el gran dÃa –dijo el Doctor Vigl mirando a los ojos a aquel hombre de la Prehistoria–. Ya era hora.
–No cabe duda de que somos unos afortunados –dijo su colega, el doctor Gostner–. Vamos a examinar a un ser humano de más de cinco mil años. ¡Me tiemblan las manos de los nervios!
Todo empezó en el verano de 1991, cuando dos alpinistas aficionados descubrieron en lo alto de una montaña nevada el cuerpo de un hombre congelado. Una vez superado el susto, se dieron cuenta de que era un cadáver muy antiguo. Ötzi, asà llamado porque se le habÃa encontrado en el Valle de Ötz, era un ser de color oscuro, parecido al cuero, extremadamente delgado y con una mueca, como si hubiese muerto en circunstancias muy duras. Aún se veÃan con claridad las ropas que le cubrÃan: una capa, un chaleco y un calzado que parecÃa unas botas modernas. Ötzi llevaba además varios objetos cuando fue encontrado, entre ellos un hacha, un cuchillo, un arco y un carcaj lleno de flechas. Cuando llegaron los cientÃficos, confirmaron que aquel hombre habÃa vivido hacÃa más de 5.300 años. ¡Por suerte las nieves perpetuas lo habÃan conservado intacto!
Diez años habÃan tardado los gobiernos de Austria e Italia en decidir qué equipo de cientÃficos debÃa investigar a Ötzi: lo habÃan encontrado en la frontera, y no se ponÃan de acuerdo. Ahora, por fin, el hombre prehistórico descansaba en el Museo de ArqueologÃa de Bolzano, en Italia.
Los doctores Vigl y Gostner habÃan recibido el encargo de hacer un estudio completo para intentar averiguar todo lo posible sobre él. TrabajarÃan en una sala que era una combinación de quirófano y laboratorio, con infinidad de instrumentos: estudiarÃan los tejidos de sus ropas, sus armas, su cuerpo, intentarÃan determinar la causa de su muerte, e incluso, mirando en su estómago, quizás averiguaran cuál habÃa sido su última comida. Los análisis comenzarÃan al dÃa siguiente, pero los doctores querÃan ver antes a su paciente cara a cara y con tranquilidad. Era ya muy tarde, el edificio del museo ya estaba cerrado y solo quedaban dentro los dos cientÃficos, y Ötzi.
–¿Qué le preguntarÃas si estuviera vivo y pudiera responderte?
–No sé. Déjame pensar –respondió Gostner–. Creo que lo que más me intriga es qué estaba haciendo en lo alto de la montaña, porque dudo que estuviera allà porque le gustase esquiar...
–No, eso seguro –concedió Vigl entre risas–. Con los precios de las estaciones de esquà en esa zona, seguro que se habrÃa ido a los Pirineos, que son más baratos. SerÃa primitivo, pero no estúpido.
–La verdad es que eso ha tenido gracia. ¿Siempre sois tan chistosos?
Gostner y Vigl se miraron atónitos. ¿Quién habÃa hablado? Miraron alrededor, pero no vieron a nadie.
–¡Eh, los graciosillos! ¿Podéis rascarme el hombro derecho? Estoy tan entumecido que no puedo doblar el brazo.
Los dos cientÃficos se quedaron paralizados, mientras veÃan que Ötzi movÃa los labios y oÃan que su garganta emitÃa una voz ronca, profunda.
–Pero, pero... –Vigl no salÃa de su asombro–. ¿Hablas nuestro idioma?
–Oye, ¿tú eres cientÃfico o te ha tocado la bata en una rifa? –respondió Ötzi, que comenzó a incorporarse hasta quedarse sentado en la camilla. Lo hacÃa con dificultad, sin apenas mover los músculos de la cara–. Te habla un tÃo muerto desde hace cinco mil años y, en lugar de preguntar qué hago vivo, ¡te extrañas porque hablo tu idioma! Hombre, es difÃcil, pero hace ya die