—QuerÃa un animal ideal para cazarlo —explicó el general.
Asà que dije:
—¿Qué caracterÃsticas tendrÃa una presa ideal?
La respuesta fue, por supuesto:
—Debe ser valiente, astuta y, por encima de todo, capaz de razonar.
—Pero si ningún animal es capaz de razonar —objetó Rainsford.
—Mi querido amigo —dijo el general—, existe uno que sà lo es.
Richard Connell,
The Most Dangerous Game
Contenido
Prólogo La mujer de los acertijos
1. El Profesor de la Muerte
2. Un problema persistente
3. Preguntas poco razonables
4. Mata Hari
5. Siempre
6. Nueva Washington
7. Virginia con cereal-r
8. Un equipo de dos
9. La chica encontrada
10. Las preocupaciones de Diana Clayton
11. Un lugar de contradicciones
12. Greta Garbo por dos
13. Te pillé
14. Un personaje histórico interesante
15. Lo robado
16. El hombre que encubrió la mentira
17. La primera puerta sin cerrar
18. La excursión matinal
19. Introducción a la arquitectura de la muerte
20. El decimonoveno nombre
21. Desaparecida
22. Temeridad
23. La segunda puerta sin cerrar
24. El último hombre libre
25. La sala de música
EpÃlogo Examen parcial de PsicologÃa Básica
Notas
Prólogo
La mujer de los acertijos
Su madre, que estaba agonizante, dormÃa con un sueño intranquilo en una habitación contigua. Era casi medianoche, y un ventilador de techo removÃa el aire en torno a la hija, al parecer sin otro resultado que el de redistribuir el calor que quedaba del dÃa.
La anticuada ventana de celosÃa estaba ligeramente abierta a la noche color regaliz. Una polilla se golpeaba desesperada contra el cristal, decidida por lo visto a matarse. Ella la observó por un momento, preguntándose si la atraÃa la luz, como creÃan los poetas y los románticos, o si en realidad detestaba la claridad y se habÃa lanzado a un ataque furioso contra el origen de su frustración.
Notó que una gota de sudor le resbalaba entre los pechos e intentó secársela con la camiseta, sin apartar en ningún momento la vista de la hoja de papel que tenÃa en el escritorio, ante sÃ.
Era de un papel blanco barato. Las palabras estaban escritas en sencillas letras de imprenta.
la primera persona posee aquello que la segunda persona escondió.
Se reclinó en su silla de trabajo, tamborileando en el escritorio con un bolÃgrafo como un percusionista que busca un ritmo. No era extraño que recibiese notas y poemas por correo, cifrados según claves de lo más variadas, con algún tipo de mensaje secreto. Por lo general se trataba de declaraciones de amor o deseo, o bien una forma de forzar un encuentro. A veces eran obscenos. Ocasionalmente constituÃan un reto para ella, eran mensajes tan complicados, tan crÃpticos que la dejaban perpleja. Al fin y al cabo, se ganaba la vida con eso, asà que no le parecÃa del todo injusto que alguno de sus lectores le volviese las tornas.
Sin embargo, lo más inquietante de ese mensaje en particular era que no se lo habÃan enviado a su buzón de la revista, ni lo habÃa recibido en el ordenador de la oficina como correo electrónico. HabÃan metido la carta ese dÃa en el buzón maltratado y cubierto de herrumbre que estaba al final del camino particular de su casa, para que ella lo encontrase esa tarde, en cuanto regresara del trabajo. Además, a diferencia de los mensajes que estaba acostumbrada a descifrar, éste carecÃa de firma y de la dirección del remitente. No habÃa ningún sello pegado al sobre.
No le hacÃa gracia la idea de que alguien supiera dónde vivÃa.
La mayorÃa de la gente que se distraÃa con los juegos de ingenio que ella inventaba era inofensiva; programadores informáticos, académicos, contables. Entre ellos habÃa algún que otro policÃa, abogado o médico. Ella habÃa aprendido a reconocer a muchos de ellos por la manera tan caracterÃstica en que funcionaba su mente cuando resolvÃan sus pasatiempos y que a menudo resultaba tan única como una huella digital. Incluso habÃa llegado a un punto en que sabÃa de antemano cuáles de sus asiduos darÃan con la solución de ciertas clases de enigmas; algunos eran expertos en criptogramas y anagramas; otros sobresalÃan por su habilidad para desentrañar acertijos literarios, identificar citas oscuras o relacionar autores poco conocidos con acontecimientos históricos. Era la clase de personas que resolvÃan los crucigramas del domingo con pluma.
Desde luego, también habÃa algunos de los otros.
Ella siempre estaba alerta ante la gente que proyectaba su paranoia en cada mensaje oculto, o que descubrÃa odio y rabia en todos los rompecabezas que ella creaba.
«Nadie es realmente inofensivo —se dijo—. Ya no.»
Los fines de semana se llevaba una pistola semiautomática a un manglar que no estaba muy lejos de la casa de bloques de hormigón ligero, desvencijada, de una sola planta y dos habitaciones que habÃa compartido durante casi toda su vida con su madre, y practicaba hasta convertirse en una experta.
Bajó la vista hacia la nota que alguien le habÃa llevado hasta allà y notó una presión desagradable en el estómago. Abrió el cajón de su escritorio, extrajo un revólver Magnum .357 de cañón corto de su funda y lo depositó en el tablero, junto a la pantalla del ordenador. Era una de la media docena de armas que poseÃa, entre las que se encontraba un fusil de asalto automático que colgaba, cargado, de un gancho al fondo de su armario ropero.
—No me gusta que sepas quién soy ni dónde vivo —dijo en voz alta—. Eso no forma parte del juego.
Hizo una mueca al pensar que habÃa sido descuidada y se fijó el propósito de averiguar cómo se habÃa producido la filtración —qué secretaria o ayudante de redacción habÃa filtrado su dirección— y de tomar las medidas necesarias para remediarlo. Era muy celosa de su privacidad y no sólo la consideraba parte necesaria de su trabajo, sino también de su vida.
Se quedó mirando las palabras de la nota. Aunque estaba bastante segura de que no estaban en clave numérica, realizó unos cálculos rápidos, asignando un número a cada letra del alfabeto, después restando y sumando e introduciendo variaciones para intentar descubrir el sentido de la nota. Casi al instante comprendió que serÃa inútil. Todos sus intentos arrojaban resultados sin pies ni cabeza.
Encendió el ordenador e insertó un disquete que contenÃa citas célebres, pero no encontró ninguna remotamente parecida.
Decidió que necesitaba un vaso de agua. Se puso de pie y se dirigió a la pequeña cocina. HabÃa un vaso limpio puesto a secar junto al fregadero. Ella le echó hielo y lo llenó de agua del grifo, que tenÃa un sabor ligeramente salado. Se tapó la nariz con los dedos y pensó que era uno de los inconvenientes menores de vivir en los Cayos Altos. Los mayores inconvenientes eran el aislamiento y la soledad.
Se detuvo en el vano de la puerta, con la mirada fija en la hoja de papel, al fondo de la habitación, y se preguntó por qué esa nota en particular le quitaba el sueño. Oyó a su madre gemir y revolverse en la cama, y supo en el acto que la mujer mayor estaba despierta antes de oÃrla hablar.
—Susan, ¿estás ah�
—SÃ, madre —respondió ella despacio.
Fue a toda prisa a la habitación de su madre. En otro tiempo, allà habÃa habido color; a su madre le gustaba pintar, y durante años habÃa tenido sus cuadros apilados contra las paredes, y sus pinturas, sus vestidos y pañuelos exóticos, vaporosos y multicolores caprichosamente desperdigados o colgados en un caballete. Sin embargo, todo eso habÃa cedido el paso a bandejas de medicamentos y un aparato de respiración asistida, y se encontraba arrumbado en armarios, reemplazado por signos de decrepitud. A ella le parecÃa que la habitación ya ni siquiera olÃa a su madre, sino a antisépticos, a recién fregado. Era un sitio limpio, desinfectado y lúgubre donde morir.
—¿Te duele? —preguntó la hija. Se lo preguntaba siempre, pese a que conocÃa la respuesta y sabÃa que la madre no responderÃa la verdad.
La mujer mayor se esforzó por incorporarse.
—Sólo un poquito. No estoy muy mal.
—¿Quieres una pastilla?
—No, no hace falta. Estaba pensando en tu hermano.
—¿Quieres que lo llame y te ponga con él?
—No, sólo conseguirÃamos preocuparlo. Seguro que está muy ocupado y necesita descansar.
—Lo dudo. Yo creo que preferirÃa hablar contigo.
—Bueno, mañana, tal vez. Estaba soñando con él. Y contigo también, cielo. Soñaba con mis hijos. Ahora él tiene que dormir. Y tú también. ¿Qué haces levantada?
—Estaba trabajando.
—¿Ideando otro concurso? ¿De qué será esta vez? ¿De citas, de anagramas? ¿Qué clase de pistas piensas dar?
—No, no se trata de algo mÃo. Estaba trabajando en un acertijo que alguien me ha enviado.
—Tienes tantos admiradores...
—No es a mà a quien admiran, mamá, sino los pasatiempos.
—No tendrÃa que ser asÃ. DeberÃas dejar que reconocieran tu mérito, en vez de esconderte.
—Tengo muchas razones para usar un seudónimo, mamá, ya las conoces.
La mujer mayor se recostó sobre su almohada. No era tanto la vejez como la enfermedad la que habÃa hecho estragos en ella. TenÃa la piel flácida, colgante en torno al cuello, y el cabello suelto desparramado sobre las sábanas blancas. Aún tenÃa la cabellera de color castaño rojizo; su hija la ayudaba a teñÃrsela una vez por semana en un rito que a