En recuerdo de Cathie Linz: amante de los gatos y de los Beatles; de las botas rojas y los cumpleaños; de las bibliotecarias, los amigos y los buenos libros. Como cantó Paul, «Tú y yo tenemos recuerdos más largos que el camino que se abre ante nosotros». Gracias por el entusiasmo y el apoyo sin fin que ofreciste a tus colegas escritores. Y tus seres más cercanos te damos las gracias, sobre todo, por habernos dado a De.
1
La ciudad era suya. Cooper Graham poseÃa esa ciudad, y el mundo era perfecto. Al menos eso era lo que se decÃa a sà mismo.
Una morena con voz de gatita sexy se arrodilló ante él y le rozó el muslo desnudo con su larga melena oscura.
—Esto es para que no te olvides de mà —ronroneó ella.
La punta del rotulador Sharpie le hizo cosquillas en la cara interna del muslo mientras miraba la parte superior de la cabeza de la chica.
—¿Cómo iba a olvidarme de una mujer tan hermosa como tú?
—Será mejor que no lo hagas. —La vio apretar los labios contra el número de teléfono que habÃa escrito con tinta negra en su pierna. TardarÃa una eternidad en conseguir que desaparecieran aquellas cifras, pero apreciaba a sus admiradores; por eso no la habÃa apartado.
—Lamento no poder quedarme a charlar contigo —le dijo educadamente a la joven mientras la ayudaba a levantarse—, pero tengo que seguir entrenando.
Ella llevó las manos con reverencia a los lugares que él habÃa tocado.
—Puedes llamarme en cualquier momento del dÃa o de la noche.
Coop le brindó una sonrisa mecánica antes de seguir trotando por la ruta pavimentada que recorrÃa la costa del lago Michigan por debajo del magnÃfico skyline de Chicago. Era el hombre más afortunado del planeta, ¿verdad? Claro que sÃ. Todo el mundo querÃa ser su amigo, su confidente, su amante... Incluso los extranjeros sabÃan quién era. BerlÃn, Nueva Delhi, Osaka... Daba igual. No habÃa nadie que no conociera a Cooper Graham.
Dejó los embarcaderos de Burnham Harbor a la derecha. Era septiembre, por lo que los barcos saldrÃan pronto del lago pero, por el momento, se balanceaban anclados a los muelles. Aceleró el paso, asegurándose de que sus zapatillas de correr botaban sobre el camino frente al lago con un ritmo perfecto. La coleta rubia de una mujer se balanceaba delante de él en la pista de running. Piernas fuertes. Buen culo. DesafÃo cero. La adelantó sin alterar su suave cadencia.
Era un buen dÃa para ser Cooper Graham, aunque todos los dÃas lo eran. Se podÃa preguntar a cualquiera. La bandada de gaviotas que sobrevolaba la costa de Chicago bajaba las alas en su honor. Las hojas de los gigantescos robles que daban sombra al sendero se agitaban como si estuvieran aplaudiéndole de forma frenética. Incluso los pitidos de los taxistas que iban a la carrera por Lake Shore Drive lo alentaban. Adoraba esa ciudad, y ella lo adoraba a él.
El hombre que corrÃa delante de él poseÃa la fisonomÃa de un atleta y avanzaba a buen ritmo.
Aunque no lo suficiente.
Le adelantó. Aquel tipo no aparentaba ni treinta años; Coop tenÃa treinta y siete y su cuerpo estaba un tanto deteriorado tras una larga carrera como jugador de fútbol americano, pero no lo suficiente como para dejar que nadie le superara. Cooper Graham habÃa hecho el draft con los Oklahoma State, donde lo habÃan fichado los ojeadores de Houston. Tras ocho años como quarterback titular en los Miami Dolphins, se habÃa convertido en el fichaje millonario de los todopoderosos Chicago Stars, a los que, después de tres temporadas, habÃa impulsado a ganar el anillo de diamantes de la Super Bowl. Una vez que tuvo en su dedo aquel ansiado trofeo, hizo lo más inteligente y se retiró cuando todavÃa seguÃa en lo más alto. Y era lo mejor que habÃa podido hacer: abandonar el juego antes de convertirse en uno de esos patéticos deportistas que trataban de aferrarse de forma desesperada a sus dÃas de gloria.
—¡Hola, Coop! —le saludó un corredor que se acercaba en dirección contraria—. Los Stars van a echarte de menos este año.
Coop le devolvió el saludo poniendo el pulgar hacia arriba.
Los tres años que habÃa estado con los Stars habÃan sido los mejores de su vida. Era posible que sus raÃces estuvieran en las tierras de Oklahoma, podÃa haber madurado en Miami, pero habÃa sido en Chicago donde habÃa demostrado su valÃa. El resto era historia del fútbol americano.
—¡Coop! —La preciosa morena que venÃa directa hacia él apenas logró mantener el equilibrio cuando lo reconoció.
Él le ofreció su sonrisa para fans.
—Hola, cariño. Estás muy bien.
—No tanto como tú.
Su cuerpo habÃa sufrido duros golpes en los últimos años, sin embargo seguÃa siendo fuerte, con los mismos reflejos rápidos y la actitud ganadora que habÃa llamado la atención durante su época universitaria. Y la atención que recibÃa entonces solo se habÃa hecho más intensa con el paso de los años. Era posible que se hubiera retirado del fútbol profesional, pero eso no querÃa decir que su juego no fuera el mejor, aunque ahora lo desarrollaba en un nuevo campo, uno que estaba decidido a conquistar.
Corrió dos kilómetros. Y dos más. Solo los ciclistas eran más rápidos que él. Los demás eran sus cortesanos, despejando el camino para que él lo disfrutara esa tarde de septiembre. Nadie podÃa igualarlo, ni los jóvenes brokers que movÃan la bolsa de Chicago ni las ratas de gimnasio llenas de tatuajes que presumÃan de bÃceps.
Superó con éxito dos kilómetros más y un corredor fue capaz de seguir finalmente su ritmo. Era joven. Quizás universitario. Se sintió provocado y aceptó el reto. Nadie le superaba. Y eso era todo.
El joven lo miró de reojo y, cuando vio quién estaba junto a él, casi se le salieron los ojos