La llamada de la tribu
Nunca habrÃa escrito este libro si no hubiera leÃdo, hace más de veinte años, To the Finland Station, de Edmund Wilson. Este fascinante ensayo relata la evolución de la idea socialista desde el instante en que el historiador francés Jules Michelet, intrigado por una cita, se puso a aprender italiano para leer a Giambattista Vico, hasta la llegada de Lenin a la estación de Finlandia, en San Petersburgo, el 3 de abril de 1917, para dirigir la Revolución rusa. Me vino entonces la idea de un libro que hiciera por el liberalismo lo que habÃa hecho el crÃtico norteamericano por el socialismo: un ensayo que, arrancando en el pueblecito escocés de Kirkcaldy con el nacimiento de Adam Smith en 1723, relatara la evolución de las ideas liberales a través de sus principales exponentes y los acontecimientos históricos y sociales que las hicieron expandirse por el mundo. Aunque lejos de aquel modelo, éste es el remoto origen de La llamada de la tribu.
No lo parece, pero se trata de un libro autobiográfico. Describe mi propia historia intelectual y polÃtica, el recorrido que me fue llevando, desde mi juventud impregnada de marxismo y existencialismo sartreano, al liberalismo de mi madurez, pasando por la revalorización de la democracia a la que me ayudaron las lecturas de escritores como Albert Camus, George Orwell y Arthur Koestler. Me fueron empujando luego, hacia el liberalismo, ciertas experiencias polÃticas y, sobre todo, las ideas de los siete autores a los que están dedicadas estas páginas: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich von Hayek, Karl Popper, Isaiah Berlin, Raymond Aron y Jean-François Revel.
Descubrà la polÃtica a mis doce años, en octubre de 1948, cuando el golpe militar en el Perú del general Manuel Apolinario OdrÃa derrocó al presidente José Luis Bustamante y Rivero, pariente de mi familia materna. Creo que durante el ochenio odriÃsta nació en mà el odio a los dictadores de cualquier género, una de las pocas constantes invariables de mi conducta polÃtica. Pero sólo fui consciente del problema social, es decir, de que el Perú era un paÃs cargado de injusticias donde una minorÃa de privilegiados explotaba abusivamente a la inmensa mayorÃa, en 1952, cuando leà La noche quedó atrás, de Jan Valtin, en mi último año de colegio. Ese libro me llevó a contrariar a mi familia, que querÃa que entrara a la Universidad Católica —entonces, la de los niños bien peruanos—, postulando a la Universidad de San Marcos, pública, popular e insumisa a la dictadura militar, donde, estaba seguro, podrÃa afiliarme al partido comunista. La represión odriÃsta lo habÃa casi desaparecido cuando entré a San Marcos, en 1953, para estudiar Letras y Derecho, encarcelando, matando o mandando al exilio a sus dirigentes; y el partido trataba de reconstruirse con el Grupo Cahuide, del que fui militante por un año.
Fue allà donde recibà mis primeras lecciones de marxismo, en unos grupos de estudio clandestinos, en los que leÃamos a José Carlos Mariátegui, Georges Politzer, Marx, Engels, Lenin, y tenÃamos intensas discusiones sobre el realismo socialista y el izquierdismo, «la enfermedad infantil del comunismo». La gran admiración que sentÃa por Sartre, a quien leÃa devotamente, me defendÃa contra el dogma —los comunistas peruanos de ese tiempo éramos, para decirlo con una expresión de Salvador Garmendia, «pocos pero bien sectarios»— y me llevaba a sostener, en mi célula, la tesis sartreana de que creÃa en el materialismo histórico y la lucha de clases, pero no en el materialismo dialéctico, lo que motivó que, en una de aquellas discusiones, mi camarada Félix Arias Schreiber me calificara de «subhombre».
Me aparté del Grupo Cahuide a fines de 1954, pero seguà siendo, creo, socialista, por lo menos en mis lecturas, algo que, luego, con la lucha de Fidel Castro y sus barbudos en la Sierra Maestra y la victoria de la Revolución cubana en los dÃas finales de 1958, se reavivarÃa notablemente. Para mi generación, y no sólo en América Latina, lo ocurrido en Cuba fue decisivo, un antes y un después ideológico. Muchos, como yo, vimos en la gesta fidelista no sólo una aventura heroica y generosa, de luchadores idealistas que querÃan acabar con una dictadura corrupta como la de Batista, sino también un socialismo no sectario, que permitirÃa la crÃtica, la diversidad y hasta la disidencia. Eso creÃamos muchos y eso hizo que la Revolución cubana tuviera en sus primeros años un respaldo tan grande en el mundo entero.
En noviembre de 1962 estaba en México, enviado por la Radiotelevisión Francesa en la que trabajaba como periodista, para cubrir una exposición que Francia habÃa organizado en el Bosque de Chapultepec, cuando estalló la crisis de los cohetes en Cuba. Me enviaron a cubrir la noticia y viajé a La Habana en el último avión de Cubana de Aviación que salió de México, antes del bloqueo. Cuba vivÃa una movilización generalizada temiendo un desembarque inminente de los marines. El espectáculo era impresionante. En el Malecón, los pequeños cañones antiaéreos llamados bocachicas eran manejados por jóvenes casi niños que aguantaban sin disparar los vuelos rasantes de los Sabres norteamericanos y la radio y la televisión daban instrucciones a la población sobre lo que debÃa hacer cuando comenzaran los bombardeos. Se vivÃa algo que me recordaba la emoción y el entusiasmo de un pueblo libre y esperanzado que describe Orwell en Homenaje a Cataluña cuando llegó a Barcelona como volu