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Al señor Livingstone le parecÃa abominable que Roberta Twist hubiese bautizado a su único hijo, en la iglesia presbiteriana de St. Andrew, con el nombre de Oliver. Y no porque tuviese nada en contra de los feligreses presbiterianos, o contra la espantosa cúpula de St. Andrew, sino porque estaba convencido de que hacÃa falta mucha maldad para dejar abandonado en la puerta de su librerÃa, de lunes a viernes, a un niño llamado Oliver Twist.
Edward Livingstone habÃa perdido ya la cuenta de los años que hacÃa que era librero. No se trataba de una pasión vocacional, sino de una cuestión de supervivencia: el señor Livingstone entendÃa mejor los libros que a los seres humanos. Si bien esta última observación no era del todo cierta —incluso el librero más taimado tiene sus excepciones—, la vida en una librerÃa consistÃa en muchos libros y pocos clientes.
Su librerÃa ostentaba el orgulloso rótulo azul con letras blancas de MOONLIGHT BOOKS y ocupaba un viejo inmueble de dos plantas en una de las callecitas del barrio del Temple. CompartÃa su humilde ubicación con una zapaterÃa masculina que habÃa conocido tiempos mejores, allá por los años veinte del siglo pasado, y con un sastre tan anciano —extraordinariamente parecido a Mr. Magoo— que la mayorÃa de sus clientes ya no iban a precisar de sus servicios nunca más. Al señor Livingstone no le importaba la ubicación algo escondida de su librerÃa, pues era un firme partidario de que las vidas sin una pizca de misterio no tienen interés.
Desde la calle, Moonlight Books era todo madera pintada de azul y pulcros escaparates. Tras los cristales enmarcados, una coreografÃa de novelas atraÃa la mirada de los transeúntes con mayor o menor éxito. No era el señor Livingstone quien se ocupaba del escaparatismo de su negocio, pero sà que solÃa dar el visto bueno, con un escueto gruñido, a los tÃtulos que exhibÃa. La puerta de la librerÃa, también de madera azul, tenÃa un curioso pomo en forma de pluma que los visitantes empujaban para entrar haciendo sonar unas campanillas de bienvenida de peculiar tañido.
A sus cuarenta y todos años, Edward Livingstone habÃa ordenado su negocio según su propia filosofÃa de lectura: los clásicos en la planta inferior y los autores contemporáneos en el piso superior, junto a los libros de filosofÃa, viajes, mapas, teologÃa, historia y otras disciplinas, de manera que ni siquiera los autores más modernos podÃan librarse de la atenta mirada de los Aristóteles, Plutarco, TucÃdides, Voltaire, Rousseau o Kant, dignos guardianes de la modernidad. De suelos de madera pulida y quejumbrosa por los achaques de la edad, y paredes de un color olvidado —quizás violeta en sus buenos tiempos— tras las enormes estanterÃas repletas de libros, ambos pisos de la librerÃa se comunicaban por una única escalera de caracol, cuyos escalones, también de madera, estaban regiamente escoltados por una hermosa barandilla negra de hierro forjado afiligranada con hermosas rosas y motivos vegetales labrados en el mismo metal. El señor Livingstone creÃa que para subir a disfrutar de los autores del piso de arriba era necesario haber leÃdo gran parte de los de abajo, de ahà su peculiar distribución. Y sobre su extraordinaria barandilla modernista no solÃa hacer comentarios en voz alta pero, si los clientes observadores no se hubiesen extinguido en este siglo, sin duda no les habrÃa pasado desapercibida la delicadÃsima caricia de la yema de los dedos del librero sobre su oscura superficie siempre que transitaba por aquella escalera prodigiosa.
Era necesario alzar la mirada hacia los cielos de la librerÃa una noche estrellada para comprender el nombre con el que su propietario la habÃa bautizado —en opinión del señor Livingstone con mejor criterio que el de la señora Twist para con su único hijo—. Coronaba majestuosa el alto techo de vigas de madera del segundo piso una respetable claraboya cristalina de forma piramidal. Durante el dÃa apenas dejaba pasar la luz, a menudo lluviosa de las rutinas londinenses, pero si uno se tomaba la molestia de alzar la mirada en una noche clara y serena, tenÃa una panorámica hermosÃsima de los cielos estrellados con luna. Junto con la escalera de caracol, el propietario de Moonlight Books consideraba su claraboya como uno de sus bienes más preciados.
Edward Livingstone, que tenÃa cierto parentesco lejano con el médico, activista antiesclavista y explorador escocés que descubrió las cascadas del rÃo Zambeze —bautizadas por él como «cataratas Victoria»—, habÃa cambiado los mapas y los diarios de su victoriano antepasado por el papel mucho menos aventurero de sus libros preferidos. Como buen librero, su Mundo era su librerÃa; su Estado, la lectura; y su Constitución, el Ãndice alfabético de tÃtulos y autores que habÃa informatizado hacÃa unos años pese a que era capaz de encontrar de memoria cualquier ejemplar que el cliente le solicitase, incluso en el peor de sus dÃas.
El dÃa en el que Oliver Twist venció con su lógica aplastante de niño de ocho años el dogma laboral del señor Livingstone, hasta entonces inamovible, era martes. Atardec