Prólogo
Miraba absorto la nada incolora.
Desde hacÃa casi tres años.
Nadie le veÃa y él no distinguÃa a nadie. Cuando la puerta se abrÃa succionaba el vapor suficiente para dejar entrever por unos instantes a un hombre desnudo, después todo quedaba envuelto en niebla.
Los baños iban a cerrar. Estaba solo.
Se ciñó el albornoz de felpa blanca, se levantó del banco de madera y bordeó la piscina desierta camino del vestuario.
Ni una ducha abierta, ninguna conversación en turco ni pies desnudos deslizándose sobre las baldosas. Se contempló en el espejo. Recorrió con el dedo la cicatriz aún visible de la última operación. Le habÃa llevado tiempo acostumbrarse a su nuevo rostro. El dedo bajó por el cuello, cruzó el pecho, se detuvo donde comenzaba el tatuaje.
Abrió el candado de la taquilla, se puso los pantalones y luego la gabardina encima del albornoz todavÃa húmedo. Se ató los cordones de los zapatos. Volvió a asegurarse de que estaba solo y se dirigió hacia otra taquilla cerrada con un candado manchado de pintura azul. Marcó el código 0999 y abrió la puerta. Dedicó unos instantes a observar el revólver grande y hermoso que descansaba en su interior, lo agarró por la culata de color rojo y se lo metió en el bolsillo de la gabardina. Abrió el sobre. Una llave, una dirección y más detalles.
En el armario habÃa una cosa más.
De hierro, pintada de negro.
La levantó hacia la luz, contemplando fascinado su filigrana. TendrÃa que limpiarla, frotarla, pero ya sentÃa la excitación ante la sola idea de usarla.
Tres años. Tres años en una nada blanca, en un desierto de dÃas sin sentido.
Ya era hora, habÃa llegado el momento de beber del cáliz de la vida. DebÃa regresar.
Harry despertó sobresaltado, la mirada clavada en la penumbra del dormitorio. Era él, habÃa vuelto, estaba allÃ.
—¿Pesadillas, cariño?
La voz que le susurraba era cálida y serena. Se volvió hacia ella, unos ojos castaños escrutaban los suyos. El fantasma palideció hasta desaparecer.
—Estoy aquà —dijo Rakel.
—Y yo aquà —dijo él.
—¿Quién era esta vez?
—Nadie —mintió poniéndole la mano en la mejilla—. Duérmete.
Harry cerró los ojos y esperó a estar seguro de que ella también lo hacÃa antes de volver a abrirlos. Estudió su rostro. Esta vez él habÃa aparecido en un bosque. Un paisaje pantanoso, ambos envueltos en jirones de niebla. Él habÃa adelantado la mano, apuntaba a Harry con algo que no podÃa ver. IntuÃa el rostro demonÃaco sobre su pecho desnudo. Luego la niebla se hizo más espesa y él se esfumó. Otra vez.
—Y yo estoy aquà —susurró Harry Hole.
PRIMERA PARTE
1
Miércoles por la noche
El bar Jealousy estaba casi vacÃo, pero aun asà se respiraba con dificultad.
Mehmet Kalak observaba al hombre y a la mujer de la barra mientras les servÃa vino. TenÃa cuatro clientes. El tercero ocupaba una de las mesas él solo y bebÃa su pinta a traguitos mÃnimos. El cuarto apenas dejaba ver unas botas de cowboy, y a intervalos espantaba la penumbra con la luz del móvil. Cuatro clientes a las once y media de una noche de septiembre en la mejor zona de bares del barrio de moda, Grünnerløkka. Un desastre, no podÃa seguir asÃ. A veces se preguntaba por qué habÃa dejado su puesto como encargado del bar del hotel más cool de la ciudad para coger por su cuenta y riesgo este bar decadente con una clientela de borrachos. Tal vez porque creyó que subiendo los precios podrÃa cambiar los clientes de siempre por los que todo el mundo querÃa: los residentes de la zona, gente de mediana edad, con poder adquisitivo y nada problemática. O a lo mejor porque después de romper con su novia necesitaba un lugar donde pudiera matarse a trabajar. O porque, cuando el banco le denegó el préstamo, la oferta del prestamista Danial Banks le habÃa parecido atractiva. O tal vez fuera tan sencillo como que en el Jealousy era él quien elegÃa la música y no un director de hotel que solo reconocÃa una melodÃa, la de la campanilla de la caja registradora. HabÃa resultado sencillo ahuyentar a la antigua clientela, hacÃa mucho que habÃan encontrado un nuevo hogar en un bar barato a tres manzanas de allÃ. Pero habÃa resultado más complicado atraer a nuevos clientes. Quizá deberÃa revisar el concepto. Tal vez una única pantalla de televisión con la liga turca no fuera suficiente para considerarlo un bar deportivo. Y en cuanto a la música, quizá deberÃa apostar más por lo seguro, por los clásicos como U2 y Springsteen para los chicos, y Coldplay para las damas.
—No es que yo haya tenido muchas citas por Tinder —dijo Geir dejando la copa de vino blanco sobre la barra—, pero he podido comprobar que hay mucha gente rara por ahÃ.
—¿No me digas? —respondió la mujer ahogando un bostezo.
Era rubia y llevaba el pelo corto. Delgada. Treinta y cinco años, pensó Mehmet. Movimientos rápidos, un poco nerviosos. Ojos cansados. Trabaja demasiado y hace ejercicio con la esperanza de que eso le proporcione la energÃa que siempre echa en falta.
Mehmet vio a Geir levantar su copa sujetando el tallo con tres dedos, igual que la mujer. En sus innumerables citas a través de Tinder siempre pedÃa lo mismo que ellas, ya fuera whisky o té verde. ParecÃa una manera de dar a entender que en eso también hacÃan buena pareja.
Geir carraspeó. HabÃan pasado seis minutos desde que ella habÃa entrado en el bar y Mehmet sabÃa que ya estaba listo para dar la estocada.
—Eres más guapa que en tu foto de perfil, Elise —dijo Geir.
—Ya me lo habÃas dicho, pero te lo agradezco.
Mehmet limpiaba un vaso fingiendo que no escuchaba.
—Dime, Elise, ¿qué esperas de la vida?
Ella sonrió desanimada.
—Un hombre al que no solo le importe el fÃsico.
—No podrÃa estar más de acuerdo, Elise. El interior es lo que importa.
—Era broma. Supongo que en la foto de perfil salgo bastante mejorada, y tengo la impresión de que tú también, ¿no, Geir?
—Je, je —dijo Geir, contemplando algo confuso el fondo de su copa de vino—. Bueno, la mayorÃa de la gente elige una foto favorecedora. Asà que buscas un hombre. ¿Qué clase de hombre, Elise?
—Uno que quiera ser amo de casa —respondió, consultando su reloj.
—Je, je. —A Geir no solo le sudaba la frente, sino toda su gran cabeza afeitada. Pronto tendrÃa manchas de sudor en las axilas de su camisa negra slim fit, una elección sorprendente, puesto que Geir no estaba ni delgado ni en forma. Giró su copa—. Tenemos el mismo sentido del humor, Elise. De momento, para mà un perro es familia suficiente. ¿Te gustan los animales?
«Tanrim, por Dios, ¿es que no va a rendirse?», pensó Mehmet.
—Si doy con la persona adecuada, será porque me convenza tanto aquÃ… como aquÃ… —Geir sonrió, bajó la voz y se señaló la entrepierna—. Pero, para saber si es asÃ, primero hay que comprobarlo, ¿no crees, Elise?
Mehmet tuvo escalofrÃos. Geir habÃa metido la quinta y su ego iba a llevarse otro golpe en la carrocerÃa.
La mujer apartó su copa de vino, se inclinó un poco y Mehmet tuvo que esforzarse para oÃr lo que decÃa.
—¿Puedes prometerme una cosa, Geir?
—Claro. —Su mirada y su voz eran las de un perro sumiso.
—¿Que puedo irme de aquà ahora mismo y nunca volverás a intentar ponerte en contacto conmigo?
Mehmet no tuvo más remedio que admirar la capacidad de Geir para esbozar una sonrisa.
—Por supuesto.
La mujer se echó hacia atrás.
—Gracias. No es que tengas pinta de acosador, Geir, pero he tenido un par de malas experiencias, ¿sabes? Un tipo empezó a seguirme y también a amenazar a la gente con la que me veÃa. Espero que comprendas que tenga cuidado.
—Entiendo. —Geir levantó su copa y la vació de un trago—. Como ya he dicho, hay mucho loco por ahà suelto. Pero no temas, estás bastante segura. Las estadÃsticas dicen que la probabilidad de morir asesinado es cuatro veces mayor para un hombre que para una mujer.
—Gracias por el vino, Geir.
—En el caso de que uno de nosotros tres… —Mehmet se apresuró a mirar hacia otro lado cuando Geir le señaló— fuera asesinado esta noche, la probabilidad de que seas tú es de uno a ocho. O no, espera, habrÃa que dividir por…
Ella se puso de pie.
—Espero que encuentres la solución. Que te vaya bien.
La mujer se marchó y Geir se quedó un rato mirando su copa, moviendo la cabeza al ritmo de «Fix you» como si quisiera convencer a Mehmet y otros potenciales testigos de que ya habÃa pasado página, de que ella era como una canción ligera de tres minutos de duración que se olvidaba en otros tres. Se levantó y se fue sin terminarse el vino.
Mehmet miró a su alrededor. Las botas de cowboy y el tipo que alargaba hasta el infinito su pinta de cerveza habÃan desaparecido. Estaba solo. El aire volvÃa a ser respirable. Con el móvil cambió la playlist del equipo de música. Puso la suya. Bad Company. Con antiguos miembros de Free, Mott The Hoople y King Crimson no podÃa salir mal. Y con Paul Rodgers de vocalista era imposible que saliera mal. Mehmet subió el volumen hasta que las botellas de detrás de la barra chocaron entre sÃ.
Elise bajaba por la calle Thorvald Meyer, entre modestos bloques de cuatro pisos que en su dÃa acogieron a la clase trabajadora de un barrio pobre en una ciudad pobre. Ahora el precio del metro cuadrado igualaba al de Londres o Estocolmo. Septiembre en Oslo. Por fin habÃa vuelto la oscuridad y habÃan quedado atrás las largas noches de verano, luminosas y molestas, sus estúpidas, felices e histéricas muestras de alegrÃa de vivir. En septiembre Oslo volvÃa a su auténtico ser: melancólica, reservada y eficiente. Una fachada sólida que escondÃa lugares oscuros y secretos. Como ella misma, decÃan algunos. Apretó el paso; en el aire se intuÃa la lluvia, un sirimiri, el estornudo de Dios, como dijo una vez una de sus citas intentando resultar poético. Iba a darse de baja de Tinder. El dÃa siguiente. Ya era suficiente, ya estaba harta de hombres salidos que con su sola mirada hacÃan que se sintiera como una puta por citarse con ellos en un bar. No más psicópatas y acosadores que se aferraban a ella como garrapatas, chupando su tiempo, su energÃa y su seguridad. Ya estaba harta de patéticos perdedores que hacÃan que se sintiera uno de ellos. DecÃan que las citas por internet eran la nueva manera de conocer gente, que ya no habÃa de qué avergonzarse, que todo el mundo lo hacÃa. Pero no era verdad. La gente se conocÃa en el trabajo, en la biblioteca, a través de amigos comunes, en el gimnasio, en cafeterÃas, en el avión, el autobús o el tren. Se conocÃan como tenÃa que ser, sin tensiones, sin sentirse presionados, y luego podÃan conservar la ilusión romántica de que habÃa intervenido el destino, de que su comienzo habÃa sido inocente y limpio. QuerÃa esa ilusión. BorrarÃa su cuenta. No era la primera vez que se lo proponÃa, pero esta vez lo harÃa, esa misma noche.
Cruzó la calle Sofienberg, sacó la llave para abrir el portal contiguo a la fruterÃa.
Empujó la puerta y penetró en la oscuridad del portal. Se detuvo de golpe. Eran dos.
Sus ojos tardaron un par de segundos en acostumbrarse a la penumbra y distinguir lo que tenÃan en la mano. Los dos hombres, con los pantalones desabrochados, se sujetaban el pene colgando. Reculó. No se dio la vuelta, solo rogó que no hubiera alguien detrás de ella también.
—Joder, sorry.
El taco y la disculpa fueron pronunciados por una voz juvenil, Elise le calculó entre dieciocho y veinte años. Y no estaba sobrio.
—TÃo —dijo el otro muerto de risa—. ¡Me has meado en los zapatos!
—¡Es que he dado un bote!
Elise se ciñó el abrigo y pasó junto a los chicos, que se habÃan vuelto de nuevo hacia la pared.
—Esto no es ningún meadero —dijo.
—Sorry, es que habÃa muchas ganas. No se repetirá, tÃa.
Geir iba deprisa por la calle Schleppegrell.
Meditaba, no estaba tan seguro de ese cálculo según el cual, entre dos hombres y una mujer, ella tenÃa una probabilidad de uno a ocho de morir asesinada; la cosa era un poco más complicada. Todo era siempre más complicado.
HabÃa pasado la calle Romsdal cuando algo le hizo girarse. Un hombre caminaba a unos cincuenta metros de distancia. No estaba seguro, pero ¿no era el mismo que habÃa visto al otro lado de la calle, mirando un escaparate, cuando salió del bar Jealousy? Geir apretó el paso, iba hacia el este, hacia Dælenenga y la fábrica de chocolate; en esa zona no habÃa nadie por la calle, solo un autobús que parecÃa ir adelantado sobre su horario y esperaba en la parada. Geir miró a su espalda. El tipo seguÃa allÃ, a la misma distancia. A Geir le daba miedo la gente de piel oscura desde siempre, pero no podÃa distinguirlo bien. Se estaban alejando de la zona blanca y moderna para aproximarse a las viviendas sociales y a los inmigrantes. Geir podÃa ver el portal de su casa a unos cien metros, pero cuando se giró vio que el tÃo habÃa echado a correr, y entonces salió por piernas aterrado ante la idea de que le diera caza un somalà totalmente traumatizado en Mogadiscio. Geir llevaba años sin correr, y cada vez que sus talones impactaban contra el suelo una conmoción le recorrÃa el cerebro y la visión. Llegó a la puerta, consiguió meter la llave en la cerradura al primer intento, se lanzó al interior y cerró el pesado portón tras de sÃ. Se apoyó en la madera húmeda. Le faltaba el aliento y el ácido láctico le quemaba los muslos. Se dio la vuelta y miró por el cristal de la puerta. No vio a nadie en la calle. A lo mejor no era un somalÃ. Geir no pudo contener la risa. Joder, habÃa que ver lo miedoso que se volvÃa uno solo por haber hablado un poco de potenciales asesinatos. ¿Y qué habÃa dicho Elise de su acosador?
A Geir todavÃa le faltaba el resuello cuando abrió la puerta del apartamento. Cogió una cerveza de la nevera, vio que la ventana de la cocina estaba abierta y la cerró. Luego entró en el despacho y encendió la luz.
Apretó una tecla del ordenador y la gran pantalla de veinte pulgadas se iluminó. Escribió «Pornhub» y «french» en el buscador. Fue pasando las fotos hasta dar con una mujer que tenÃa al menos el mismo color de pelo de Elise y también un peinado parecido. Los tabiques del piso eran muy finos, asà que enchufó los auriculares al ordenador antes de hacer doble clic en la foto, desabrocharse los pantalones y bajárselos. La mujer se parecÃa tan poco a Elise que Geir prefirió cerrar los ojos y concentrarse en sus gemidos mientras intentaba visualizar la boca pequeña y algo severa de Elise, su mirada despreciativa, la blusa sencilla y muy sexy. Nunca la habrÃa tenido, jamás, de otra manera. Geir se detuvo. Abrió los ojos. Soltó la polla al notar que el vello de la nuca se le erizaba por la corriente frÃa que entraba por la puerta que era muy consciente de haber dejado cerrada. Levantó la mano para quitarse los auriculares, pero ya era demasiado tarde.
Elise echó la cadena a la puerta y se quitó los zapatos en el recibidor. Pasó la mano por la foto sujeta en el marco del espejo en la que aparecÃa con su sobrina Ingvild. Era un ritual cuyo significado desconocÃa, pero era evidente q