Detrás de nuestro jardÃn estaba el bosque de los Colgaditos, un valle verde y marrón, dos cuestas que formaban una gran «V» en cuyo vértice se acumulaban las hojas muertas. Y al fondo, medio enterrada por las hojas muertas, estaba la casa de Monica. Gilles y yo Ãbamos a visitarla a menudo. Nos habÃa contado que aquella «V» era el zarpazo de un dragón: un dragón que habÃa hecho el valle porque se habÃa vuelto loco de tristeza. HacÃa mucho tiempo de todo aquello. Monica explicaba los cuentos muy bien. Su larga melena gris danzaba sobre las flores de su vestido y las pulseras tintineaban en sus muñecas.
—Hace un montón, un montón de tiempo, no lejos de aquÃ, en una montaña que ya no existe, vivÃa una pareja de dragones gigantescos. Se querÃan tanto que por la noche cantaban unas melodÃas extrañas y preciosas como sólo los dragones saben cantar. Pero los hombres de la llanura tenÃan miedo. Y no conseguÃan conciliar el sueño. Una noche, mientras los dos enamorados dormÃan saciados de tanto cantar, aquellos hombres malvados llegaron sigilosamente con antorchas y horcas de labrador y mataron a la hembra. El macho, loco de pena, carbonizó la llanura entera, hombres, mujeres y niños incluidos. No quedó nadie con vida. Luego, empezó a dar grandes zarpazos en el suelo. Y asà fue como se formaron los valles. Con el tiempo, la vegetación volvió a crecer y los hombres regresaron, pero las huellas de los zarpazos permanecieron allÃ.
Los bosques y los campos de los alrededores estaban sembrados de cicatrices más o menos profundas.
A Gilles le daba miedo esta historia.
Algunas noches se acurrucaba en mi cama porque creÃa oÃr el canto del dragón. Yo le explicaba que no era más que un cuento, que los dragones no existÃan. Que Monica contaba aquello porque le encantaban las leyendas, pero que no todo era verdad. Aunque no dejaba de albergar una ligera duda en mi interior. Y cuando mi padre regresaba de una de sus cacerÃas, siempre temÃa que lo hiciera con un trofeo de dragón hembra. Pero para tranquilizar a Gilles me hacÃa la adulta y le susurraba: «Los cuentos sirven para meter dentro las cosas que nos dan miedo, asà nos aseguramos de que no sucedan en la vida verdadera.»
Me gustaba quedarme dormida con la cabecita de mi hermano justo debajo de la nariz para notar el olor de su pelo. Gilles tenÃa seis años, yo tenÃa diez. Normalmente, entre hermanos y hermanas hay discusiones, celos, gritos, berridos, tundas. Entre nosotros, no. Yo querÃa a Gilles con la ternura de una madre. Le daba consejos, le explicaba todo lo que sabÃa, era mi misión de hermana mayor. La forma de amor más pura que existe. Un amor que no pide nada a cambio. Un amor indestructible.
Gilles nunca dejaba de reÃr mostrando sus dientecitos de leche. Y su risa me daba calor, una y otra vez, como una minicentral eléctrica. Entonces le hacÃa marionetas con calcetines viejos, me inventaba historias divertidas, creaba espectáculos sólo para él. También le hacÃa cosquillas. Para oÃrlo reÃr. La risa de Gilles podÃa curar todos los males.
La casa de Monica estaba medio cubierta por la hiedra. Era hermosa. A veces, le daba el sol a través de las ramas, como si unos dedos la acariciasen. Nunca vi los dedos del sol sobre mi casa. Ni sobre las otras casas del barrio. VivÃamos en una urbanización llamada la Demo: una cincuentena de chalets grises alineados como lápidas. Mi padre la llamaba «la Demonstruosa».
En los años sesenta, habÃa un campo de trigo en los terrenos de la Demo. A principios de los setenta, la urbanización creció como