5 DE MAYO
La mesa del estudio de tatuajes Tryggvi está cubierta de unos botecitos de cristal con tintas de todos los colores y el chico me pregunta si ya he escogido una imagen, si ya tengo pensado algún dibujo personalizado o algún sÃmbolo.
Su cuerpo está plagado de tatuajes. Observo la serpiente que repta por su cuello y se enrosca alrededor de una calavera negra. La tinta impregna cada centÃmetro de su piel y alrededor del brazo que blande la aguja se enrolla un triple alambre de espino.
—Muchos vienen para ocultar alguna cicatriz —me explica, hablándome a través del espejo. Cuando se gira, veo asomar las pezuñas de un caballo encabritado por encima de su camiseta de tirantes.
Se estira sobre una pila de carpetas de plástico, escoge una y busca la imagen que quiere enseñarme.
—A los cuarentones les da mucho por hacerse unas alas —dice. En el antebrazo que sostiene la carpeta veo cuatro espadas clavadas en un corazón en llamas.
En mi cuerpo tengo un total de siete cicatrices: cuatro por encima del ombligo, el origen, y tres por debajo. Un ala que cubriera todo el hombro, por ejemplo, que descendiera desde el cuello hasta la clavÃcula, con el aire familiar y reconfortante de un viejo conocido, taparÃa dos o incluso tres de ellas, serÃa la sombra emplumada de mà mismo, mi coraza y mi bastión. El untuoso plumaje ocultarÃa la vulnerable carne rosada.
El chico pasa las hojas con rapidez, mostrándome distintos modelos de alas, hasta que finalmente señala un dibujo con el dedo Ãndice.
—Las que más se llevan son las de águila.
PodrÃa haber añadido: ¿qué hombre no ha soñado alguna vez con ser un ave rapaz solitaria que otea desde las alturas el mundo, los pantanos, las acequias y las marismas en busca de una presa que atrapar en sus garras?
Pero se limita a decir:
—Tómate tu tiempo.
Y me explica que tiene a otro cliente esperando en el sillón, al otro lado de la cortina. Está a punto de terminarle una ondeante bandera nacional con sombreado.
Baja la voz.
—Ya le he advertido de que el asta se le va a arrugar en cuanto gane un par de kilos, pero se la quiere hacer igualmente.
Tengo previsto pasarme por casa de mi madre antes de que se eche la siesta, asà que me gustarÃa dejar zanjada la cuestión cuanto antes.
—Estaba pensando en dibujarme un taladro.
Si le ha sorprendido mi sugerencia, no da ninguna muestra de ello; es más, se pone a buscar de inmediato en la carpeta correspondiente.
—Puede que tengamos algún taladro por aquÃ, entre los aparatos eléctricos —comenta—. De todos modos, no será tan complicado como el quad que me pidieron la semana pasada.
—No, que era broma —le aclaro.
Me mira con gesto serio y no acierto a saber si se ha ofendido.
Hurgo en mi bolsillo, saco la hoja doblada, aliso el dibujo y se lo tiendo. Lo examina desde todos los ángulos y lo acerca a la luz. He logrado sorprenderlo. No puede disimular su confusión.
—¿Es una flor o...?
—Una ninfea blanca, un nenúfar —respondo decidido.
—¿De un color solo?
—SÃ, de un color solo, blanco. Sin sombreado —añado.
—¿Sin nada escrito?
—Sin nada escrito.
Amontona las carpetas diciendo que puede dibujar la flor a mano alzada y enciende la pistola de tatuar.
—¿Y dónde la quieres?
Se dispone a sumergir la aguja en el lÃquido blanco.
Me desabrocho la camisa y me señalo el corazón.
—Va a haber que afeitar primero —dice, apagando la pistola—. Si no, tu flor se va a perder en la oscuridad del bosque.
LLAMO ESTADO AL LUGAR DONDE SE DENOMINA
«LA VIDA» AL LENTO SUICIDIO DE TODOS
El camino más corto hasta la residencia de ancianos atraviesa el cementerio.
Siempre pensé que el quinto mes del año serÃa el último mes de mi vida y que, además, figurarÃa más de un cinco en la fecha final; si no era el 5 del cinco, serÃa el 15 del cinco o incluso el 25 del cinco, coincidiendo con mi cumpleaños. Para entonces los patos ya habrán terminado el apareamiento. Y no solo los patos del lago del centro de Reikiavik, sino también el ostrero y el correlimos, porque el dÃa en que yo deje de existir será un dÃa de primavera en que se escuchen cantos de pájaros y el sol brille de noche.
¿Me echará el mundo de menos? No. ¿Será el mundo más pobre sin mÃ? No. ¿Se las arreglará el mundo en mi ausencia? SÃ. ¿Es hoy el mundo un lugar mejor que antes de mi llegada? No. ¿Qué he hecho yo para mejorarlo? Nada.
Mientras bajo por Skothúsvegur, me pregunto cómo hace uno para pedirle a su vecino un rifle de