Una profecÃa lapona lo advierte. El destructor va a venir. Epicúreo y ciego, loco de éxtasis, es un coloso que caerá del cielo para pulverizar los hielos sagrados y destruir el pensamiento humano. Pocos saben de esta profecÃa en las ciudades. Estudiantes de antropologÃa, inmigrantes de las lejanas regiones polares, clérigos. Cuando el asteroide cayó en Tunguska y el cielo brilló fosforescente y sin noche durante semanas, muchos lapones marcharon a rezar entre los tocones del desgarrón. Arrodillados, tiznaron sus rostros con ceniza humedecida con saliva y orina. En sus plegarias agradecÃan que la profecÃa se cumpliese en falso, que el gigante hubiera muerto al tocar el suelo. Demasiado furioso, demasiado impaciente, truncó la destrucción de la mente humana y los hielos sagrados en su propia destrucción.
Los árboles destrozaron su cuerpo y su armadura en una explosión. Muchos lapones guardan entre sus enseres virutas y cenizas de aquel suceso. Consideran que traen suerte y las muestran llenos de orgullo a los pocos visitantes. En la noche de San Juan elevan hogueras al hielo y mezclan las cenizas de aquel dÃa con las nuevas. Epicúreos y ciegos, locos de éxtasis, vuelven a tiznar sus caras. Bailan, cantan; nueve meses después nacen niños con los ojos abiertos. El hielo silencioso y sagrado escucha sus gritos de alivio.
14
Hace una hora que las máquinas quitanieves limpiaron la pista número Cuatro. El avión aterriza en el aeropuerto de Pulkovo 2, San Petersburgo, dejando en el asfalto dos cremalleras negras. Dentro viajan ciento cincuenta y seis pasajeros procedentes de Varsovia, donde también hicieron escala dos norteamericanos.
Uno de ellos es alto, demasiado robusto; parece uno de esos árboles que abarrotan su tronco de nuevas capas, de gruesas venas y tendones vegetales. Asà el cuello. Asà los brazos y los dedos. El traje barato le sienta como una armadura, y los zapatos dejan en el suelo huellas más propias de botas. Lleva en la cara las marcas de la viruela; cuando sonrÃe sus labios se retraen hasta desaparecer, revelando sólo los dientes, y su mirada de ojos azules y pequeños se achina. Ahora sonrÃe y mira al otro con sus ojos de cabeza de alfiler.
Su compañero de asiento es un tipo más joven y extremadamente delgado. Mirada femenina entre pestañas largas, ojeras orientales; tiene una boca voluptuosa, como de actriz italiana. La voz acompaña en cierto modo a la forma de mirar: sibilante, escurridiza, limpia de carraspeos. Algo cargado de espaldas, viste con descuido y lleva permanentemente un anorak naranja con cuello de peluche sucio. Uno de los puños se deshilacha, y sus dedos, de uñas esmeradamente cuidadas, juegan constantemente con las briznas.
—Quiero otro —dice el más alto. Su voz es muy ronca.
—Hay que administrarse, hermano.
—No hemos venido para ser tacaños.
El encorvado da pequeños tirones a los hilos de su manga. Uno se desprende, lo hace una bolita entre los dedos y luego se mira la palma.
—Visitemos a la Vieja.
—Sigues con eso.
—Hermano, nunca está de más.
Una sonrisa toda dientes parece dar permiso a la propuesta, asà que el más alto es el jefe del otro. La pasarela mecánica desliza a los dos hombres lentamente. Conocen el aeropuerto. Conocen la ciudad, y hablan en ruso casi todo el tiempo.
—Pero cuéntame otro.
—¿Por qué sonrÃes? —preguntó su madre, y acto seguido se arrepintió. En una décima de segundo la encharcó el miedo a que su pregunta borrase la sonrisa del hijo, a haber sido la mano que despierta de un sueño apacible. Pero él continuó en silencio y su sonrisa no se movió ni un milÃmetro. Confusa, la madre salió de la cocina y lo dejó solo.
ConocÃa bien a su hijo aunque él estuviera casi siempre callado. No habÃa sido un chico huraño y receloso toda la vida; habÃa recuerdos cálidos y amables, fotografÃas del niño con su uniforme de los Pioneros y una carita alegre, momentos gloriosos cuando el estudiante despuntaba y cuando se convirtió, a ojos de todos, en un genio. Y además, una madre puede adivinar todo lo que el hijo calla. En cualquier momento.
Sin embargo, la sonrisa de su hijo no habÃa desaparecido por la noche, cuando cuatro horas después ella volvió a la cocina. No habÃa papeles escritos en desorden sobre la mesa, como era habitual, y todos los cubiertos estaban en su sitio. Después de hacer estas comprobaciones, la madre se acercó a su hijo lo suficiente como para ponerlo en guardia, pero su sonrisa no se alteró. Continuaba esa extraña expresión de júbilo tranquilo.
La madre acercó una mano a la cara del hombre, gesto que habÃa ocasionado gritos y broncas interminables las últimas veces, y la sonrisa siguió ahÃ.
La madre tocó la cara del hijo e inspeccionó con las suaves yemas de los dedos el pliegue feliz e incomprensible de la boca, acarició la barba rojiza y asquerosa que se negaba a lavarse y a dejarse lavar, e incluso estuvo tentada a introducir los dedos en la boca para tocar los dientes, pero logró detenerse a tiempo.
Dio dos pasos y lo miró desde el otro lado de la cocina. Ahà estaba su hijo. Sonriendo sin parar, sin pestañear, una mueca de alegrÃa como no se habÃa visto allà dentro en un año.
—No sé por qué estás tan contento, Grisha, pero sólo puedo decirte que me alegro. Me alegro por ti.
Entonces el hijo miró a la madre fijamente. Se movieron hacia ella los ojos y la mujer sintió un cálido abrazo sin cuerpo. La sonrisa continuaba, la sonrisa no se detenÃa, un chorro de felicidad secreta recorrÃa el cerebro de Grigori Perelmán. La madre sintió que las lágrimas llegaban ya a los ojos y, por no importunar al hijo, salió de la cocina y trató de llorar en silencio.
Lo que fuera que hacÃa sonreÃr a su hijo seguÃa allÃ, invisible y callado, imagen indeleble sólo para él, en la cocina. Mientras la madre lloraba sin saber muy bien por qué, aquella sigilosa presencia transparente acunaba a Grisha, era una presencia buena porque la mujer habÃa logrado tocar la cara del hijo (¿cuánto tiempo habÃa pasado desde la última vez que se dejó tocar?) y él no la habÃa rechazado. Asà que la madre, sin comprender, habÃa compartido con él esa brizna de sonrisa y ahora lloraba de felicidad. SabÃa que en la cocina, a unos pasos, al otro lado de la puerta entornada, vivÃa la sonrisa del hijo. Qué más puede esperar una madre después de tanto tiempo de incertidumbre constante.
Quizás era el inicio de una nueva fase de Grisha, se dijo la madre. Después de rechazar la medalla y algunas otras condecoraciones y cargos, Grisha entró en la fase irascible y madre e hijo tenÃan frecuentes peleas. Él solÃa decir cosas de las que más tarde se arrepentÃa, pero durante la fase irascible jamás pedÃa perdón. No fue hasta su fase lastimera que empezó a lloriquear y a decirle, como cuando era pequeño (muy pequeño, pues desde niño pareció adulto), aquellas lacrimosas palabras: «Mamá, por favor, te quiero.» Era una fase desagradable, pero al menos podÃan hablar, podÃan entenderse, y cualquier cosa que la madre dijera al hijo abrumaba su corazón y lo hacÃa lloriquear y pedir perdón. Sin embargo, nada dura eternamente. La fase lamentable dio paso, paulatinamente, a la fase silenciosa, en la que poco a poco iban desapareciendo todas las palabras y las muestras de emoción, y que sumió la casa en una extraña pero agradable tranquilidad.
Grisha llevaba un año en aquella fase y solamente con el maestro mantenÃa monotemáticas charlas. La madre, celosa, lo detestaba. El maestro se llamaba Kurmónov y habÃa sido un gran matemático. Grisha crecÃa y crecÃa, su sombra traÃa un invierno a los despachos, y acabó enfrentándose a muchos de sus maestros. Pero no a él, que era otro heterodoxo. Seis meses antes habÃa reaparecido para ofrecer a Perelmán un trabajillo abstracto, secreto e incomprensible. Algo relacionado con investigaciones de números para una organización independiente. Los extremos se atraen. La fase silenciosa de Grisha era válida para todos excepto para Kurmónov, y seguramente en esa excepción encontró el orgullo del maestro cobijo para las charlas.
Para Ludmila, Kurmónov no era más que un borracho. Cuando Kurmónov bebÃa, se preguntaba si no serÃa uno de esos genios borrachos. Cuando estaba sobrio, se preguntaba con quién podÃa tomar un trago. Aunque Grisha no probaba el alcohol, Kurmónov salÃa haciendo eses de casa y alguna vez habÃa vomitado en el pasillo. Por estas razones, la madre tenÃa esperanzas de que aquella sonrisa fuera el final de la fase silenciosa, el inicio de la fase sonriente y que las visitas del maestro Kurmónov se redujeran drásticamente. Daba igual el dinero. Pero ¿qué habÃa provocado el cambio?
Aquella mañana, Grigori Perelmán hizo lo de siempre. Sus ojos se abrÃan maquinalmente a las seis en punto, como si un reloj interno sonase atronadoramente. Al incorporarse, ya tenÃa la misma expresión que conservarÃa todo el dÃa. No habÃa jamás cara de sueño en el desayuno aunque durmiera sólo dos horas. Cuando rechazó la medalla Fields y ya le fue imposible dormir, la madre y él fueron a visitar al doctor Schkolvski, quien le recetó un potente somnÃfero.
—Estas pÃldoras son capaces de tumbar a un siberiano —bromeó el doctor, y la madre rio apresuradamente porque Grisha habÃa penetrado en la fase irascible y podÃa dar alguna mala respuesta.
Sin embargo, las pÃldoras del doctor Schkolvski no obtuvieron un éxito completo en su misión. Grisha lograba dormir dos horas y pasaba el resto del tiempo encerrado repasando sus anotaciones matemáticas, tan complejas que la madre era incapaz de seguirlas. Puesto que ella fue también una importante matemática en la Unión Sovietica, aquel galimatÃas que se habÃa aposentado en la mesa de estudio del hijo la preocupaba especialmente. ¿No cabÃa la posibilidad de que se hubiera vuelto loco y todo aquello no fuera más que un delirio? Un dÃa, cuando ella se atrevió a sugerÃrselo a Grisha, él montó en cólera —fase irascible— y destrozó todos los papeles. Ni las lágrimas ni los ruegos de la madre lograron frenar aquella tormenta, de modo que a partir de ese dÃa la mujer comprendió que si bien era posible que su hijo hubiera perdido el norte, serÃa mejor aceptarlo y tratar de hacerl