Sonja
Tine Koptschik pasó con Ãmpetu la aspiradora de mano por la camilla de tratamiento, como si quisiera retirar la funda de goma negra. Y eso que solo tenÃa que quitar los abundantes pelos de perro que cubrÃan la camilla y el suelo. Antes, en la cooperativa de producción agraria, se ocupaba de ciento cincuenta vacas. Ahora, en la primavera de 1992, la cooperativa estaba a punto de liquidarse a causa de la reunificación. Asà que Tine conocÃa bien el ganado, por eso sus movimientos eran vigorosos, aunque en ocasiones un poco torpes para una consulta de animales pequeños.
—¿Hemos terminado por hoy? —preguntó Sonja mientras incluÃa en la lista a la señora Kupke con Whisky, el perro salchicha de pelo áspero.
—No, aún hay un pastor alemán en la sala de espera.
Sonja miró un momento el reloj. Las once en punto. En realidad el horario de consulta habÃa terminado. El dÃa habÃa ido muy bien: tres gatos, un canario y dos perros. Si siempre fuera asÃ, la consulta valdrÃa la pena.
—¡Adelante el perro ladrador!
Tine guardó la aspiradora de mano en el estante, donde sobresalÃa tanto que volvió a caerse en el acto. Sonja se contuvo. No tenÃa sentido alterarse. Tine era poco hábil con los dedos, tenÃa que estar dispuesta a aceptar esas pérdidas. A cambio, era honrada y sincera, no exigÃa más de lo que le podÃa pagar y nunca se quejaba cuando en invierno hacÃa frÃo en la consulta. Además, poseÃa un ingenio extraordinario y se las apañaba incluso con un rottweiler con malas pulgas.
—Pase, joven. Ay, pobre, Falko está empapado.
—Llueve a cántaros, hoy hace un tiempo horrible y demasiado frÃo para estar en marzo.
Sonja se estremeció al oÃr la voz de la joven. Otra vez ella. Maldita sea, hasta entonces el dÃa habÃa ido muy bien, pero siempre llegaba el colofón.
—Buenos dÃas, doctora Gebauer. —Jenny Kettler le dio la mano y le dedicó una sonrisa. ¿Sin más, sin nada que ocultar? ¿QuerÃa ponerla a prueba? ¿O solo eran imaginaciones suyas? Sonja intentó mirarla con despreocupación y naturalidad, pero no era fácil.
Jenny Kettler. Guapa, delgadÃsima, con aquella provocadora melena roja, encantadora con su dulce sonrisa. Convencida de conseguir todo lo que quisiera solo con desplegar sus encantos femeninos… Sonja se prohibió seguir pensando y prefirió dedicarse al perro.
—Bueno, Falko, estás estupendo. La herida del morro está bien curada. Apenas se ve…
Falko se dejó examinar el morro sin resistirse. Tampoco hacÃa ascos a una caricia detrás de la oreja, pero miraba de reojo ansioso la lata gris que estaba arriba, en la estanterÃa. Los animales eran sinceros, por eso le gustaban tanto a Sonja.
—Creo que hay que vacunarlo —dijo Jenny Kettler—. Además, no para de rascarse. A mi abuela le preocupa que tenga ácaros o algo parecido.
Sonja hojeó el carnet de vacunaciones y comprobó que hacÃa dos años que el perro no se vacunaba. ¡Qué descuido! Sacó el peine para las pulgas y no tardó en encontrarlas.
—Tiene pulgas —anunció—. Y muchas.
Jenny miró el peine con los ojos desorbitados y vio tres puntitos negros que saltaban.
—¡Puaj!
—Le recetaré unos polvos. Fróteselos en el pelo y espárzalos también en su manta y cesta, en todas partes donde le guste tumbarse.
A Sonja le divirtió mucho ver la reacción de horror de Jenny. SÃ, la gente era muy sensible a las pulgas. La porquerÃa que los campesinos pulverizaban en los campos o los gases de combustión de sus coches no les molestaban en absoluto, pero cuidado, ¡el perro tiene una pulguita inofensiva!
—Pero si se tumba en todas partes: en el sofá, en la alfombra, en la cama de la abuela…
—Si los bichitos negros están en el colchón —intervino Tine, incapaz de callarse pese a que ya la habÃan amonestado varias veces—, se instalan a su gusto. Ponen huevos y crÃan sin parar.
Jenny la miró, presa del pánico, y luego lanzó una mirada de reproche a Falko.
—¿Por dónde has andado, sinvergüenza?
Falko no estaba dispuesto a revelar información al respecto. En cambio, levantó la cabeza hacia Sonja para dejarse acariciar en la zona del grueso collar, donde siempre le picaba tantÃsimo.
—La mayorÃa de las veces cogen las pulgas de animales salvajes, de erizos, por ejemplo. Los zorros también colaboran, y los corzos. Tienen un montón de inquilinos subarrendados…
Jenny vio asqueada cómo Sonja aplastaba tres pulgas con un pañuelo de papel.
«Mejor —pensó la veterinaria—. Cuanto menos me soporte, mejor.»
—Y esos polvos, ¿no son venenosos? —preguntó Jenny, preocupada—. Tengo una niña pequeña que gatea y camina por todas partes…
Cierto. La niña acababa de cumplir un año. Se llamaba Julia. Una monada, según le habÃan contado. Sonja lo sabÃa, aunque no sintiera ninguna curiosidad por el tema.
—Basta con frotar al perro con los polvos y alejarlo un rato de la niña, no hace falta tener más precauciones.
Falko aguantó la inyección sin siquiera pestañear y luego se abalanzó sobre las galletas de perro que le ofrecÃa Sonja. «Buen chico, Falko.» A Sonja le gustarÃa tener uno asÃ. Sin embargo, de momento no tenÃa dinero. Si tuviera perro tendrÃa que alimentarlo adecuadamente, y no con esa porquerÃa enlatada que se vendÃa ahora también en el Este. Era puro aprovechamiento de basura: pellejo, piel, pezuñas, huesos… Lo trituraban todo y luego lo llamaban producto con contenido cárnico. La mayor parte eran cereales, que salÃan muy baratos, además de sustancias aromáticas para que aquel puré oliera a carne, y conservantes prohibidos para el consumo humano. ¡No, gracias!
—Son treinta y cuatro con cincuenta. ¿Paga en metálico o le envÃo una factura?
Pagó en efectivo. No estaba mal. Era un milagro que aún les quedara dinero a Jenny Kettler y su abuela. Semejante reforma costaba una fortuna. No obstante, tal vez habÃan recibido subvenciones justo a tiempo, y el arquitecto, ese Kacpar Woronski, tampoco debÃa cobrarles un dineral. Estaba loco por la dulce Jenny.
SÃ, Sonja tenÃa sus informadores y estaba al corriente. Kalle Pechstein, por ejemplo, era un cotilla. Un cotilla enamorado, pues el pobre aún se hacÃa ilusiones con Margret Rokowski, alias Mücke. SÃ, el tiovivo del amor seguÃa dando vueltas. Primero a la derecha, luego a la izquierda. Se balanceaba y rechinaba, pero a quien estaba dentro le parecÃa fantástico. Si estabas al lado, en cambio, como Sonja, tenÃas más bien la sensación de relacionarte con una panda de locos. Sin embargo, a sus cuarenta y cinco años era mayor y tenÃa más experiencia que los jóvenes, tenÃa edad incluso para ser la madre de Jenny Kettler. Bueno, por suerte no lo era.
—Voy a limpiar otra vez antes de irme. —Tine interrumpió sus pensamientos.
Sonja escrutó la estanterÃa con la mirada y empujó de nuevo la aspiradora manual hacia dentro, luego cerró el armario de los medicamentos para que no se cayera nada y se rompiera.
—Genial, Tine. Luego bajo y cierro.
—¡Hasta mañana, sanos y salvos!
—¡Por supuesto!
Sonja recogió los papeles para subirlos a su piso. La casa de dos plantas estaba bastante destartalada, pero no tenÃa dinero para reformarla. Se la compró a los padres de una amiga, que cruzaron al Oeste justo después de la reunificación, y en realidad fue una ganga porque no pagó mucho por ella. Al menos según el estándar occidental. Con todo, tuvo que pedir un crédito porque también necesitaba el mobiliario para la consulta de veterinaria.
No lo habrÃa conseguido sin su padre, que seguÃa enviándole doscientos marcos al mes. Él decÃa que no le importaba, pero Sonja sabÃa que no era cierto. Walter Iversen tenÃa que reducir bastante los gastos para poder ayudarla. No le gustaba, sobre todo ahora no podÃa quedarse sin recursos, de lo contrario su antiguo y nuevo amor lo devorarÃa sin piedad.
ConocÃa a las mujeres del Oeste, solo les importaba el dinero y los bienes materiales. Quien no tenÃa nada, tampoco valÃa nada. Por desgracia, necesitaba la ayuda de su padre, ya que la consulta no rendÃa lo suficiente. En el Este no habÃa ni mucho menos tantas mascotas como en el Oeste. La mayorÃa de la gente trabajaba, incluidas las mujeres, asà que ¿quién tenÃa tiempo de ocuparse de perros o gatos? Además, los animales costaban dinero, y todo el mundo preferÃa comprarse un televisor nuevo.
La cooperativa de producción agrÃcola, en la que tenÃa puestas tantas esperanzas, hacÃa tiempo que habÃa vendido las vacas, los cerdos y las aves. De vez en cuando la llamaban de uno de los pueblos de alrededor, donde mucha gente aún tenÃa ganado. En realidad, un colega era el responsable de aquellos animales, y ella solo intervenÃa si estaba enfermo o impedido por algo. Ni pensar en forrarse.
—Ya llegará —le dijo Tine—. Cuando en el Este todo funcione bien. Entonces la gente también comprará animalitos domésticos. Además, alguien me contó que en la mansión Dranitz habrá caballos. Para hacer excursiones en carro con los grandes capitalistas que vayan a darse masajes en la barriga en el futuro hotel balneario.
A Sonja el asunto del hotel balneario le parecÃa una quimera. ¿Quién iba a ir a Dranitz, y encima para hacer algo tan moderno? Dranitz estaba donde Cristo perdió el zapato, para eso valÃa más la pena un hotel en Waren an der Müritz, donde tenÃan el lago delante de las narices, podÃan ir en barca, bañarse, pasear o comprar. HabÃa fondas, una heladerÃa y un par de bares. Dranitz estaba muerto por la tarde. Era el aburrimiento total.
Lanzó una mirada a la nevera y resistió la tentadora imagen del plato con el pastel que Tine le habÃa llevado a primera hora. HabÃan tenido celebración familiar. En casa de los Koptschik siempre se comÃa bien y repartÃan las sobras con generosidad entre los vecinos. A su jefa, Sonja, le reservaron tres tartas de nata y dos porciones de pastel de nueces.
—¡Puede engordar un poco más sin problema, doctora Gebauer!
A juzgar por la complexión lozana de Tine, puede que tuviera razón. En cambio, si partÃa de la idea que tenÃa Sonja de una figura de ensueño, tendrÃa que renunciar para el resto de su vida a la nata, el azúcar y cosas parecidas. Todo engordaba.
Aun asÃ, no sabÃa si lograrÃa librarse algún dÃa del malicioso apodo de «albóndiga». Tal vez no. Se lo pusieron los compañeros de clase, y lo llevaba pegado a los talones como una sombra. Era rubia y rellenita, sin apenas cintura, pero tenÃa unos pechos generosos que de joven la avergonzaban muchÃsimo. Ya estaba acostumbrada, ahora llevaba un sujetador fuerte con tirantes anchos y contestaba a los comentarios picantes con réplicas mordaces.
Sacó de la nevera el resto de la sopa solianka del dÃa anterior, encendió el fogón y puso la olla encima. Aquello olÃa fenomenal y, además, no llevaba azúcar. Solo se le echaba nata agria, pero no mucha. Lo justo para notar el sabor fresco y cremoso en la salchicha. Colocó rápidamente el plato hondo y la cuchara en la mesa de la cocina, además de una limonada recién salida de la botella. Asà tenÃa que ser. La limonada siempre habÃa sido su consuelo.
Mientras removÃa la solianka en la olla, miró por la ventana. Al fondo vio los tejados rojos y grises, una fila de chopos aún sin hojas y una mancha gris detrás: el Müritz. El lago tenÃa poco encanto cuando llovÃa, pero bajo la luz del sol relucÃan las pequeñas olas y el agua se teñÃa de azul como el cielo. De niña solÃa sentarse en Dranitz a la orilla del lago, lanzaba piedras al agua o modelaba sirenas con el légamo. Ahora ve