I
1938
Prepararse, muchachos,
para otra vez matar, morir de nuevo
y cubrir con flores la sangre.
PABLO NERUDA,
«Sangrienta fue toda tierra del hombre»,
El mar y las campanas
El soldadito era de la Quinta del Biberón, la leva de niños reclutados cuando ya no quedaban hombres jóvenes ni viejos para la guerra. VÃctor Dalmau lo recibió junto a otros heridos que sacaron del vagón de carga sin mucha consideración, porque habÃa prisa, y tendieron como leños en esterillas sobre el piso de cemento y piedra de la estación del Norte, en espera de otros vehÃculos para llevarlos a los centros hospitalarios del Ejército del Este. Estaba inerte, con la expresión tranquila de quien ha visto a los ángeles y ya nada teme. Quién sabe cuántos dÃas llevaba zarandeado de una camilla a otra, de una posta de campaña a otra, de una ambulancia a otra, hasta llegar a Cataluña en ese tren. En la estación, varios médicos, sanitarios y enfermeras recibÃan a los soldados, mandaban de inmediato a los más graves al hospital y clasificaban al resto según dónde estaban heridos —grupo A los brazos, B las piernas, C la cabeza, y asà seguÃa el alfabeto— y los enviaban con un cartel al cuello al lugar correspondiente. Los heridos llegaban por centenares; habÃa que diagnosticar y decidir en cuestión de minutos, pero el tumulto y la confusión eran sólo aparentes. Nadie quedaba sin atención, nadie se perdÃa. Los de cirugÃa iban al antiguo edificio de Sant Andreu en Manresa, los que requerÃan tratamiento se mandaban a otros centros y a algunos más valÃa dejarlos donde estaban, porque nada se podÃa hacer para salvarlos. Las voluntarias les mojaban los labios, les hablaban bajito y los acunaban como si fueran sus hijos, sabiendo que en otra parte habrÃa otra mujer sosteniendo a su hijo o a su hermano. Más tarde los camilleros se los llevarÃan al depósito de cadáveres. El soldadito tenÃa un agujero en el pecho y el médico, después de examinarlo someramente sin encontrarle el pulso, determinó que estaba más allá de cualquier socorro, que ya no necesitaba morfina ni consuelo. En el frente le habÃan tapado la herida con un trapo, se la habÃan protegido con un plato de latón invertido para evitar el roce y le habÃan envuelto el torso con un vendaje, pero de eso hacÃa varias horas o varios dÃas o varios trenes, imposible saberlo.
Dalmau estaba allà para secundar a los médicos; su deber era obedecer la orden de dejar al chico y dedicarse al siguiente, pero pensó que si ese niño habÃa sobrevivido a la conmoción, la hemorragia y el traslado para llegar hasta ese andén de la estación, debÃa de tener muchas ganas de vivir y era una lástima que se hubiera rendido ante la muerte en el último momento. Retiró cuidadosamente los trapos y comprobó asombrado que la herida estaba abierta y tan limpia como si se la hubieran pintado en el pecho. No pudo explicarse cómo destrozó el impacto las costillas y parte del esternón sin pulverizar el corazón. En los casi tres años de práctica en la Guerra Civil de España, primero en los frentes de Madrid y Teruel, y después en el hospital de evacuación, en Manresa, VÃctor Dalmau creÃa haber visto de todo y haberse inmunizado contra el sufrimiento ajeno, pero nunca habÃa visto un corazón vivo. Fascinado, presenció los últimos latidos, cada vez más lentos y esporádicos, hasta que se detuvieron del todo y el soldadito terminó de expirar sin un suspiro. Por un breve instante Dalmau se quedó inmóvil, contemplando el hueco rojo donde ya nada latÃa. Entre todos los recuerdos de la guerra, ese serÃa el más pertinaz y recurrente: aquel niño de quince o dieciséis años, todavÃa imberbe, sucio de batalla y de sangre seca, tendido en una esterilla con el corazón al aire. Nunca pudo explicarse por qué introdujo tres dedos de la mano derecha en la espantosa herida, rodeó el órgano y apretó varias veces, rÃtmicamente, con la mayor calma y naturalidad, durante un tiempo imposible de recordar, tal vez treinta segundos, tal vez una eternidad. Y entonces sintió que el corazón revivÃa entre sus dedos, primero con un temblor casi imperceptible y pronto con vigor y regularidad.
—Chico, si no lo hubiera visto con mis propios ojos, jamás lo creerÃa —dijo en tono solemne uno de los médicos, que se habÃa aproximado sin que Dalmau lo percibiera.
Llamó a los camilleros de dos gritazos y les ordenó que se llevaran de inmediato al herido a toda carrera, que era un caso especial.
—¿Dónde aprendió eso? —le preguntó a Dalmau, apenas los camilleros levantaron al soldadito, que seguÃa de color ceniza pero con pulso.
VÃctor Dalmau, hombre de pocas palabras, le informó en dos frases de que habÃa alcanzado a estudiar tres años de medicina en Barcelona antes de irse al frente como sanitario.
—¿Dónde lo aprendió? —repitió el médico.
—En ninguna parte, pero pensé que no habÃa nada que perder…
—Veo que cojea.
—Fémur izquierdo. Teruel. Está sanando.
—Bien. Desde ahora va a trabajar conmigo, aquà está perdiendo el tiempo. ¿Cómo se llama?
—VÃctor Dalmau, camarada.
—Nada de camarada conmigo. A mà me trata de doctor y no se le ocurra tutearme. ¿Estamos?
—Estamos, doctor. Que sea recÃproco. Puede llamarme señor Dalmau, pero les va a sentar como un tiro a los otros camaradas.
El médico sonrió entre dientes. Al dÃa siguiente Dalmau comenzó a entrenarse en el oficio que determinarÃa su suerte.
VÃctor Dalmau supo, como supo todo el personal de Sant Andreu y de otros hospitales, que el equipo de cirujanos pasó dieciséis horas resucitando a un muerto y lo sacaron vivo del quirófano. Milagro, dijeron muchos. Avances de la ciencia y la constitución de caballo percherón del muchacho, rebatieron quienes habÃan abdicado de Dios y los santos. VÃctor se hizo el propósito de visitarlo adondequiera que lo hubieran trasladado, pero con la prisa de esos tiempos le resultó imposible llevar la cuenta de los encuentros y desencuentros, de los presentes y los desaparecidos, de los vivos y los muertos. Por un tiempo pareció que habÃa olvidado ese corazón que tuvo en la mano, porque se le complicó mucho la vida y otros asuntos urgentes lo mantuvieron ocupado, pero años más tarde, al otro lado del mundo, lo vio en sus pesadillas y desde entonces el chico lo visitaba de vez en cuando, pálido y triste, con su corazón inerte en una bandeja. Dalmau no recordaba o tal vez nunca supo su nombre y lo apodó Lázaro por razones obvias, pero el soldadito nunca olvidó el de su salvador. Apenas pudo sentarse y beber agua por sà mismo, le contaron la proeza de ese enfermero de la estación del Norte, un tal VÃctor Dalmau, que lo trajo de vuelta del territorio de la muerte. Lo acosaron a preguntas; todos querÃan saber si acaso el cielo y el infierno existen de verdad o son inventos de los obispos para meter miedo. El muchacho se recuperó antes de que terminara la guerra y dos años más tarde, en Marsella, se hizo tatuar el nombre de VÃctor Dalmau en el pecho, debajo de la cicatriz.
Una joven miliciana, con la gorra ladeada en un intento de compensar la fealdad del uniforme, esperó a VÃctor Dalmau en la puerta del quirófano y cuando este salió, con una barba de tres dÃas y la bata manchada, le pasó un papel doblado con un mensaje de las telefonistas. Dalmau llevaba muchas horas de pie, le dolÃa la pierna y acababa de darse cuenta, por el ruido de caverna en el estómago, de que no habÃa comido desde el amanecer. El trabajo era de mula, pero agradecÃa la oportunidad de aprender en el aura magnÃfica de los mejores cirujanos de España. En otras circunstancias un estudiante como él no habrÃa podido ni acercarse a ellos, pero a esas alturas de la guerra, los estu