El meu avi va anar a Cuba
a bordo del Català ,
el millor barco de guerra
de la flota d’ultramar.
El meu avi (habanera)
JoaquÃn Alegret, catalán de nacimiento, cubano por lazos del corazón y ciudadano americano por culpa de una emboscada del destino, murió en las primeras horas de un amanecer de octubre, en una clÃnica privada de Miami, con las manos de su mujer atadas a las suyas y sus dos hijos y nueras, abrazados, velando al pie de su cama. Hasta el minuto final mantuvo la disciplina de un cabeza de familia y contó con los arrestos suficientes para dictar a sus seres más queridos su última voluntad. Ordenó por prioridades cómo tenÃa decidido que fuera su funeral: las canciones catalanas que querÃa le dedicaran, el color de las insignias que habrÃan de cubrir su féretro, los gastos innecesarios que preferÃa que se ahorraran con las ofrendas florales que al fin y al cabo no valÃan la pena, y las lágrimas que tampoco merecÃan ser malgastadas, porque las únicas lágrimas que merecÃan derramarse en esta vida no eran las que nacÃan de la pena sino de la felicidad.
HacÃa más de cuatro décadas que echaba en falta su Cataluña natal, pero bastaba que cerrase los párpados para visionar la franja rosa que clareaba sobre el Mediterráneo aquel amanecer de abril de 1924 cuando el barco que lo llevarÃa a Cuba emitió un último silbido anunciando que zarpaba del puerto de Barcelona, dejando atrás su ciudad, alborotada de gaviotas bajo el primer atisbo de luz de la mañana.
Si algo se llevó a la tumba, y no le contó a nadie, fue el flashazo premonitorio que le trajo la memoria la noche que le sobrevino el ataque al corazón y le hizo caer doblado en la bañera clamando por su mujer con el alarido de socorro que le arrancó el dolor. Fue curioso que en ese justo momento su mente focalizara con entera nitidez la figura anciana y fúnebre de aquel judÃo vestido de negro impenetrable, que compraba y vendÃa libros viejos en una vetusta callejuela de La Habana con quien no medió más trato ni intercambio que los libros y la frase sentenciosa que supuso borrada de sus recuerdos y retuvo en su conciencia sin querer: «Lo único que tenemos en común las aves migratorias como usted y como yo, señor Alegret, es que el dÃa que nos toque pasar a mejor vida, nos despediremos de esta con el adiós que a cada cual le corresponda en su lengua». Seguramente al judÃo que era ya bastante anciano, en la época en que él se consideraba todavÃa lo suficientemente joven como para no tomarse en serio otros lances que no fuesen los del amor y los retos impuestos por la vida, le habÃa tocado su turno de partir al otro mundo diciendo adiós en hebreo. Pero razón le sobraba. Llegada su hora definitiva, lo último que le escucharon decir a JoaquÃn Alegret fue una frase pronunciada en catalán que brotó de su garganta con un impulso tan vivo que el reducido grupo de allegados que le acompañaban recibió el fogonazo de su voz con un fugaz destello de esperanza. Los rezos y los sollozos se cortaron en seco y los ánimos se aligeraron de repente despestañando la ringlera de madrugadas en vilo que tenÃan abigarradas tras los párpados. Por un segundo, las pupilas pendientes del enfermo que yacÃa en la cama se desviaron del cuerpo que se fundÃa a la muerte para perseguir el revoloteo del alma que por un mÃnimo instante se elevó por encima de ellos, prendida a las sÃlabas que aún flotaban dispersas en el aire hasta quedar difuminadas en la polvareda diáfana que clareó la habitación con el primer rayo de sol de la mañana.
Tan absortos se encontraban en atrapar al vuelo las últimas palabras pronunciadas por JoaquÃn, que sólo se percataron de que ya no se contaba entre los vivos cuando vieron a Lola, su mujer, transida por la fiereza del dolor, aferrarse al cuerpo inerte del hombre con quien habÃa tenido dos hijos y compartido su vida por más de cuarenta años. Miguel, el hijo mayor del matrimonio Alegret, fue el último en reaccionar ante la consternación de la pérdida. TenÃa el convencimiento Ãntimo de que la frase dicha por su padre estaba dirigida a él, y que para él habÃa sido el último mensaje de sus ojos y el último gesto que hizo esforzándose en buscar su mano, en el momento en que el zarpazo de la muerte se interpuso entre los dos. Pero una vez que consiguió sobreponerse a la embestida inicial, fue también el primero en recuperar la entereza necesaria para permitirse pensar en los pasos a seguir de cara a los funerales. Un vistazo le bastó para saber que, como otras tantas veces a lo largo de su vida, se imponÃa asumir a solas el mando en circunstancias extremas. Con su madre no podrÃa consultar para disponer de nada. Estaba tan abatida que apenas se tenÃa en pie, apoyada a duras penas en los brazos de sus nietos y sus nueras, que muy abatidos también, lejos de consolarla, compartÃan el desconsuelo llorando juntos a la vez. Tampoco su hermano, Javier, el otro hombre de la familia con quien pretendÃa contar, le serÃa de ninguna utilidad en la condición que estaba: gimoteando como un niño sin atinar a otra cosa que a apretujarse a la madre, igual que hacÃa en su infancia, cuando algo lo asustaba o despertaba de un mal sueño en medio de la oscuridad. Miguel sintió que un sollozo se le atascaba en la garganta, pero contuvo el apremio de encontrar confortamiento desparramando su aflicción con la misma espontaneidad que mostraban sus familiares.
Aprovechó la entrada del médico que venÃa a certificar la defunción, y se acercó al tÃo Pascual, el hermano de su padre, el único que persistÃa en hacer de tripas corazón sujetándose la pena sólo por cumplir fielmente la voluntad del difunto de no conceder al duelo el despilfarro de las lágrimas. Miguel estaba seguro de que únicamente su tÃo, por ser catalán, y Lola que, a pesar de ser cubana, era de esas mujeres que según el propio JoaquÃn tenÃa adiestrado el corazón al lenguaje del amor y le bastaba con mirarle a los ojos para adivinarle el pensamiento sin necesidad de que hablara, habÃan conseguido entender la última frase que su padre pronunció en la lengua de su tierra. Tentado estuvo en preguntar al tÃo su significado en español, pero creyéndolo inoportuno, se limitó a pedirle que intentara infundirle aliento al entorno familiar y sobre todo que se encargara personalmente de Lola, porque él mismo no sabÃa cómo armarse de valor para enfrentarse a su madre sin que flaquearan sus fuerzas, pero estaba convencido de que, llegado el momento, serÃa ella la primera en erguirse ante el dolor y mostrarse inflexible, si su hijo, a causa de una flaqueza, incumplÃa, desatendÃa o pasaba siquiera por alto una sola de las prioridades que habÃa ordenado su padre en la manera que determinó decir adiós a este mundo.
—Ve tranquilo, Miguel —le aseguró el tÃo Pascual—. Tú a lo tuyo. De tu madre y la familia, yo me encargo.
Recorrió los pasillos de la clÃnica con el mensaje indescifrable de su padre de punta en el entrecejo. Se reprochaba a sà mismo no sólo por no alcanzar a entenderlo sino porque el dolor de no haberlo conseguido estaba tan fijo en su pensamiento que ocupaba en su mente más espacio del que le correspondÃa enteramente al duelo en su corazón.
La enfermerita cubana, que recién habÃa entrado al turno de la mañana y conversaba en el pasillo con una mulatona que debÃa de ser santiaguera por el dejo que se le notaba al hablar y que decÃa ser la esposa del gringo grandullón que acababan de ingresar esa misma madrugada en la habitación de al lado, dejó de chacharear y las dos mujeres se volvieron para mirar a Miguel: la enfermerita cubana lo recorrió de arriba abajo y la mulatona santiaguera de abajo arriba, y mostrando el blanco de los ojos como si fuese a desfallecer, exclamó con aspaviento:
—¡Ay, mamá, eso sà es un tronco de machazo y no el que yo me traje de casa!
Lo era de la cabeza a los pies: alto, erguido, bien plantado. Un varón de rompe y rasga, que arrancaba suspiros a su paso. Impecable en su traje gris metálico que sentaba de maravilla a su figura de perfecciones geométricas. «Un guerrero del amor», como decÃa su padre. «Que ganará todas las batallas del corazón», como decÃa su madre. «Que deberá andar por la vida con pie de plomo, armado hasta los cojones porque el amor, además de darle guerra, le va a jugar a traición», como le vaticinó Macorina II, cuando se empecinó en tirarle los caracoles la misma noche que lo estrenó como hombre en un burdel de La Habana. De los tres, fue Macorina II la de mejor ojo avizor. Incluso cuando le dijo que correrÃa mucho mundo y que serÃa un triunfador porque, además de ser audaz en la cama, desafiarÃa al destino guiado por la letra que trajo escrita al nacer: «Con dos hilos de suerte se teje la tela de la vida, pero sólo con mil amarguras quedará tejida enteramente».
Rebasados los cuarenta, no sólo habÃa desafiado al destino en cada una de las apuestas que le puso por delante sino que le siguió siempre el juego apostando a ganar aunque en la última partida tuviese que arriesgarlo todo y contara con una sola carta a la hora de apostar. «Tienes un instinto nato que te corre por las venas y te salvará la vida —le pronosticó Macorina—. Te viene de tus ancestros. El buen ojo lo heredas de tu padre que a su vez lo heredó de un hombre de barba blanca que tenÃa el alma muy negra, pero también vista de águila. Los caracoles me dicen que ese hombre era tu abuelo.» Macorina II tenÃa más que bien ganada su reputación en el oficio: se sabÃa que era nieta de Macorina I, la que dio pie al estribillo de «ponme la mano aquÃ, Macorina, pon, pon, pon»… por haber sido en su época una de las prostitutas más elegantes, bellas y famosas de que se tenga recuerdo. En cuanto a sus dotes como pitonisa, se decÃa que también las heredaba de su abuela, que sabÃa interpretar los caracoles como nadie, y que nadie que se conozca se atrevió a dudar jamás de la justeza de sus vaticinios.
Tal como lo intuyó Macorina II, Miguel era uno de esos pocos hombres que podÃan fiarse de su instinto. Se preciaba de poder interpretar las miradas de los que fueron tanto amigos como enemigos. Le bastaba mirar a los ojos de un cliente para saber si cerrarÃa o no un negocio, si podÃa confiar o no en una promesa antes de sellar un trato. Le bastó una primera mirada para saber que habÃa encontrado a la mujer que amarÃa de por vida y sólo una bastó para reconocer el momento en que el odio se posesionó del hombre que habrÃa de odiarlo hasta la muerte. «Nunca te fÃes de nadie que no te mire a los ojos cuando te proponga un pacto ni de alguien que prometa con la boca lo que no sea capaz de probarte con los hechos. Son los hechos, Miguel, los que te dicen quién es quién y hablan siempre por sà mismos», le advirtió su padre años atrás cuando él estuvo en peligro, a un paso de la muerte. Pero algo habÃa cambiado el destino en su manera de ser y ese algo tenÃa un antes y un después que Miguel se negaba a afrontar rotundamente. Se preguntó si su padre le guardarÃa algún resentimiento a causa de aquella partida decisiva donde él lo expuso todo, y a todos se les trastocó la vida en un antes y un después. Pero no habÃa visos de reproche en la mirada que la muerte dejó trunca en las pupilas de su padre. JoaquÃn nunca hacÃa alusiones al pasado; jamás le escuchó jactarse recordando los tiempos de bonanzas, y nunca le escuchó una queja que trajera a colación ni los años de las penurias pasadas ni de las pérdidas y heridas más recientes. «Lo único que no l