1
La carta, con matasellos de Nueva York de la semana anterior, estaba datada cinco semanas atrás, en prueba del largo preámbulo de indecisión que debió superar antes de que fuera depositada en el buzón de la oficina de correos. PonÃa término al atolladero en que Arturo QuÃner habÃa encallado su vida, pero no era una liberación, sino un amargo final, el tránsito de una pena insoportable a otra pena mayor.
Tras un invierno intenso, a principios de marzo la primavera se adelantaba sobre el archipiélago de las Canarias en dÃas claros y noches radiantes. Durante los últimos años Arturo QuÃner habÃa ido sucumbiendo a una penosa incapacidad para conciliar el sueño. Cuando lo daba por imposible, deambulaba por la casa, a veces desarropado y descalzo, y solÃa terminar en el estudio, oyendo el lejano rumor de las ranas, sentado en una piedra enorme que le servÃa de diván, a la que estimaba como el bien más preciado del patrimonio familiar. La luna llena le convocaba los recuerdos. En ocasiones durante horas, permanecÃa con la mirada perdida en el horizonte y la memoria a la deriva, en el resplandor de la plata lunar, sobre las aguas en calma del océano inmenso.
Apenas con veintiséis años, Arturo QuÃner se casó con Alejandra Minéo cuando ella habÃa cumplido los quince. Siete aniversarios llevaban de un matrimonio que si nunca lo fue del todo, no habÃa dejado de serlo ni por un instante, puesto que no hubo en él ni un gesto de desamor o deslealtad. La edad de ella y las circunstancias del compromiso lo obligaban a lo único que un hombre como él, de una hechura humana sin resquicios, podÃa considerar decente: dejarla marchar. Pero en ese empeño se aniquilaba. En un cÃrculo pernicioso, se tragaba el amor que a continuación se le volvÃa a escurrir por las costuras.
Tres años y medio después de que ella se marchara para emprender los estudios superiores, no les quedaba otro intercambio que alguna llamada telefónica en la madrugada, desde el otro lado del mundo, y las cartas frecuentes, hondas y sentidas por ambos, pero más explÃcitas en lo que callaban que en lo que decÃan.
A media mañana, el primero del montón de la correspondencia que le dejaron sobre la mesa era un sobre sin abrir, lo que advertÃa del correo personal, y nada más verlo supo que traÃa la noticia que tanto temÃa y esperaba. La congoja se le anudó en la garganta mientras leÃa:
Arturo, queridÃsimo mÃo, ha pasado más de un año desde el dÃa en que decidà escribir esta carta, pero he tenido que empezarla muchas veces porque me ha faltado el valor para escribirla. Siempre te agradeceré que te casaras conmigo cuando yo era tan niña y que me impulsaras a llegar donde estoy. Pero ahora soy una mujer, tengo que continuar mi vida. Te veré pronto y necesito que tengas dispuestos los papeles de nuestro divorcio, para que tú quedes libre del compromiso y yo pueda dar alcance a la felicidad que me falta.
SabÃa que permanecerÃa en él, que la hallarÃa en el fondo de todos los paisajes de su soledad, en cada recodo del pensamiento, pero no alcanzaba consuelo. No habÃa hecho sino lo más justo, evitar traicionarse a sà mismo evitando traicionarla a ella. Haberla amado, continuar amándola, ahogado por el silencio. La manera torpe y muchas veces brutal, pero hermosa hasta la locura, en la que aún consideraba que debÃa hacerlo.
* * *
Pasaban las tres, en la madrugada siguiente de aquel dÃa, principio del fin. Un hombre de movimientos ligeros, vestido de negro, evita la escalera bien iluminada, trepa el alto paredón de piedras y llega a la parte posterior de la casa. Encuentra la puerta trasera abierta. Tras ella, desconecta el interruptor general de electricidad. Arturo se incorpora en la cama. La lámpara de la mesilla no enciende. Tanteando en la oscuridad, alcanza primero la puerta y a continuación el pasamanos de la escalera. Siente un chispazo en el cráneo, rueda por los escalones y queda en el descansillo, inmóvil e indefenso. Minutos después, la sombra abandona la casa y desaparece como ha llegado, creyéndolo el cadáver de un muerto fácil.
Por la funesta coincidencia con el único contratiempo serio de la salud que habÃa sufrido, alguien habÃa podido sorprender en su propia casa a Arturo QuÃner, un hombre joven, en la plenitud de la vida, además de un insomne pertinaz.
* * *
Muy cerca de la casa donde se escapaba gota a gota la vida de Arturo QuÃner, Venancio, el párroco adjunto del Terrero, esperaba a que pasaran los cinco minutos de cortesÃa antes de empezar el oficio.
Aunque la primera misa fue siempre la de los feligreses más asiduos e insobornables, la de aquellos que como él la preferÃan a cualquier otra, a pesar de que fuese a una hora tan intempestiva como las seis de la mañana, en el transcurso de los años los decesos y los achaques habÃan menguado la presencia de parroquianos. Aún podÃa sorprenderlo alguno de los feligreses de fe más curtida, que de manera ocasional hubiese decidido ir a misa antes de acudir al trabajo, o alguna de aquellas ancianas de temple heroico a quien ni los achaques ni la familia le hubieran podido impedir la asistencia. Pero lo más usual habÃa terminado por ser la ausencia de fieles para los que celebrar la ceremonia. Era en esos dÃas cuando la liturgia, por más sencilla, alcanzaba a ser más entrañable. La estiraba un poco de aquÃ, la acortaba otro poco de allá, la volteaba de este lado, la acomodaba del otro y la dejaba a su medida, hecha suya por entero. Abandonado a ella solÃa desvanecerse en un estado de deleite tan sublime que en alguna ocasión temió que hubiese en ello algo de obscenidad o impudicia. No faltaba en su plegaria ningún doliente del mundo. En su breve capÃtulo personal, durante los últimos meses Arturo QuÃner se habÃa hecho un hueco permanente. Se trataba de una urgencia menor, que si acaso le dolÃa más que otras, lo hacÃa por razón de la proximidad y no porque alcanzara a sospechar que se albergase en ella ninguna cuestión de vida o muerte.
En una circunstancia insólita, Venancio, además de ser párroco adjunto en el Terrero, trabajaba en la finca de Arturo QuÃner. Era una de sus personas de confianza y, sin duda, su amigo. Por la eventualidad del ánimo y porque no tenÃa asuntos importantes en la parroquia, aquella mañana decidió ir al trabajo antes que de costumbre.
Arturo, que solÃa ser el primero en llegar, no estaba en la oficina. Venancio recordó lo enfermo que lo habÃa visto la tarde anterior y corrió a la casa, alarmado. Subió las largas escalinatas, se apresuró por el jardÃn, jadeando abrió la puerta posterior y lo encontró tendido, con la cabeza en un pequeño charco de sangre. Estaba frÃo, aunque parecÃa arder en fiebre, apenas tenÃa pulso y no reaccionaba a los estÃmulos.
La ambulancia se lo llevó poco después, abriéndose paso entre los grupos de trabajadores congregados delante de la vivienda.
2
A primera hora de la tarde Venancio llegó al hospital acompañado de Alfonso Santos, médico del pueblo desde hacÃa más de tres décadas y, sin duda, la persona más querida y respetada de la comarca. Al anochecer una enfermera que identificó a Alfonso le dio aviso al jefe de cuidados intensivos, que se apresuró a saludarlo y darles la información que esperaban. Arturo padecÃa neumonÃa incipiente en ambos pulmones que respondÃa al tratamiento y no preocupaba. No habÃa perdido tanta sangre como para requerir una transfusión ni habÃan hallado un coágulo en el cerebro que pudiera explicar la causa del coma, provocado con seguridad por el golpe en la cabeza. Es decir, que nada podÃan anticipar, ni en un sentido ni en el otro.
Regresaban, ya de noche, heridos por la amenaza de una pérdida que para ambos serÃa irremediable. Alfonso Santos, curtido por el oficio, se sobreponÃa a la congoja. Venancio lo afrontaba peor. Agarraba entre sus manos enormes un libro de oraciones del que nunca se desprendÃa y rezaba con ardor. Alfonso no quiso interrumpirlo con la conversación, hasta que las lágrimas de Venancio, al principio esporádicas, se hicieron más frecuentes y más febril el fragor de las plegarias. Alfonso no sabÃa qué le dolÃa más, si ver llorar a un sacerdote, al que debÃa suponerle la sabidurÃa para superar la idea de la muerte, o al hombretón fornido, implorando con tanta pasión y secándose las lágrimas con la manga de la camisa, como lo harÃa un niño.
—Sobrepóngase, Venancio —le dijo.
—No hay quien carajo conozca a ese hombre y pueda sobreponerse a esto —replicó Venancio con un gesto vehemente.
Alfonso intentó una estrategia que no podÃa fallarle y lo hurgó en la fe, para abrir otra interminable discusión sobre sus diferentes ideas de Dios.
—¿Cree que acogerá a un ateo como él? —preguntó, sin necesidad de hacer explÃcito el nombre de quien tenÃa la potestad para acoger.
—Un ateo sin pruebas, dice él —lo defendió Venancio—. Viene a ser lo mismo que ser creyente sin pruebas. Como nosotros, Alfonso. Mira para otra parte, pero lo hace desde la misma losa de incertidumbre que nosotros.
Pese a la edad, Alfonso Santos todavÃa atendÃa a algunos de sus pacientes de toda la vida y Arturo QuÃner, a quien querÃa como a un hijo, era uno de los contados que ostentaban tan meritoria gentileza. Fue el último en hablar con él la tarde anterior, cuando lo vio entrar en la consulta con el semblante traspuesto.
—¿Otra vez aquÃ, alma de cántaro? —le preguntó, con la habitual afabilidad de trato con que solÃa distinguirlo, y se adelantó unos pasos para saludarlo, pero al llegar a su lado le palpó el cuello con el dorso de la mano y ensombreció la expresión—. ¡Por Dios, chico, estás hirviendo!
Le auscultó el pecho y la espalda sin disimular la preocupación.
—¿Cómo está Alejandra? —le preguntó mientras preparaba una jeringa.
—Le va bien en Nueva York —respondió Arturo, haciendo un esfuerzo para no quebrarse y, como era natural en él, sin abundar en detalles.
—Como no arregles tus asuntos con ella, terminarás en una cama del hospital —le dijo Alfonso, más como reproche que como advertencia, dejando percibir un deje de paternal inquietud—. Ahora tienes un ronquido muy feo en el pecho —continuó al inyectarle el potente antibiótico—. Pero eso es lo aparente. No lo tendrÃas, ni habrÃas estado con la espalda agarrotada hace dos semanas, ni te sobrevendrÃan las jaquecas, si no estuvieras tan… encoñado. O como sea que se llame eso tuyo.
Las palabras quedaron suspendidas, sin réplica.
—Y eso no te lo arreglará ningún médico de este mundo —agregó Alfonso, dejando que el reproche sonara sin disimulo.
Arturo llevaba la carta con la petición del divorcio en el bolsillo y pensó que no importaba ya. Los asuntos a los que Alfonso Santos se referÃa habÃan hallado solución por sà mismos. Le faltó el ánimo para ponerlo en conocimiento de ello y no le respondió. Además de que Alfonso le habÃa salvado la vida en múltiples ocasiones, no sólo por tropiezos de la salud, lo querÃa como a un padre y, desde muy niño, lo habÃa investido de todas las autoridades que era capaz de reconocerle a una persona. Su querido y viejo amigo tenÃa el derecho de hablarle de lo que quisiera en el tono que se le antojara.
* * *
La primera leyenda que Alfonso Santos escuchó a los antiguos del lugar, cuando llegó al Terrero procedente de Madrid casi de destierro, se remontaba a la época de la conquista de las islas Canarias, y hablaba del comienzo de una dinastÃa cuyo último miembro serÃa Arturo QuÃner. Contaban que cuando la primera tropa llegó allÃ, a lomos de los caballos, con sus recuas de mulas, armados de arcabuces y ballestas, descubrieron con asombro que alguien se les habÃa adelantado. Encontraron una cabaña de madera y piedras y, cerca de ella, un cÃrculo de tierra que parecÃa ser una era, junto al que se erguÃa una cruz de buen tamaño, que no dejaba lugar a dudas sobre la naturaleza de sus moradores.
El que los precedió dijo ser cristiano viejo y, salvo por el apellido, castellano de pura cepa. Naufragó cerca de la isla y, tras unas horas zarandeado por el mar, los nativos, que lo encontraron moribundo en la playa, consiguieron arrebatárselo a la muerte. Estaba casado con una hija del jefe aborigen con la que tenÃa hijos.
Por el contrario que en el resto de la isla, los guanches eran allà altos y rubios. DecÃan que el hombre, conocedor del destino de esclavos que los aguardaba, los protegió proclamando que habÃan abrazado la fe de Cristo y recibido el bautismo; que estaban, por tanto, bajo protección de los reyes Isabel y Fernando. Y que como resultado de aquello en esa parte abundaban los lugareños altos y de cabellos claros, que hoy es fácil confundir con los turistas del norte que frecuentan las islas.
No era posible afirmar ni negar la historia. La única certeza era que la tierra conocida como el Estero figuraba en el registro más antiguo como perteneciente a alguien apellidado QuÃner. Si parecÃa poco probable que la propiedad hubiese permanecido sin segregar al cabo de tantas generaciones, cuando se conocÃa el lugar se entendÃa mejor que lo contrario. El nombre, bien puesto en su dÃa, daba a entender que en ella hubo una laguna, lo que confirmarÃa cualquiera con conocimientos básicos de geologÃa, pues eran claras las evidencias del agua embalsada en un pasado no muy lejano.
Aquello se remontaba a una época de la que no quedaban sino el nombre, las piedras y la soledad cuando Alfonso Santos llegó a la isla.
* * *
Para conocer las razones de Arturo era obligado remontarse a sus antecedentes familiares y personales, y nadie los conocÃa mejor que Alfonso Santos, que sentÃa ser parte tan cercana que al recordarlos recordaba su propia historia. Sobre todo, después de la larga espera en el hospital, porque el susurro de las batas, el olor de los desinfectantes y cuanto evoca el ámbito hospitalario, hacÃa que su juventud distante atravesara el laberinto de la memoria para mostrarse con el vigor de los sucesos recientes.
No fue casual que decidiera hacerse médico cuando habÃa obtenido ya la licenciatura en FilosofÃa y Letras. El verano en que regresó a casa, con ella en la maleta oliendo a tinta reciente, lo dedicó a la lectura de un montón de libros rescatados del tedio de los sucesivos aplazamientos, entre los que se hallaba el que habÃa sido favorito del abuelo paterno. Llegó a sus manos del modo más misterioso, puesto que no recordaba haberlo sacado de la ilustre biblioteca y era muy improbable que alguien hubi