Admiral House,
Southwold, Sufflolk
Junio de 1943
Recuerda, cariño, que eres un hada, y sobrevuelas con sigilo la hierba con tus finas alas, lista para atrapar a tu presa en tu red de seda. ¡Mira! —me susurró al oÃdo—. Ahà la tienes, justo en el borde de la hoja. Ahora, ¡vuela!
Tal como me habÃa enseñado, cerré los ojos unos segundos, me puse de puntillas e imaginé que mis piececitos se elevaban del suelo. Entonces noté que la palma de papá me daba un pequeño empujón hacia delante. Abrà los ojos, me concentré en las dos alas de color azul jacinto y volé los dos pasos que necesitaba para precipitar mi red sobre la frágil hoja de budelia en la que se habÃa posado la hormiguera de lunares.
El aire que levantó la red al caer sobre el objetivo alertó a la hormiguera, que abrió las alas preparándose para huir. Pero fue demasiado tarde, porque yo, Posy, Princesa de las Hadas, la habÃa capturado. No pensaba hacerle daño, por supuesto, solo me la llevarÃa para que Lawrence, Rey del Pueblo de los Magos —que era también mi padre—, la estudiara antes de liberarla después de que disfrutara de un enorme cuenco del mejor néctar.
—¡Qué niña más lista es mi Posy! —exclamó papá cuando regresé a través del follaje y le tendà orgullosa el cazamariposas.
Se puso en cuclillas para que nuestros ojos, que todo el mundo decÃa que se parecÃan tanto, compartieran una mirada de orgullo y regocijo.
Vi que inclinaba la cabeza para estudiar la mariposa, la cual permanecÃa completamente inmóvil, con las patitas enganchadas en su blanca prisión de malla. Papá tenÃa el pelo caoba oscuro, y la gomina que utilizaba para alisarlo hacÃa que, al sol, brillara como la superficie de la larga mesa del comedor después de que Daisy la encerara. Además, olÃa de maravilla —a él, a bienestar, porque papá era «el hogar»—, y yo le querÃa más que a nada en mis mundos, el humano y el de las hadas. También querÃa a maman, claro, pero, aunque ella estaba en casa la mayor parte del tiempo, no sentÃa que la conociera tan bien como a papá. Ella pasaba mucho tiempo en su habitación con algo llamado «migrañas» y, cuando salÃa, siempre parecÃa demasiado ocupada para pasar un rato conmigo.
—¡Es magnÃfica, cariño! —exclamó papá alzando la mirada—. Una auténtica rareza en estas costas, y de noble linaje, sin duda —añadió.
—¿PodrÃa ser una mariposa princesa? —pregunté.
—Ya lo creo —aseguró papá—. Debemos tratarla con el máximo respeto, tal como exige su condición real.
—¡Lawrence, Posy… a comer! —llamó una voz desde el otro lado del follaje.
Papá se levantó, sobrepasando la budelia en altura, y saludó con la mano hacia la terraza de Admiral House.
—Ya vamos, mi amor —contestó bastante alto, pues estábamos a cierta distancia.
Observé que los ojos de papá sonreÃan al ver a su esposa: mi madre, y la Reina del Pueblo de los Magos, aunque ella no lo sabÃa. Era un juego que solo compartÃamos papá y yo.
Cogidos de la mano, cruzamos el césped aspirando el olor a hierba recién cortada que yo asociaba a dÃas felices en el jardÃn: los amigos de papá y maman, champán en una mano, el mazo de cróquet en la otra, la bola sobrevolando el campo de crÃquet que papá segaba para tales ocasiones…
Esos dÃas felices eran menos frecuentes desde que habÃa comenzado la guerra, lo que hacÃa aún más valioso el recuerdo de los mismos. La guerra también habÃa dejado cojo a papá, de modo que tenÃamos que caminar muy despacio, lo cual no me molestaba lo más mÃnimo porque significaba que lo tenÃa más tiempo para mà sola. Papá estaba mucho mejor que cuando llegó del hospital. Entonces iba en silla de ruedas, como un anciano, y tenÃa la mirada gris. No obstante, con los cuidados de maman y Daisy, y los cuentos que yo le leÃa, se habÃa recuperado deprisa. Ya ni siquiera necesitaba bastón para caminar, a menos que fuera más allá de los jardines.
—Ahora, Posy, entra a lavarte la cara y las manos. Dile a maman que voy a instalar a nuestra nueva invitada —me indicó papá con el cazamariposas cuando llegamos a los escalones de la terraza.
—Vale —respondà mientras se daba la vuelta para cruzar el césped y desaparecer por detrás del alto seto de boj.
Se dirigÃa al Torreón, el cual, con su torrecilla de ladrillo de color arena, constituÃa el castillo de cuento perfecto para la gente mágica y sus amigas las mariposas. Papá pasaba mucho tiempo allÃ. Solo. Yo únicamente tenÃa permitido asomarme al cuartito circular que habÃa al otro lado de la puerta del Torreón —muy oscuro y con olor a calcetines mohosos— cuando maman me pedÃa que fuera a buscar a papá para comer.
El cuartito de abajo era donde papá guardaba su «material de exteriores», como él lo llamaba: raquetas de tenis mezcladas con palos de crÃquet y botas de agua salpicadas de barro. Nunca me habÃa invitado a subir las escaleras que giraban una y otra vez hasta lo alto del Torreón (lo sé porque las subà en secreto un dÃa que maman habÃa avisado a papá de que tenÃa una llamada telefónica en la casa). Fue una gran decepción descubrir que papá habÃa cerrado con llave la gran puerta de roble que me recibió al llegar arriba. Aunque giré el pomo con toda la fuerza que me permitÃan mis menudas manos, no cedió ni un milÃmetro. SabÃa que en esa sala, a diferencia del cuarto de abajo, habÃa muchas ventanas, porque se veÃan desde el jardÃn. El Torreón me recordaba un poco al faro de Southwold, con la diferencia de que en la cabeza lucÃa una corona dorada en lugar de una luz brillante.
Mientras subÃa los escalones de la terraza contemplé, suspirando de felicidad, los preciosos muros de ladrillo rojo de la casa principal y las hileras de altas ventanas de guillotina enmarcadas por zarcillos de glicinias verde lima. Vi que la vieja mesa de hierro forjado de la terraza, ya más verde que el negro original, estaba puesta para comer. HabÃa tres salvamanteles y tres vasos, lo que significaba que Ãbamos a comer los tres solos, cosa que no sucedÃa a menudo. Pensé en lo fantástico que serÃa tener a maman y a papá para mà sola. Entré en la casa por las amplias puertaventanas del salón, rodeé los sofás de damasco dispuestos en torno a la enorme chimenea revestida de mármol —tan grande que el año anterior Papá Noel habÃa conseguido meter una reluciente bicicleta roja por ella— y recorrà el laberinto de pasillos que conducÃan al cuarto de baño de la planta baja. Cerré la puerta, utilicé ambas manos para girar el enorme grifo de plata y me las lavé a conciencia. Me puse de puntillas para mirarme la cara en el espejo y comprobar si tenÃa manchurrones. Maman era muy exigente con la apariencia —papá decÃa que se debÃa a su origen francés—, y ay de nosotros como no llegáramos inmaculados a la mesa.
Aun asÃ, ni siquiera ella era capaz de controlar los rizos castaños que se me escapaban continuamente de las apretadas trenzas a la altura del cogote y de los pasadores que se esforzaban por mantenerlos alejados de la frente. Una noche, papá acababa de arroparme y le pregunté si podÃa ponerme un poco de su gomina, porque creÃa que quizá ayudarÃa, pero se echó a reÃr y enroscó el dedo en uno de mis tirabuzones.
—No permitiré que hagas eso. Yo adoro tus rizos, cariño, y si de mà dependiera, volarÃan libres todos los dÃas.
Cuando regresaba por el pasillo, deseé por enésima vez tener la melena rubia, lisa y brillante de maman. Era del color de los bombones de chocolate blanco que servÃa con el café después de cenar. Mi pelo era café con leche, o por lo menos asà lo llamaba ella; yo lo llamaba marrón-ratón.
—Ya era hora, Posy —dijo maman cuando salà a la terraza—. ¿Y tu pamela?
—Me la habré dejado en el jardÃn mientras cazaba mariposas con papá.
—¿Cuántas veces te he dicho que se te quemará la cara y no tardarás en tenerla arrugada como una pasa? —me regañó mientras me sentaba—. A los cuarenta aparentarás sesenta.
—SÃ, maman. —AsentÃ, pensando que de todos modos a los cuarenta ya serÃa tan vieja que no me importarÃa.
—¿Cómo está mi otra chica favorita este bonito dÃa?
Papá apareció en la terraza y la rodeó por la cintura, de modo que la jarra de agua que mi madre sostenÃa salpicó el suelo de piedra gris.
—¡Cuidado, Lawrence! —protestó frunciendo el ceño antes de soltarse y dejar la jarra en la mesa.
—Un dÃa maravilloso para estar vivos, ¿verdad? —Papá sonrió al tiempo que tomaba asiento frente a m×. Y todo apunta a que también hará buen tiempo este fin de semana y en nuestra fiesta.
—¿Vamos a dar una fiesta? —pregunté cuando maman se sentó a su lado.
—SÃ, cariño. Tu pater ha sido declarado apto para volver a sus obligaciones, de manera que maman y yo hemos decidido montar una última juerga ahora que podemos.
El corazón se me paró un instante mientras Daisy, nuestra criada para todo desde que los demás sirvientes se habÃan ido a la guerra, servÃa la carne y los rábanos. Yo odiaba los rábanos, pero era lo único que quedaba en el huerto esa semana, pues la mayorÃa de las cosas que cultivábamos también tenÃan que destinarse a la guerra.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera, papá? —pregunté en voz baja y entrecortada, porque se me habÃa formado un nudo enorme en la garganta. SentÃa como si se me hubiese atascado un rábano, y supe que significaba que podÃa echarme a llorar en cualquier momento.
—No mucho. Todo el mundo sabe que los alemanes no tienen nada que hacer, pero he de ayudar con el último impulso. No puedo dejar solos a mis camaradas, ¿no?
—No, papá —acerté a balbucir—. No te harán daño otra vez, ¿verdad?
—Claro que no, chérie. Tu padre es indestructible, ¿a que sÃ, Lawrence?
Vi que mi madre lo miraba con una sonrisa tensa y pensé que debÃa de estar tan preocupada como yo.
—SÃ, cielo —contestó papá. Posó una mano sobre la de maman y la apretó con fuerza—. Ya lo creo que sÃ.
—¿Papá? —pregunté al dÃa siguiente durante el desayuno mientras mojaba un picatoste en el huevo—. Hoy hace mucho calor, ¿podemos ir a la playa? Hace un siglo que no vamos.
Vi que papá lanzaba una mirada a maman, pero ella estaba leyendo sus cartas frente a su café au lait y no pareció notarlo. Maman recibÃa muchas cartas de Francia, todas escritas en un papel muy fino, más fino incluso que un ala de mariposa, lo que iba muy bien con ella, porque todo en maman era grácil y delicado.
—¿Papá? La playa —insistÃ.
—Cariño, me temo que la playa no es un buen lugar para jugar en estos momentos. Está cubierta de minas y alambradas. ¿Recuerdas cuando te expliqué lo que sucedió en Southwold el mes pasado?
—SÃ, papá.
Bajé la vista hasta mi huevo y me estremecà al rememorar el dÃa que Daisy me llevó al refugio Anderson (yo pensaba que se llamaba asà porque era nuestro apellido, y me quedé de piedra cuando Mabel me contó que su familia también tenÃa un refugio Anderson, pues ella se apellidaba Price). El cielo pareció llenarse de truenos y relámpagos, pero, en lugar de enviarlos Dios, papá dijo que los enviaba Hitler. Nos habÃamos apiñado dentro del refugio, y papá dijo que debÃamos jugar a que éramos una familia de erizos y que yo debÃa hacerme un ovillo como un ericito. Maman se enfadó con él por llamarme ericito, pero aun asà jugué a serlo, escondida bajo la tierra mientras los humanos combatÃan por encima de nuestras cabezas. Finalmente, los espantosos ruidos cesaron. Papá dijo que ya podÃamos volver a la cama, pero a mà me dio pena tener que irme sola a mi cama de humana en lugar de quedarnos todos juntos en nuestra madriguera.
Al dÃa siguiente me encontré a Daisy llorando en la cocina, pero no quiso contarme qué le pasaba. El lechero no vino ese dÃa, y luego maman dijo que no irÃa a la escuela porque ya no estaba.
—Pero ¿cómo puede ser que ya no esté, maman?
—Le cayó una bomba, chérie —respondió soltando el humo del cigarrillo por la boca.
Mama también habÃa empezado a fumar, y a veces me preocupaba que prendiera fuego a sus cartas de tanto que se las acercaba a la cara para leerlas.
—Pero ¿y nuestra cabaña de la playa? —pregunté a papá.
Me encantaba nuestra pequeña cabaña. Pintada de amarillo crema, era la última de la hilera, de manera que si mirabas hacia el lado correcto podÃas imaginar que era la única cabaña de la playa en kilómetros, pero si te volvÃas hacia el otro lado no estabas demasiado lejos del simpático hombre de los helados que se encontraba junto al muelle. Papá y yo construÃamos elaboradÃsimos castillos de arena, con fosos y torretas, lo bastante grandes para que todos los cangrejos pudieran vivir en ellos si decidÃan acercarse. Maman nunca querÃa ir a la playa, decÃa que era demasiado «arenosa», lo que a mi parecer era como decir que el mar estaba demasiado mojado.
Cada vez que Ãbamos, habÃa un hombre mayor con un sombrero de ala ancha que se paseaba por la playa pinchando la arena con un palo largo, pero no como el que papá utilizaba para caminar. El hombre llevaba un saco grande en la mano y de vez en cuando se detenÃa y se ponÃa a cavar.
—¿Qué hace, papá? —pregunté yo.
—Es un raquero, cariño. Camina por la playa peinando la arena en busca de cosas que la marea haya podido arrastrar de barcos que están en alta mar y de otras costas.
—Ah, vale —dije, aunque el hombre no llevaba ningún tipo de peine, desde luego no como el que me pasaba Daisy por el pelo cada mañana—. ¿Crees que encontrará algún tesoro enterrado?
—Seguro que si pasa suficiente tiempo cavando, algún dÃa encontrará algo.
Observé con curiosidad que el hombre sacaba algo del agujero y le quitaba la arena, pero no era más que una vieja tetera de esmalte.
—Qué decepción —resoplé.
—Recuerda, cariño, que por lo que uno tira otro suspira. Puede que en cierto modo t