UNO
Ninguna historia decente deberÃa empezar con una prostituta muerta. Pido disculpas: sé muy bien que la gente respetable no quiere ni oÃr hablar de cosas como ésa. Sin embargo, fue precisamente la idea de que la gente de bien de Edimburgo se escandalizarÃa lo que llevó a Will Raven, en el invierno de 1847, a meterse de cabeza en esta aventura. Seguro que habrÃa preferido que nadie considerase el hallazgo del cadáver de Evie Lawson como el auténtico comienzo de su vida, pero simplemente no podÃa tolerar que la historia de aquella pobre mujer terminase allà sin más.
La encontró en la cuarta planta de un edificio del barrio de Canongate, en una buhardilla gélida, diminuta y destartalada que apestaba a alcohol y a sudor levemente atenuados por una nota más agradable, casi misericordiosa: una fragancia femenina, sin duda, aunque tan barata que sólo hacÃa pensar en una mujer que vende su cuerpo. Oliéndola, si Raven hubiera cerrado los ojos habrÃa podido imaginarse que Evie seguÃa estando allÃ, a punto de echarse a la calle quizá por tercera o cuarta vez en las últimas horas, pero tenÃa los ojos bien abiertos, de modo que ni siquiera necesitó tomarle el pulso para darse cuenta de que ése no era el caso.
HabÃa visto suficientes difuntos como para saber que el tránsito de Evie al otro mundo no habÃa sido fácil: las sábanas, que se arremolinaban a su alrededor, daban fe de que se habÃa retorcido mucho más que cuando fingÃa una falsa pasión, y todo indicaba que el trance habÃa superado en duración a los precarios encuentros con cualquiera de sus clientes. El cuerpo, lejos de descansar en paz, estaba contorsionado como si aún sufriera el dolor que habÃa acompañado a la muerte. TenÃa el ceño fruncido, los labios entreabiertos y restos de espuma en las comisuras de la boca.
Raven le puso una mano en el brazo, pero enseguida la retiró: absurdamente, lo impresionó lo frÃo que estaba. Tocar un cadáver no era extraño para él, pero sà tocar un cuerpo que habÃa abrazado cuando aún estaba tibio. Ese contacto mÃnimo y la constatación de que Evie habÃa dejado de ser una persona para convertirse en una cosa despertaron en Raven un recuerdo y una emoción que creÃa olvidados.
Muchos hombres antes que él habÃan contemplado, en aquel cuarto, una metamorfosis parecida: el compendio de todos sus deseos se transformaba, momentos después, en el infame recipiente de una semilla desperdiciada; un objeto precioso se volvÃa despreciable.
Pero él no: cuando se acostaba con ella, la única transformación que consideraba era la posibilidad de sacarla de ese lugar. No era un cliente más: eran amigos, ¿no es cierto? Por eso ella habÃa compartido con él sus esperanzas de encontrar un empleo de sirvienta en una casa respetable, por eso él le habÃa prometido recomendarla en cuanto empezara a moverse en los cÃrculos adecuados.
Por eso ella le habÃa pedido ayuda.
No le habÃa dicho para qué necesitaba el dinero, sólo que le urgÃa. Raven habÃa supuesto que se lo debÃa a alguien, aunque le pareció inútil intentar convencerla de que le revelase a quién: Evie era muy buena mintiendo. De todos modos, ella se habÃa sentido aliviada y le habÃa agradecido entre lágrimas que se lo hubiera conseguido. Él, por su parte, habÃa preferido no contarle de dónde lo habÃa sacado porque cabÃa la posibilidad de que se hubiera endeudado con el mismo prestamista y, por tanto, que no hubiera hecho más que endosar la deuda de Evie.
Eran dos guineas, una cantidad con la que Raven podÃa vivir varias semanas, asà que, en sus actuales circunstancias, simplemente no podÃa devolverla. No le importaba: querÃa ayudarla. SabÃa que algunos se burlarÃan de él si se enteraban, pero si Evie se creÃa capaz de cambiar de vida y trabajar de sirvienta, él lo creÃa con el doble de determinación.
El dinero, sin embargo, no la habÃa salvado, y ahora ya no habÃa nada que hacer.
Echó un vistazo a la habitación. Los cabos de dos velas aún ardÃan en las bocas de unas botellas de ginebra, mientras que un tercero se habÃa consumido hacÃa rato. En la pequeña chimenea apenas quedaban unos rescoldos del fuego que Evie tal vez habÃa alimentado un poco horas antes con el carbón de un cubo que seguÃa allÃ, a mano. Junto a la cama podÃan verse la palangana, aún con agua y con trapos mojados en el borde, y el aguamanil que usaba para lavarse después de cada cliente. En el suelo estaba volcada una botella de ginebra, y un charquito daba cuenta del escaso lÃquido que quedaba dentro en el momento de caer.
La botella no llevaba etiqueta; era de procedencia desconocida y, por tanto, sospechosa: no serÃa la primera vez que un destilador, en un callejón, fabricaba sin querer un brebaje letal que perforaba las tripas. Esa hipótesis se complicaba con la presencia de una botella mediada de brandy en el alféizar de la ventana: debÃa de haberla llevado un cliente.
Raven se preguntó si serÃa el mismo que habÃa presenciado la agonÃa de Evie. Quizá, al salir a toda prisa, se habÃa olvidado de cogerla. En ese caso, ¿por qué no habÃa pedido ayuda? ¿Quizá porque verse descubierto con una puta enferma no era mejor que verse descubierto con una puta muerta? ¡Para qué llamar la atención!
Edimburgo era asÃ: decoro público y pecado privado; ciudad de mil vidas clandestinas. A veces, ni siquiera era preciso derramar la semilla para que la metamorfosis tuviera lugar.
Miró de nuevo la vidriosa vacuidad de los ojos de Evie, la crispada máscara que constituÃa una parodia de sus facciones, y tuvo que tragarse el nudo que se le hizo en la garganta. HabÃa visto a Evie por primera vez cuatro años antes, cuando no era más que un colegial y vivÃa en el internado George Heriot. Recordaba los cuchicheos de los chicos mayores que sabÃan lo que estaban viendo cuando la espiaban en Cowgate Street, llenos de esa extraña mezcla de fascinación lasciva y temeroso desprecio, en guardia ante lo que sus instintos les hacÃan sentir. Ya entonces la deseaban tanto como la odiaban; nada habÃa cambiado.
A esa edad, el futuro parecÃa inalcanzable, aunque Raven ya iba volando hacia allÃ. Evie era, para él, la mensajera de un mundo que aún no se le permitÃa habitar, por eso la consideraba superior, incluso después de descubrir que el futuro era inevitable y de aprender lo fácil que resultaba conseguir ciertas cosas. Evie le parecÃa mucho mayor, mucho más experimentada hasta que, más adelante, comprendió que ella sólo habÃa conocido una parte pequeña y sórdida del mundo, si bien más a fondo de lo que ninguna mujer deberÃa conocerla, y que ni siquiera era una mujer, sino apenas una chica. DebÃa de tener catorce años cuando la espiaban en Cowgate Street, y sin embargo, entre aquella época y la primera vez que pudo tenerla, ¡cuánto habÃa crecido para él! De ahà la promesa de que se hiciera mujer, ahora sà de verdad, en otro sitio, y los sueños que suscitaba en él esa posibilidad.
El mundo de Evie era reducido y miserable: se merecÃa ver uno más grande y mejor. Por eso le habÃa dado el dinero. Pero ahora habÃa perdido el dinero y a Evie, y seguÃa sin saber qué habÃa pagado con la deuda a la que tenÃa que hacer frente.
Estuvo a punto a echarse a llorar, pero su instinto le aconsejó marcharse de allà antes de que lo vieran.
Salió sin hacer ruido, cerró la puerta suavemente y mientras bajaba las escaleras se sintió como un ladrón y un cobarde por haber abandonado a Evie para proteger su buen nombre. En alguna parte del edificio se oÃan ruidos de cópula: los gemidos exagerados de una mujer que fingÃa el éxtasis para terminar más pronto.
Se preguntó quién encontrarÃa a Evie. Probablemente su casera: la temible y astuta Effie Peake. Aunque preferÃa fingir que no se enteraba de nada cuando le convenÃa, a Effie no se le escapaba el menor detalle de lo que pasaba en el edificio, salvo si ya habÃa sucumbido a la ginebra. Pero Raven estaba seguro de que era demasiado temprano para eso, de ahà su cautela al andar.
Salió por detrás, entre montones de basura, y continuó por un callejón que desembocaba en Canongate Street, unos cuarenta metros al oeste del callejón s