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El cachorro sin fuego
El cachorro no tenÃa fuego propio junto al que cobijarse. No tenÃa madre, ni madre de su madre, ni hermanas de su madre. No habÃa hembras que lo reconocieran como a uno de su estirpe. DeberÃa haber muerto, igual que ellas, cuando murió la que lo parió a poco de destetarlo. Pero no lo hizo. Tampoco cuando cada estación frÃa se hizo más espantosa y gélida que la anterior y fueron desapareciendo sus tÃas. Y resistió también, con menos comida y cuidados, más que otras crÃas, que fueron pereciendo una a una en medio de la hambruna y el hielo. Y cuando antes de concluir aquel invierno murieron los dos últimos cazadores que aprovisionaban aquel fuego, el viejo primero y luego el joven, que apenas sà habÃa comenzado a salir en la fila de los hombres, solo quedaron una hembra seca y él, que ya sabÃa recolectar caracoles, conchas, raÃces y plantas. Y cuando las siguientes nieves comenzaron de nuevo a cubrirlo todo, ya se quedó solo. Entonces, con toda certeza, debiera haber perecido. Pero resistió.
El cachorro no tenÃa fuego propio pero los de su clan le permitieron no morir de frÃo, le dejaron cobijarse en los que todavÃa tenÃan cazadores, hembras, ancianos y unas pocas crÃas que habÃan logrado seguir vivas. Era él, claro, quien habÃa de dormir más alejado de la hoguera, por donde la cuchilla del aire se adentraba en la cueva, y quien más debÃa porfiar hasta por la hebra de carne más dura y más pequeña. Pero fueron, una vez más, los otros, que sà tenÃan quién los cuidara, quienes sucumbieron. Era, sin duda, un cachorro fuerte. Vivió porque se ganó su vida.
TenÃa que ganársela cada dÃa, y cada noche pelear por no perderla. Los cazadores y las hembras de los otros fuegos tenÃan que proveer a los suyos. Y no sobraba nada. Pero con todo, siempre acababan por darle alguna brizna, y él ya sabÃa rebuscar en los campeos qué llevarse a la boca. El jefe de la fila, el que salÃa el primero y al que seguÃan los demás en las cacerÃas, tenÃa incluso con el huérfano algún gesto de protección y de aliento, y el cachorro lo buscaba. Escurriéndose entre los demás con sigilo pero al tiempo intentando no quedarse demasiado alejado para recibir algún pedazo de carne y, más aún, lo que le hacÃa reÃr y llevaba el gozo a su mirada, algún pescozón cariñoso o un gesto amable de ese hombre. Cuando el jefe de los cazadores volvÃa al refugio, la mirada del niño permanecÃa absorta en él, pendiente de cada uno de sus gestos, de sus palabras, de sus idas, venidas, acciones y silencios. Y el jefe de los cazadores se acostumbró a ello y, lejos de molestarle, parecÃa ser de su agrado. De vez en cuando, como con descuido, echaba en derredor una mirada para detectar desde dónde, siempre un poco emboscado y procurando pasar desapercibido, lo observaba el muchachillo. Fue él quien un dÃa acabó por darle nombre y le llamó el Autillo, porque como aquel pajarillo nocturno miraba desde la penumbra. Y por ese nombre comenzaron a llamarlo todos.
No hacerse notar mucho, observar cada detalle y conseguir un bocado, aprovechando el menor descuido para retirarse luego a las sombras antes de que se lo quitaran, fue su manera de salir adelante. No tenÃa amparo, pero tampoco demasiado que temer de los grupos de hembras, ni de sus cazadores ni de los viejos. De los que debÃa guardarse era de los cachorros de su edad o un poco más mayores, con quienes debÃa estar siempre alerta y de cuyo acoso no encontraba manera de zafarse. Ellos eran sus enemigos, sus torturadores, quienes siempre intentaban quitarle la poca comida que conseguÃa, quienes lo expulsaban a patadas de las cercanÃas de las hogueras, quienes a cada instante lo perseguÃan. Su abuso incansable, respaldado por la fuerza y el grupo, no se saciaba con nada, y aún menos con la sumisión. Eso lo aprendió pronto. Someterse, lejos de servirle para que lo dejaran tranquilo aunque fuera en un rincón apartado, era peor todavÃa. Supo que tendrÃa que luchar, él solo contra todos, y hacerlo de tal forma, solapada y artera, que no cayeran en tropel y lo aplastaran. Asà que unas veces se ocultaba y otras parecÃa rendirse, pero si encontraba un momento propicio, lanzaba su tarascada, patada, mordisco o arañazo.
Comprobó también que si lograba estar cerca del jefe, aunque jamás hubiera este intervenido en ninguno de sus encontronazos, solÃan guardarse de acometerlo o de quitarle su bocado. Por desgracia, el jefe y su fila de cazadores no paraban demasiado en la cueva, excepto cuando el tiempo comenzaba a refriar y volvÃa a quedarse helada la tierra entera. Por eso no querÃa el cachorro que llegara el invierno, porque si ahora con la hierba verde, el sol cálido y la abundancia de comida apenas si conseguÃa amanecer vivo cada dÃa, estaba bien seguro de que cuando la siguiente estación frÃa volviera, él serÃa el siguiente en morir y al que se comerÃan. Porque, cuando habÃa faltado totalmente el alimento, habÃa visto cómo se comÃan a los que perecÃan y él mismo habÃa conseguido algún despojo, y no querÃa ser el próximo al que devoraran. Le tenÃa mucho miedo a que el tiempo de la oscuridad y las ventiscas llegara, muchos más que a los otros cachorros. Ellos no lo iban a matar, y con su astucia, que crecÃa más rápida que sus fuerzas, iba consiguiendo librarse de su persecución. Algunos habÃan aprendido, incluso, a temerlo.
En la copa de un árbol muy grande y alto que se oteaba desde lo alto de la ladera donde se abrÃa la cueva, las águilas hacÃan su nido.[1] El Autillo, huidizo siempre de la cercanÃa de los otros cachorros, habÃa encontrado un recoveco cerca del viso del monte en el cual meterse y, oculto allÃ, contemplarlas a su antojo. En ocasiones se les caÃa algún trozo de sus presas, una porción de una liebre o de un conejo, y una vez, para su alborozo, buena parte de un urogallo, y saliendo raudo de su escondrijo conseguÃa echarle mano y comérselo crudo antes que acercarse a un fuego para asarlo, sabedor de que se lo quitarÃan de inmediato.
Por ello, y por la fascinación que su vuelo y poderÃo le causaban, no se cansaba de observarlas. Aprendió muchas cosas de las grandes águilas. Era la hembra, la más grande en envergadura, la que habÃa empollado los huevos y la que daba de comer a las crÃas. El macho solÃa traer la mayor parte de la caza y se la daba a la hembra para que esta la llevara hasta el nido para repartirla. En la tribu no sucedÃa nada que fuera muy distinto. Los grupos de mujeres, con una matriarca a la cabeza, eran quienes se encargaban de recoger lo que los cazadores traÃan y disponer de ello. Los cazadores iban y venÃan, y en el tiempo cálido podÃan permanecer lunas enteras lejos. En ocasiones todos los fuegos del clan se movÃan con ellos. Estuvieran en la cueva o en los campamentos nómadas, las hembras recolectaban, ponÃan trampas, proveÃan, organizaban, repartÃan. Los cachorros, a poco que crecÃan, las ayudaban en las tareas cotidianas y los viejos que ya no servÃan para salir con la fila de cazadores también participaban en las faenas y, aunque a veces rezongaban, se plegaban a lo que ellas decidÃan.
Pero fue otra cosa lo que vio en el nido de las águilas, que quedó grabado en su memoria y que aprendió para siempre. HabÃan salido de los huevos de las rapaces dos aguiluchos. Los dos con plumón blanco, uno más grande que el otro. El mayor apenas si dejaba al pequeño nada de las cebas de los adultos, y asà él fue creciendo en fuerza y vigor mientras que el pequeño apenas si crecÃa y cada vez estaba más débil. Además, el hermano mayor no dejaba de acosarlo, picándole de continuo hasta hacerle brotar sangre que el Autillo veÃa manchar su plumón blanco. Un dÃa el pequeño ya estaba caÃdo en el nido, ya no levantaba siquiera la cabeza, y cuando llegó el águila madre, ni siquiera intentó ya conseguir su parte de comida. Por la tarde estaba inmóvil. Ella lo observó, comprobó que estaba muerto y procedió a descuartizarlo y dárselo en pedazos al superviviente. Ella misma también engulló algún pedazo del pequeño.
Esa fue la primera lección de vida que el Autillo aprendió de las águilas, escondido en su covacha en la ladera donde se abrÃa el Gran Portalón[2] de la Cueva Mayor, la más inmensa de todas las que habÃa, algunas con sus entradas semienterradas, en aquel reborde de la serranÃa, dando vista al valle por donde corrÃa el rÃo, se recogÃan los pedernales y pastaban las manadas de grandes herbÃvoros.
2
Nublo
Le pusieron el nombre, Nublo, por su piel, su pelo y el color de los ojos. Ellos la tenÃan pálida, el pelo jaro y los ojos claros. El hijo de la Oscura, a la que capturaron al otro lado de las montañas, no lo era tanto como su madre, a la que mató en el parto, pero su piel era del color del barro claro, el pelo del de los tizones de la hoguera y los ojos, que destacaban el blanco que los rodeaba, como el del légamo.
HabÃa nacido fuerte, con buen grito y con muchas ganas de mamar. Tuvo suerte porque una de las hembras habÃa perdido a un recién nacido y tenÃa mucha leche. Fue ella quien lo crio desde su primer dÃa. Era una de las mujeres de mayor rango, que tenÃa un hijo que ya cazaba y otro macho y otra hija más pequeños a s