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Acababa de cumplir los diecisiete años cuando maté a un hombre. Ahora, tras tanta vida transcurrida, con los recuerdos de aquel tiempo difuminados en una confusa mezcla de sentimientos contradictorios que han ido sustituyendo a las imágenes concretas, soy aún capaz de recordar aquel momento: el seco estampido del disparo, aquella mirada en la que en un solo y último instante se mezclaron la sorpresa, el pánico y la resignación ante lo inevitable, la mancha oscura que apareció al momento en la pechera de la camisa y mi mano sujetando el arma con la misma fuerza como si creyera que podrÃa aplastarla hasta hacerla desaparecer.
Me gustarÃa decir que siento culpa y remordimiento por aquello. Pero mentirÃa. O, al menos, mentirÃa en parte. No ha sido fácil llevar aquel crimen como compañero de viaje en la conciencia. Pero tampoco acepté, ni en los dÃas siguientes ni en los años venideros, verme a mà mismo como a un asesino. De hecho, a medida que fue pasando el tiempo, llegué a una certeza que es quizá lo que me ha permitido vivir con la carga de ese recuerdo durante el resto de mi ya larga vida: en aquel crimen, yo no fui sólo el verdugo ni el muerto fue sólo mi vÃctima.
Fueron los tiempos. Fue aquella época sombrÃa y desesperada en la que la guerra habÃa dejado paso al hambre, la locura a la confusión, la rabia a la astucia y la batalla campal a la lucha diaria por salir adelante. Aquella época en la que todos éramos vÃctimas, los que morÃan y los que mataban. Fueron aquellos años convertidos en la espesa resaca de una guerra que habÃa dejado tras de sà la desesperanza en los vencidos y la incertidumbre en los vencedores, la que causó una muerte más en la que daba igual quién fuese el ejecutor y quién el ejecutado.
Aquél era un mundo sin culpables ni inocentes y lo que entonces sucedió no puede ser juzgado con los criterios morales de este otro tiempo tan lejano y distinto a aquél. Porque aquello ocurrió en un mundo en el que no habÃa espacio para el arrepentimiento o el pecado, en el que el dolor ya no era capaz de causar heridas ni las heridas hacÃan ya sangrar, en el que la muerte estaba desprovista por igual de culpa y de bravura.
Aquel disparo, de alguna forma, también me mató a mÃ. O, al menos, mató a la persona en la que me estaba convirtiendo. Aquella noche alguien murió para que yo renaciese. Otra vida fue interrumpida. La vida de alguien que era yo y que ya no fui nunca más.
Asà terminó una historia que habÃa comenzado de diferentes formas y en diferentes lugares, pero todo ello en una misma noche. Una noche en la que también sonaron disparos de muerte.
Era otra más de las grandes veladas del Dixie, donde cada una parecÃa ser siempre diferente y mejor que la anterior.
Aquel club era un caso único en el mundo de la noche madrileña. Desde su apertura, apenas un año antes, el Dixie habÃa adquirido un aura de club selecto y misterioso que le permitÃa competir con los grandes locales que hasta entonces habÃan reinado en Madrid, aun a pesar de que no tenÃa nada que ver con ninguno de ellos.
Hasta la ubicación del Dixie, en una esquina de la plaza del Carmen con la calle Montera, era ya un reconocimiento de su afán de discreción y de su aparente modestia frente al Pasapoga o el J’HAY, las dos salas de fiesta que se habÃan convertido en lugares imprescindibles de encuentro de los noctámbulos más adinerados de la capital. Ambas salas estaban a apenas unos centenares de metros del Dixie, en la avenida de José Antonio, que aún no habÃa sido rebautizada como la Gran VÃa, la una en los sótanos del cine Avenida y la otra en los del cine Rialto, una distancia pequeña pero que marcaba una enorme diferencia social y de prestigio.
El exterior del Dixie era de una extrema austeridad. Tan sólo se anunciaba con el nombre del club escrito con exageradas letras cursivas formadas por luminosas bombillas azules que resaltaban en especial la «D» inicial. Bajo el cartel, la entrada no tenÃa una sólida y repujada reja de hierro como el Pasapoga. Era sólo una anodina puerta de doble hoja que bien podrÃa haber servido de entrada a un almacén o a la parte trasera de algún comercio.
Para acceder al Dixie, no se exigÃa ni etiqueta ni el pago previo de quince pesetas, como en el Pasapoga. Un portero de mirada taciturna vestido con una austera levita se encargaba de autorizar o denegar el paso al interior. Pero, aunque no se cobrase por ello, uno sabÃa que si acudÃa varias noches al local sin dejarse dinero en la barra o en las mesas, el portero acabarÃa identificándole y el Dixie le quedarÃa vedado para siempre, por lo que eran pocos los que se atrevÃan a disfrutar del lugar sin el obligado gasto en bebidas.
Tampoco el interior del club se asemejaba al de sus vecinos. No habÃa ni rastro del afán por el lujo exuberante de éstos. El Dixie no estaba decorado con una ostentosa opulencia llamada a atraer a quienes necesitaban sentirse y mostrar que estaban fuera y a salvo de la miseria general. En el Dixie, a diferencia del Pasapoga, el suelo no estaba cubierto de mármoles de colores ni las paredes de costosos estucados, no habÃa escaleras con pasamanos recubiertos de pan de oro ni aparatosos candelabros, ni rastro de mobiliario isabelino, alfombras palaciegas o pretenciosas pinturas murales.
El Dixie ni siquiera tenÃa varias plantas ni pistas de baile. En realidad, sólo era un amplio sótano con las paredes recubiertas de una tela de color rojo oscuro. No habÃa cuadros ni fotografÃas ni ningún otro tipo de decoración en las paredes aparte de unas cuantas docenas de pequeños apliques que mantenÃan el club en una permanente penumbra que contribuÃa a su fama de ser un establecimiento donde el público buscaba una diversión discreta, a donde nadie iba para ser visto ni para lucirse, marcando asà distancias con el exhibicionismo social de la competencia. Una vez bajada la escalera de acceso y superado el cortinón que separaba el guardarropa del resto del local, el espacio se organizaba en tres zonas: el escenario, del tamaño justo para que cupiese la orquesta y el cantante de turno, donde unos potentes focos rompÃan la penumbra durante las actuaci