Prólogo
Un diario, cuando se escribe con la intención de publicarlo (¿y cuántos novelistas los escriben con otra intención?), es la forma de literatura más egocéntrica. Se da por supuesto que lo que el escritor piensa, hace, ve, come y bebe a diario es tan interesante para los demás como lo es para sà mismo. ¿Y qué motivo podrÃa inducir a alguien a acometer con regularidad una tarea tan tediosa como ésa (pues, sin duda, a veces debe de ser pesada) no sólo durante un año, que ya es mucho tiempo, sino en ocasiones durante toda una vida? Como amante de los diarios, me alegro de que tantas personas hayan encontrado el tiempo y las energÃas para hacerlo y que aún haya quien lo haga. Cuántos datos interesantes, cuánta información, historias y experiencias emocionantes compartidas con otras personas se habrÃan perdido sin los diarios de John Evelyn, Samuel Pepys, Virginia Woolf, Evelyn Waugh, Fanny Burney y Francis Kilvert. Incluso el diario de una victoriana de ficción, Cecily Cardew, de La importancia de llamarse Ernesto, «sólo las notas de una muchacha muy joven que narra sus pensamientos e impresiones, redactados para su publicación», tenÃa su encanto.
Nunca hasta ahora habÃa llevado un diario, sobre todo por pereza. A lo largo de mi carrera como burócrata, me pasaba el dÃa redactando informes o discursos y escribiendo cartas o actas, tras lo cual me quedaban pocas g