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Cuando dejó atrás la puerta Jakober empezó a aminorar el paso. Las afueras al este de la ciudad eran otro mundo. Un mundo ruidoso y violento, muy alejado de la placidez y la angostura de los callejones de la ciudad baja. Las fábricas, como fortalezas medievales, se encontraban en los prados que habÃa entre los riachuelos. Todas estaban rodeadas por un muro, para que nadie pudiera entrar sin autorización y ningún trabajador pudiera zafarse de la vigilancia. Dentro de esas fortificaciones, el ruido y las vibraciones no cesaban nunca, las chimeneas arrojaban humaredas negras hacia el cielo y las máquinas traqueteaban dÃa y noche en las salas. Marie sabÃa por experiencia que quienes trabajaban ahà acababan convertidos en cantos rodados de color gris: sordos por el estrépito de la maquinaria, ciegos por el polvo y mudos por el vacÃo que acababa llenando su mente.
«¡Es tu última oportunidad!»
Marie se detuvo y pestañeó cuando miró hacia la fábrica de paños Melzer y el sol la cegó. Algunas ventanas refulgÃan bajo la luz de la mañana, como si tras ellas crepitara un incendio; las paredes, en cambio, eran grises y ensombrecÃan las salas, que casi parecÃan negras. Sin embargo, la mansión de paredes de ladrillo situada al otro lado resplandecÃa: era como un castillo de ensueño en medio de un parque otoñal.
«¡Es tu última oportunidad!» ¿Por qué ayer por la noche la señorita Pappert se lo repitió hasta tres veces? Daba la impresión de que, de ser expulsada de nuevo, a Marie solo le quedara la cárcel o la muerte. Contempló con atención el hermoso edificio, pero entonces la vista se le enturbió y esa imagen se mezcló con los prados y los árboles del parque. No era de extrañar: aún seguÃa débil por la hemorragia de tres semanas atrás; además, esa mañana apenas habÃa comido a causa de los nervios.
«Bueno, al menos es una casa bonita y no tendré que coser, haré otras cosas», se dijo. «Y si me envÃan a la fábrica, me escapo y ya está. No volveré a pasar doce horas de pie con una máquina de coser llena de grasa a la que el hilo se le rompe cada dos por tres.»
Se recolocó el hatillo que llevaba al hombro y se acercó a la entrada del parque. La puerta de hierro antigua con motivos florales estaba abierta e invitaba a entrar. El camino de acceso serpenteaba a través del parque y terminaba en una plaza adoquinada en cuyo centro habÃa un arriate semicircular de flores. No se veÃa a nadie, y de cerca la mansión resultaba aún más imponente, sobre todo el porche, que tenÃa la altura de dos pisos. Las columnas soportaban un balcón con barandilla de piedra. Seguramente el señor de la fábrica dirigÃa desde ahà los discursos a sus obreros en la vÃspera de Año Nuevo. Ellos lo mirarÃan con reverencia, y también a su esposa, que irÃa envuelta en pieles. Puede que en los dÃas festivos los invitaran a aguardiente o cerveza, aunque seguro que a champán no, porque esa bebida estaba reservada al dueño de la fábrica y su familia.
En realidad, ella no querÃa trabajar allÃ. Cuando alzó la mirada hacia las nubes que se movÃan por el cielo le pareció como si ese edificio de ladrillo se le fuera a caer encima para aniquilarla. Pero aquella era su última oportunidad. Al parecer no le quedaba otra opción. Marie contempló la fachada. Situadas en los laterales derecho e izquierdo, habÃa dos puertas que eran los accesos para el personal y los proveedores.
Mientras decidÃa hacia cuál dirigirse, oyó a sus espaldas el ruido de un automóvil. Una limusina oscura pasó con estrépito. Ella se asustó y dio un salto hacia un lado. Vislumbró la cara del chófer: aún era joven, y llevaba una gorra con visera y escarapela de color dorado.
«¡Ajá! Viene a recoger al amo de la fábrica para llevarlo a su oficina, y eso que la fábrica apenas está a unos pasos, como mucho son diez minutos a pie», se dijo. «Pero, claro, un hombre tan rico no puede ir andando porque se le ensuciarÃan los zapatos y el abrigo.»
Con curiosidad, clavó la mirada en la puerta que habÃa bajo las columnas y que en ese momento se estaba abriendo. Vio a una doncella con vestido oscuro, delantal blanco y cofia blanca prendida en el cabello, que llevaba cuidadosamente recogido. Luego asomaron dos señoras embutidas en abrigos largos con cuello de pieles: el de una era de un tono rojo oscuro y el de la otra, verde claro. Ambas lucÃan unos sombreros de ensueño con flores y tules, y cuando subieron a la limusina vio que calzaban unos delicados botines de piel marrón. Las señoras salieron seguidas de un hombre. No. Ese no podÃa ser el director de la fábrica. Era demasiado joven. Quizá fuera el marido de una de las damas. ¿O tal vez el hijo de la casa? Llevaba un abrigo de viaje corto de color marrón y una bolsa de mano que arrojó con un pequeño impulso al techo del vehÃculo antes de tomar asiento. ¡Qué tonto parecÃa el chófer al rodear el coche a saltitos para abrir las puertas y ofrecer la mano a las damas! ¡Como si ellas no fueran capaces de acomodarse sin su ayuda en esos asientos tapizados! Aunque, por otra parte, esas mujeres eran como algodones de azúcar… un chaparrón las habrÃa disuelto. ¡Qué lástima que no lloviera!
En cuanto todos ocuparon su sitio, el chófer arrancó y rodeó despacio el arriate cargado de asteres rojos, dalias rosas y brezo lila. Tras aquella maniobra de giro, enfiló de nuevo hacia el porche de la entrada. Pasó tan cerca de Marie que el estribo que sobresalÃa le rozó la falda, que se le agitaba con el aire. Unos ojos grises masculinos la escrutaron con una curiosidad no disimulada. El joven señor se habÃa quitado el sombrero, dejando a la vista un pelo rizado de corte descuidado que, con el bigote, le daba la apariencia de un estudiante despreocupado. Tras dirigir una sonrisa a Marie, se inclinó para decir algo a la dama de rojo, que provocó las risas de todos. ¿EstarÃan haciendo mofa de una muchacha mal vestida con un hatillo al hombro? Marie sintió una punzada en el pecho y tuvo que resistir el impulso de darse la vuelta de inmediato y correr de regreso al orfanato. Pero no tenÃa opción.
La estela de humo que el automóvil dejó a su paso apestaba tanto a gasolina y a goma quemada que la hizo toser. Rodeó con paso decidido el arriate de flores, se dirigió hacia la entrada lateral izquierda y golpeó la aldaba. Fue un gesto inútil: seguramente todos estaban ocupados pues ya eran casi las diez. Después de llamar dos veces sin éxito, iba a abrir la puerta sin más cuando oyó unos pasos.
—¡Jesús bendito! Es la nueva. ¿Por qué nadie viene a abrir? Si no se atreve a entrar…
Era una voz joven y clara. Marie reconoció a la criada que antes habÃa abierto la puerta de la entrada a las damas. Era una muchacha de tez sonrosada, rubia, fuerte y sana, con una sonrisa inocente en su rostro ancho. TenÃa que ser de alguno de los pueblos de la zona; saltaba a la vista que no era una chica de ciudad.
—Pasa. No te dé vergüenza. Eres Marie, ¿verdad? Yo soy Auguste. Soy segunda doncella desde hace ya más de un año.
ParecÃa sentirse muy orgullosa de eso. ¡Vaya! ¡TenÃan dos doncellas! En la otra casa donde habÃa trabajado, Marie habÃa tenido que ocuparse de todo el trabajo ella sola, incluso de cocinar y hacer la colada.
—Hola, Auguste. Gracias por la bienvenida.
Marie bajó tres escalones que conducÃan a un pasillo estrecho. Era raro. Aunque aquella mansión de ladrillo rojo tenÃa numerosas ventanas, tanto altas como bajas, en el ala del servicio todo estaba a oscuras y apenas veÃa dónde ponÃa los pies. Pero quizá fuese porque aún estaba deslumbrada por la luz del sol de la mañana.
—Esta es la cocina. Seguro que la cocinera te dará un café y un panecillo. Tienes aspecto de estar hambrienta…
En efecto. Ante la figura rebosante de salud de Auguste, ella, Marie, tenÃa que parecer un fantasma. Aunque siempre habÃa sido delgada, tras su enfermedad se le habÃan hundido las mejillas y se le marcaban los huesos de los hombros. Por otra parte, los ojos parecÃan el doble de grandes que antes y el pelo castaño se le habÃa encrespado tanto que parecÃa una escoba. Al menos eso era lo que habÃa dicho la señorita Pappert la noche anterior. La señorita Pappert era la directora del orfanato de las Siete Mártires y, por su aspecto, se habrÃa podido pensar que ella en persona habÃa pasado por todos y cada uno de los siete martirios. De todos modos, tal cosa no habrÃa servido de nada: la señorita Pappert era malvada, una bruja, y sin duda acabarÃa consumiéndose en el infierno. Marie la odiaba.
La cocina era un lugar acogedor. Cálida, luminosa y repleta de aromas deliciosos. Un espacio que hablaba de jamón, pan fresco y pasteles; de volovanes y de caldos de pollo y de ternera. OlÃa a tomillo, romero y salvia, y también a eneldo, cilantro, clavo y nuez moscada. Marie se quedó junto a la puerta contemplando la larga mesa donde la cocinera hacÃa todo tipo de preparativos. Entonces le llegó el frÃo de fuera y empezó a temblar. ¡Qué bonito serÃa sentarse junto al horno, sentir el calor, aspirar el aroma de la buena vida y tomar entretanto una taza de café caliente a sorbos lentos!
Un grito agudo la sobresaltó. Lo profirió una mujer menuda de aspecto envejecido que acababa de entrar en la cocina desde el otro lado y que, al ver a Marie, retrocedió asustada.
—¡Virgen santÃsima! —gimió cruzando las manos sobre el pecho—. ¡Es ella! ¡Que Dios me asista! Es como en mi sueño. ¡Señor, guárdanos de todo mal!
La mujer se tuvo que apoyar en la pared, y al hacerlo descolgó una cazuela de cobre que fue a dar en el suelo embaldosado con gran estrépito. Marie miraba todo aquello aterrada.
—¿Ha perdido usted el juicio por completo, señorita Jordan? —dijo la cocinera—. Haga el favor de recoger mi mejor olla de verduras. Y ya puede rezar para que no tenga abolladuras ni esté resquebrajada.
La mujer menuda, a la que acababan de llamar señorita Jordan, apenas reparó en la regañina de la cocinera. Con la respiración entrecortada, se separó de la pared y se repasó el peinado, que llevaba adornado con un lazo negro. VestÃa también blusa y falda negras y lucÃa un pequeño broche, una gema engarzada en plata con la silueta de un busto femenino.
—No, no es nada —susurró, y se llevó las manos a las sienes como si tuviera dolor de cabeza. Solo la señora podÃa padecer migraña; una empleada, como mucho, tenÃa un vulgar dolor de cabeza provocado por la bebida y la desidia.
—Ya está otra vez con sus sueños, ¿eh? —gruñó la cocinera mientras recogÃa la olla de debajo de la mesa—. Cualquier dÃa, esos sueños suyos la harán famosa y el emperador la invitará a la corte para que le lea el futuro.
Se echó a reÃr con una risa que parecÃa el balido de una cabra. El ademán era burlón, pero carecÃa de maldad.
—¡Oh, vamos! ¡Déjese de bromas estúpidas! —se defendió la señorita Jordan.
—De todos modos, si usted solo sueña con desgracias —prosiguió la cocinera—, seguro que el emperador no la querrá.
Marie se apoyó contra la puerta. El corazón le latÃa desbocado y, de pronto, se sintió mal. Ninguna de las mujeres reparaba en ella; de hecho, la señorita Jordan comentó que la señorita habÃa pedido té y pastas y le dijo a la cocinera que se apresurase.
—Pues la señorita va a tener que esperar. Primero hay que poner el agua a hervir.
—Siempre lo mismo. En la cocina se pierde el tiempo y yo tengo que soportar las quejas de la señorita.
Marie notó sorprendida que, aunque las voces parecÃan más nerviosas, cada vez eran más quedas. Tal vez fuera por ese pitido que amortiguaba todo lo demás. ¿No habÃa dicho la cocinera que tenÃa que poner el agua a hervir? ¿Cómo era posible que la tetera ya estuviera pitando?
—¿Perder el tiempo? —oyó decir a la cocinera—. Tengo que preparar un almuerzo y un pastel, y esta noche, una cena para doce personas. Y todo eso sin ayuda porque Gertie, esa tontorrona, se ha marchado. Si no fuera porque Auguste me ayuda de vez en cuando… ¡Oh! ¡Santo cielo!
—¡Virgen santÃsima! ¡Solo nos faltaba esto!
Marie no llegó a tiempo para sentarse y vio cómo las baldosas grises y marrón claro del suelo de la cocina se le acercaban a toda velocidad, hasta que al final todo se quedó a oscuras. Se hizo el silencio y todo se volvió agradablemente liviano. Se sintió flotando en una oscuridad dulce y delicada. Solo le latÃa el corazón, y las palpitaciones le estremecÃan el cuerpo y la hacÃan temblar. No podÃa parar de hacerlo, los dientes le castañeteaban y notó que las manos se le agarrotaban.
—¡Vaya, lo que nos faltaba! Una epiléptica. Casi prefiero a Gertie y sus historias de hombres…
Marie no se atrevÃa a abrir los ojos. DebÃa de haberse desmayado, algo que no le habÃa vuelto a pasar desde la hemorragia. ¿HabÃa vuelto a vomitar sangre? ¡Oh! ¡Dios mÃo, eso no! En aquella ocasión eso la habÃa asustado mucho. Le habÃa salido mucha sangre de color rojo intenso por la boca, tanta que luego no habÃa podido tenerse en pie.
—¡Oh, vamos, cierre el pico! —gruñó la cocinera—. Esta chica está famélica. No me extraña que se desmaye. AquÃ, tome la taza.
Una mano áspera la agarró por debajo de los hombros y la alzó un poco. Sintió en los labios el borde caliente de una taza. OlÃa a café.
—Bebe, muchacha. Esto te reanimará. Vamos, bebe un sorbo.
Marie parpadeó. Muy cerca de ella vio la cara ancha y rosada de la cocinera; un rostro no muy agraciado y sudoroso, pero que tenÃa una expresión bondadosa. Detrás vislumbró la figura delgada y negra de la señorita Jordan. El broche de plata brillaba en su blusa y su expresión era de repugnancia.
—¿Por qué cuida de ella? Si está enferma, la señorita Schmalzler la echará. Y eso serÃa una buena cosa. Muy buena, en realidad. Si se queda, será una fuente de desgracias. Esta muchacha traerá la desdicha a esta casa. Lo sé…
—Haga el favor de echar el agua al té. Está hirviendo.
—¡Ese no es mi trabajo!
Marie se decidió a tomar unos sorbos de café. Aunque de ese modo dejara entrever que habÃa vuelto al mundo de los vivos —pues le habrÃa gustado guardarse un poco más de tiempo para ella—, no podÃa hacerle eso a la amable cocinera. Además, por fortuna, no habÃa vomitado sangre.
—Muy bien —murmuró la cocinera, satisfecha—, ¿ya estás mejor?
Marie notó el sabor fuerte y amargo de la bebida. Levantó la cabeza y esbozó una pequeña sonrisa.
—Estoy bien. Gracias por el café.
—Quédate un rato tumbada. En cuanto te sientas mejor, te daré algo de comer.
Marie asintió obediente, aunque la perspectiva de tomar un bollo de mantequilla o incluso un caldo de pollo le revolvÃa el estómago. Las dos mujeres la habÃan tumbado en uno de los bancos de madera donde se sentaba el servicio para comer. Ella estaba avergonzada por aquel desmayo tan tonto. La habÃan tenido que levantar del suelo y tumbarla en el banco. Y luego estaban las palabras de la señorita Jordan. Era evidente que esa mujer no estaba bien de la cabeza. Llamarla epiléptica y decir que traerÃa la desdicha a la casa, cuando era al revés: esa casa era una fuente de desdichas. Solo habÃa necesitado un dÃa para darse cuenta, y tal cosa la habÃa empujado a tomar una decisión. Fuese o no su última oportunidad, no estaba dispuesta a quedarse ahÃ. Ni por dinero ni por buenas palabras. Y, desde luego, no por las sandeces de la señora Pappert.
—¿Qué está usted haciendo? —gritó la cocinera—. Jamás se llena una tetera hasta el borde. ¡Que Dios me asista! Ahora rebosará y la señorita me culpará a mÃ.
—Si usted hiciera su trabajo como es debido, esto no habrÃa ocurrido. A fin de cuentas, no soy la responsable de hacer el té. Yo soy la doncella personal, no una chinche de cocina.
—¿Chinche de cocina? Rezuma usted arrogancia. Arrogancia y estupidez.
—¿Qué ocurre aquà abajo? —Era la voz clara de Auguste—. La señorita ha pedido tres veces el té y está bastante molesta. Quiere que la señorita Jordan suba de inmediato…
Marie logró levantar la cabeza. El mareo se le habÃa pasado y observó que el rostro de la doncella, ya de por sà pálido, palidecÃa un poco más.
—Ya me lo temÃa —murmuró la señorita Jordan en tono sombrÃo.
Marie notó su mirada cuando salió de la cocina a paso ligero con un crujido de faldas. La miró como si fuera un insecto peligroso.
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