tú cállate o te doy también a ti —respondà irritado.
Jaime no contestó. SabÃa que, a poco que se descuidara, tendrÃa que encajar otra de mis patadas o incluso un puñetazo en los riñones. Le sacaba dos años a mi hermano, de manera que siempre estaba en desventaja conmigo.
—Se lo voy a decir a tu madre. Es que no puedo contigo… Si sigues asà no iré más a buscarte al colegio. Eres un niño muy malo.
Malo. SÃ, ése era el reproche favorito de la maestra, de MarÃa e incluso de mi madre.
Mi padre me reprendÃa, pero nunca me calificó de «malo». Me conocÃa demasiado bien para despacharme con esa frase tonta de «eres un niño malo».
Si pudiera volver atrás… La escena serÃa parecida:
Yo caminarÃa junto a MarÃa y Jaime, sin que me importara poner mi mano en la palma sudorosa de mi cuidadora. TendrÃa que haberle comentado el motivo de mi malhumor a cuenta de la regañina de mi maestra, la señorita Adeline, y seguramente habrÃa recibido alguna palabra de consuelo de MarÃa. Algo asà como «no te preocupes, no es tan grave distraerse, ya verás que si mañana estás atento, a la señorita Adeline se le pasa el enfado».
Yo me fijarÃa en el bulto que se movÃa en la acera y le pedirÃa a MarÃa que nos acercáramos. «Mira… ahà hay algo, ¿podemos mirar?»
MarÃa refunfuñarÃa: «¿Qué más da?; anda, que llevamos prisa…», pero habrÃa terminado accediendo. Yo, al darme cuenta de que era un gorrión, lo cogerÃa con cuidado. Jaime observarÃa con curiosidad y dirÃa: «¡Pobrecito!». Y los dos, conmovidos, insistirÃamos a MarÃa para que nos permitiera llevar el gorrión a casa. Mi madre era enfermera, de manera que algo podrÃa haber hecho por salvar la vida del gorrión. Lo habrÃamos tenido dos o tres dÃas y, una vez curado, lo habrÃamos devuelto a la libertad.
Pero no fue asà y no me arrepiento.
Aquella tarde, cuando llegamos a casa, mi madre se estaba arreglando para irse al hospital. Esa semana tenÃa turno de noche y parecÃa cansada, quizá por eso prestó poca atención a las quejas de MarÃa. Apenas me regañó: «¿Cuándo vas a portarte bien? ¿Qué voy a hacer si MarÃa pierde la paciencia y se va? Tengo que trabajar y sin ella no podrÃa hacerlo».
—Pues busca otra cuidadora —respondà desafiante.
—¡Como si fuera tan fácil! Además, MarÃa es una buena mujer. ¡Eres un niño muy malo! No sé qué vamos a hacer contigo… Vete a tu cuarto a hacer los deberes. Hablaré con tu padre y ya te dirá él el castigo. Ahora tengo que irme.
—Como siempre. Nunca estás aquÃ.
SabÃa lo que decÃa. QuerÃa hacer daño a mi madre, que se sintiera culpable por no dedicarnos más tiempo. En alguna ocasión la habÃa escuchado hablar con mi padre culpándose por pasar más horas en el hospital que en casa, y aunque mi padre solÃa consolarla diciéndole que lo importante era el cariño que nos daba y no el tiempo que nos dedicaba, mi madre no dejaba de sentirse en falta. De manera que la golpeé donde más le dolÃa.
Ella se quedó mirándome y vi en su mirada un destello de tristeza y, a continuación, de ira.
—¡Vete a tu cuarto!
De camino a mi habitación aproveché para darle la patada prometida a mi hermano Jaime, que soltó un alarido que alertó a mi madre.
—Pero ¿qué pasa?
—¡Thomas me ha dado una patada! —se quejó mi hermano entre lágrimas.
—MarÃa, por favor, hágase cargo de los niños… me tengo que ir… Y tú, Thomas, castigado en tu cuarto sin salir, y este fin de semana no te llevaré a ninguna parte.
—¡Y a mà qué me importa! ¡Me da igual! Además, yo no quiero estar contigo. No me gustas como madre, no eres como las madres de mis amigos, nunca estás.
Mi madre ni siquiera me miró. Salió de casa dando un portazo. Supongo que era su manera de controlar la rabia y no soltarme un bofetón.
SÃ, aquella tarde deberÃa haber sido diferente:
—¡Mamá, mamá! Mira, hemos encontrado un gorrión y está herido, ¿nos ayudarás a curarlo? —le habrÃa dicho yo mientras mi hermano Jaime se agarraba a su falda.
—Voy con prisa pero le echaré un vistazo. A ver… Tiene una patita rota, nada grave. Buscad un palo finito, quizá alguno de vuestros lápices… Ya veréis, le pondremos un vendaje y en unos dÃas estará curado y listo para volar. Thomas, pÃdele a MarÃa una caja de zapatos y algodón, lo pondremos ahà para que esté calentito.
—¿Nos podemos quedar con el gorrión para siempre? —preguntarÃa Jaime.
—No, su mamá lo estará buscando y estará preocupada. Además, los pájaros deben ser libres. En cuanto esté curado os acompañaré a donde lo habéis encontrado y lo soltaremos para que regrese a su nido.
—Gracias, mamá —dirÃa yo, y me acercarÃa a darle un beso.
Mi madre me acariciarÃa el cabello y nos dirÃa: «Qué buenos sois. Asà me gusta, que os compadezcáis del que sufre, aunque sea un pajarillo».
DeberÃa haber sucedido asÃ. Pero lo cierto es que yo pasé el resto de la tarde en mi cuarto sin molestarme en hacer los deberes, sacando de sus cajas todos los juguetes y esparciéndolos por la habitación sabiendo que MarÃa tendrÃa que colocarlos, lo que la fastidiarÃa doblemente; no sólo por el trabajo añadido sino porque sufrÃa de la espalda.
Cuando mi padre llegó poco antes de cenar, MarÃa estaba quejándose.
—¿Qué sucede, MarÃa? ¿Han hecho alguna trastada los niños? —quiso saber mi padre.
—Jaime es un santo, señor, no hace ruido, pero Thomas… es muy malo, señor, sólo se le ocurren cosas para fastidiar a los demás.
—Vamos, vamos, MarÃa. Hay niños que son más movidos que otros, pero eso no significa que sean malos. A ver, ¿qué es eso que ha hecho Thomas…?
MarÃa le contó los incidentes de la tarde y él me llamó a su despacho. Como yo sabÃa que MarÃa se quejarÃa de mÃ, ya habÃa maquinado mi venganza. Mientras ella hablaba con mi padre fui a la cocina y volqué todo el salero en la sopa que estaba preparando. No tendrÃa otro remedio que hacerla de nuevo.
Mi padre era abogado. Trabajaba mucho. SalÃa de casa por la mañana temprano y no regresaba hasta la noche. Era raro que almorzara en casa. Sin embargo nunca le reproché que no pasara más tiempo con nosotros. Me parecÃa que su trabajo era importante y me sentÃa orgulloso de él. Siempre vestÃa con elegancia, incluso los fines de semana cuando se quitaba la corbata. Mientras que mi madre, cuando se desmaquillaba y se ponÃa una bata, se me figuraba que encogÃa, que se volvÃa insignificante.
—¿No has sentido pena por ese gorrión? —me preguntó mi padre.
Dudé antes de responder. SabÃa que tenÃa que encontrar las palabras adecuadas para ponerle de mi parte.
—Me pareció que ya estaba muerto y… bueno, es que no me di cuenta, ni lo pensé.
Pensar. Ésa era mi excusa. Mi padre siempre me disculpaba alegando que yo era un niño atolondrado que no me paraba a pensar y que por eso me metÃa en lÃos.
—Pero tienes que pensar, Thomas, ya te lo he dicho otras veces. Si te hubieras fijado bien podrÃas haber salvado al gorrión. Mamá te habrÃa ayudado. En cuanto a dar una patada a MarÃa… eso no te lo puedo consentir. MarÃa es una persona mayor y a los mayores hay que tratarlos con más respeto. También le has dado otra patada a Jaime, ¿no te avergüenza pegar a alguien que es más pequeño que tú?
Bajé la cabeza. Conociendo a mi padre sabÃa que estaba sopesando qué castigo imponerme que no me resultara demasiado gravoso. Por fin lo encontró.
—Mira, vas a leer un cuento que te voy a dar, que trata sobre un chico que no deja de hacer trastadas, pero un dÃa le ocurre algo que le hace cambiar. Cuando lo leas me lo comentas. Ya verás como aprendes algo.
—Mamá ha dicho que no me llevaréis a ninguna parte este fin de semana —susurré con mi voz más inocente.
—Bueno, hay que comprender que mamá se enfade. La pobrecita trabaja mucho, no sólo en el hospital sino también aquÃ, en casa, ocupándose de todos nosotros. Ya hablaré yo con ella.
En ese momento escuchamos el grito de MarÃa.
—Pero ¡será malo! ¡Lo que ha hecho, Dios mÃo! —llegó diciendo al despacho de mi padre.
—Pero ¿qué más has hecho? —preguntó él ya alarmado.
—¡Ay, señor! Ha volcado toda la sal en la sopa… ¡Yo no aguanto más! Llevo en pie desde las siete de la mañana… y ahora vuelta a empezar. Tendré que hacer otra sopa.
Cuando MarÃa salió del despacho mi padre me miró con severidad.
—No me gusta lo que has hecho. MarÃa no se merece que te portes asà con ella. Tienes que pedirle perdón. Luego vete a tu cuarto y empieza a leer lo que te he dicho. Lo tienes que haber terminado de leer para la hora de cenar.
La mirada reprobadora de mi padre me producÃa un hormigueo molesto en la boca del estómago, pero aun asà no estaba dispuesto a pedirle perdón a MarÃa.
PodrÃa haberlo hecho. Me habrÃa gustado que MarÃa le hubiera dicho a mi padre que me habÃa portado bien, que habÃa hecho mis deberes sin rechistar e incluso ayudado a Jaime a hacer los suyos.
Él se habrÃa sentido satisfecho y me habrÃa sentado en sus rodillas. Seguramente me habrÃa propuesto que leyéramos un rato juntos alguno de esos libros que guardaba en la biblioteca y que cuidaba como si de tesoros se tratasen. Yo habrÃa disfrutado de ese momento de intimidad con mi padre, porque después de haber dedicado un rato a la lectura, me habrÃa preguntado por mis amigos, por la maestra, por las lecciones aprendidas. Es probable que, como premio a mi buen comportamiento, me hubiera dejado prepararle la pipa y habrÃamos hecho planes para el fin de semana. Quién sabe si habrÃa encontrado tiempo para acompañarnos a Jaime y a mà a montar en bicicleta, o incluso para comer fuera de casa con mamá.
Nada de eso pasó. Fui a mi cuarto y le di una patada a un coche teledirigido, luego me senté en el suelo en medio del caos que yo mismo habÃa creado. No pensaba leer el cuento. TenÃa un truco para salir airoso de las preguntas de mi padre. LeÃa algunos párrafos por página y luego, cuando él me preguntaba, yo respondÃa sobre lo que apenas habÃa leÃdo fingiendo estar nervioso. No me molestaba engañarlo, a pesar de que era la única persona por la que sentÃa afecto. Asà era yo. Asà soy yo.
La señorita Adeline era una buena maestra aunque exigente. Nunca dijo una palabra más alta que otra, ni mucho menos se le escapó ninguna colleja. Mis compañeros de clase parecÃan apreciarla, pero yo la aborrecÃa tanto como a MarÃa. Todo en ella me molestaba. El rostro amarillento, los ojos que semejaban empequeñecerse cuando te miraba causando la impresión de que estaba leyendo dentro de tu mente. Su ropa monjil; siempre vestÃa faldas y jerséis en tonos oscuros, las medias gruesas, los zapatos bajos. RondarÃa los cuarenta cuando llegué a su clase y, según decÃan, llevaba ya veinte años en el colegio donde de seguro se jubilarÃa.
Sin ser afectuosa, era amable y paciente con los alumnos, siempre dispuesta a repetir hasta la saciedad la lección del dÃa hasta estar segura de que todos habÃamos entendido sus explicaciones.
Yo solÃa quejarme a mi padre de la señorita Adeline. Le decÃa que me tenÃa manÃa, que me regañaba por cualquier cosa, que no explicaba bien las lecciones. Mi padre me creÃa y de cuando en cuando le pedÃa a mi madre que hablara con la maestra. La respuesta de ella siempre era la misma: «Lo haré, pero teniendo en cuenta cómo es Thomas, si le regaña es porque se lo merece. Para soportar a nuestro hijo hace falta ser un santo».
Preparé meticulosamente mi venganza.
Una mañana, a la hora del recreo, yo mismo me golpeé la cabeza contra la pared. Me hice daño y de inmediato me salió un chichón que me enrojeció la frente. Antes de que term