Él sabÃa lo que saben los puentes: unen
sobre el agua lo que bajo el agua
está unido
Mas una orilla fue ciénaga,
la otra fuego[1]
REINER KUNZE
Katia Ziegler destapa la estilográfica con la que ha firmado todos los documentos importantes de su vida. Es la misma que llevó a su boda, en los años setenta. Todas aquellas caras desconocidas en la bancada de la iglesia. Recuerda que él le sonriera todo el tiempo, pero no sus facciones al hacerlo. Como si su cara hubiera sido borrada del pasado antiguo y todo lo que quedara de aquel hombre fuera eso. Una sola imagen de entonces, aquella fotografÃa: la espalda de él contra el coche color plata, las manos en los bolsillos, el mechón rubio sobre el ojo izquierdo.
Es octubre. La lluvia cae fuera como una catarata desinflada. Aplaude lenta contra los tejados. Es la misma lluvia que les dejaba sin luz. Por eso su padre guardó cerillas y velas en los cajones. Sin embargo él se hizo con una linterna, es una réplica de la que lleva la policÃa, dijo. Como las niñas jugaban con ella por las noches, nunca estaba a mano cuando se quedaba oscuro. El agua despegaba el olor del jardÃn. Después, por la ventana, el horizonte era corto. Enseguida, un vecino, un patio ordenado, un operario. Al principio, ella tomaba, cada mes, una fotografÃa de los árboles. Los veÃa cambiar de color mientras hacÃa café. De la lluvia recuerda también el hocico frÃo de aquel caballo pardo contra el suelo, calado hasta los huesos. El agua hacÃa cÃrculos que se tocaban y desaparecÃan. Un mes de octubre, como este, pinchó cien bulbos por todo el terreno. La hierba levantó la arcilla roja del pavimento. Todo está ahora atrás y está dormido. Hasta que, cuando empiece a apretar el calor, vuelva a estallar el amarillo.
Es octubre. Es el mes de la revolución.
Después de las lluvias, llegaba el invierno.
La nieve no hace ruido al caer.
EL ESTE
1
A TODOS LES GUSTA BAILAR EL LIPSI
BerlÃn, 1956
La tarde en que papá no regresó a tiempo de encender la estufa fue el dÃa más frÃo de todo el invierno. Fue mamá quien bajó al sótano y subió con el saco lleno de carbón y ramas. Los leños estaban húmedos. Otra vez picón, este hombre no se entera de nada, decÃa con el saco en brazos. A Martina y a mà nos gustaba hurgar entre el carbón, sobre todo en ese que era más blando. A veces, cuando mamá no miraba, frotábamos una pieza contra otra hasta que nuestros dedo