Sentado frente al Parque Santander, dejando que le embetunaran los zapatos mientras esperaba la hora del homenaje, Mallarino tuvo de repente la certeza de haber visto a un caricaturista muerto. TenÃa el pie izquierdo sobre la huella de madera del cajón y la cintura apoyada en el cojÃn del respaldo, para que su hernia vieja no comenzara sus reclamos, y habÃa dejado que se le fuera el tiempo leyendo los tabloides locales, cuyo papel barato ensuciaba los dedos y cuyos titulares de grandes letras rojas le hablaban de crÃmenes sangrientos, de secretos sexuales, de extraterrestres que raptan niños en los barrios del sur. La lectura de la prensa sensacionalista era una suerte de placer culposo: algo que uno sólo se permitÃa cuando nadie lo estaba mirando. En eso pensaba Mallarino —en las horas que se le habÃan escapado aquÃ, entregado a esta perversión bajo las sombrillas de colores tÃmidos— cuando levantó la cabeza, apartando la mirada de las letras como se hace para recordar mejor, y al encontrarse con los edificios altos, con el cielo siempre gris, con los árboles que rompen el asfalto desde el comienzo de los tiempos, sintió que veÃa todo por primera vez. Y entonces sucedió.
Fue una fracción de segundo: la figura cruzó la carrera Séptima con su traje oscuro y su corbatÃn desordenado y su sombrero de ala ancha, y luego dobló la esquina de la iglesia de San Francisco y desapareció para siempre. En el intento por no perderla de vista, Mallarino se inclinó hacia delante y bajó el pie del cajón justo cuando el embolador acercaba el paño embetunado al cuero del zapato, y en su media quedó una mancha oblonga de betún: un ojo negro que lo miraba desde abajo y lo acusaba, igual que los ojos entrecerrados del hombre. Mallarino, que hasta ahora sólo habÃa visto al embolador desde arriba —los hombros del overol azul constelados de caspa nueva, la coronilla despejada por una calvicie agresiva—, se encontró entonces ante la nariz brotada de venas, las orejas pequeñas y prominentes, el bigote blanco y gris como la mierda de las palomas. «Perdón», le dijo Mallarino, «pensé que habÃa visto a alguien». El hombre volvió a su trabajo, a los roces certeros con que su mano embadurnaba el empeine. «Oiga», añadió, «¿le puedo hacer una pregunta?»
«Diga, jefe.»
«¿Usted ha oÃdo hablar de Ricardo Rendón?»
Le llegó un silencio desde abajo: uno, dos pálpitos.
«No me suena, jefe», dijo el hombre. «Si quiere después preguntamos a los compañeros.»
Los compañeros. Dos o tres de ellos ya comenzaban a empacar sus cosas. Plegaban sillas, doblaban paños y bayetas, metÃan cepillos de cerdas despeinadas y abolladas latas de betún en sus cajones de madera, y el aire, por debajo del clamor del tráfico vespertino, se llenaba con el picoteo de las chapas que se ajustaban y las tapas de aluminio que se cerraban con firmeza. Eran las cinco menos diez de la tarde: ¿cuándo habÃan comenzado a tener horarios fijos los emboladores del centro? Mallarino los habÃa dibujado más de una vez, sobre todo en las primeras épocas, cuando venir al centro y dar una vuelta caminando y embolarse los zapatos era una forma de tomarle el pulso a la ciudad eléctrica, de sentir que era testigo directo de sus propios materiales. Todo eso habÃa cambiado: habÃa cambiado Mallarino; habÃan cambiado los emboladores. Él ya no venÃa casi nunca a la ciudad, y se habÃa acostumbrado a mirar el mundo a través de las pantallas y las páginas, a dejar que la vida le llegara en lugar de perseguirla hasta sus escondites, como si hubiera comprendido que sus méritos se lo permitÃan y que ahora, después de tantos años, era la vida la que debÃa buscarlo a él. Los emboladores, en cuanto a ellos, ya no se hacÃan dueños de su lugar de trabajo —esos dos metros cuadrados de espacio público— en virtud de un pacto de honor, sino de la pertenencia a un sindicato: el pago de una cuota mensual, la posesión de un carnet bien plastificado que enseñaban a la menor provocación. SÃ, la ciudad era otra. Pero no era nostalgia lo que embargaba a Mallarino al constatar los cambios, sino un curioso afán por detener la marcha del caos, como si haciéndolo fuera a detener también su propia entropÃa interior, la lenta oxidación de sus órganos, la erosión de su memoria reflejada en la memoria erosion