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Negro mar del corazón
Los fuegos artificiales iluminaban a ráfagas un mar que, para Olimpia, era un manto sombrÃo e inescrutable. Por más que medio centenar de amigos hubieran acudido a la playa para celebrar su decimoctavo cumpleaños, se sentÃa más sola que nunca.
Sola y decepcionada.
Aprovechando que se habÃa formado un corrillo alrededor de una hoguera, mientras el guaperas del instituto cantaba a la guitarra It’s so easy to fall in love, sus pies descalzos se apartaron del grupo resiguiendo el lÃmite cambiante entre la arena frÃa y la espuma del mar.
Cuando hubo puesto suficiente distancia entre ella y aquella fiesta en la que se sentÃa una extraterrestre, se sentó sobre una duna. Tres palmeras de pólvora se iluminaron sobre la playa de la Barceloneta para luego desvanecerse como una lluvia de chispas.
Hasta aquella noche, que su cumpleaños cayera en la verbena de San Juan siempre le habÃa parecido una feliz coincidencia. Lo habÃa vivido con la ilusión de que la ciudad entera celebraba su nueva edad.
Sin embargo, aquel 23 de junio tanta pirotecnia le pareció una burla cruel. Solo tenÃa ganas de llorar, y sin duda lo habrÃa hecho de no haber llegado una sombra amigable por detrás.
Cuando se sentó a su lado, en la duna, Olimpia esbozó un intento de sonrisa. Albert era el único amigo a quien se permitÃa mostrarle sus miserias. Nunca se sentÃa juzgada por él.
—Hola, chica triste. ¿Hay algo que pueda hacer por ti? Tenemos cava, cerveza, bebidas energéticas y refrescos con cero azúcar.
—No quiero nada, gracias.
—Si molesto, me voy…
Olimpia apoyó su cabellera ondulada en su hombro y, tras dejar escapar un suspiro, dijo:
—Por favor, quédate. Después de tantos años queriendo ser libre de hacer lo que quiera, sé que ahora deberÃa estar liándola parda. O al menos intentándolo en honor a todos los que han venido. Deben de pensar que soy una borde…
—Que piensen lo que quieran. Además, gracias a tu fiesta se lo están pasando bomba.
Esta última palabra salió de la boca de Albert a la vez que un estallido en el cielo precedÃa a un enorme castillo de fuego, que fue aplaudido por el grupo de la playa.
—Me alegro de que se diviertan, porque yo esta noche no me aguanto ni a mà misma. Me siento…
Olimpia se mordió el labio mientras luchaba por no romperse.
—¿VacÃa? —adivinó Albert.
—SÃ, es una forma de definirlo.
—Sé que le echas de menos —dijo él pasándole el brazo por el hombro—. Yo también estaba convencido de que esta noche vendrÃa, pero tiene que haber una razón…
—No busques razones —le cortó Olimpia—. Nada justifica que un padre no aparezca el dÃa que su hija se hace mayor de edad.
Albert calló. Hasta esa primavera que ya habÃan dejado atrás, aquel economista serio y afable se habÃa desvivido por su única hija. Como contrapeso al carácter impulsivo y caprichoso de la madre, Olimpia siempre habÃa encontrado en él un remanso de paz y comprensión que ahora se habÃa diluido en el negro mar.
Literalmente.
Sin previo aviso, de un dÃa para otro se habÃa despedido de su familia dejando una carta sobre la mesa, y habÃa partido con su yate para dar la vuelta al mundo sin fecha de retorno. Una decisión extraña que, dos meses después, Olimpia seguÃa sin entender.
—¿Tu madre todavÃa piensa que hay otra persona? —preguntó Albert, aun temiendo ser inoportuno.
—Da igual lo que piense mi madre. Y puedo comprender que, después de tantos años juntos, uno pueda enamorarse de nuevo.
—Es tan fácil… Ya lo dice la canción.
—Fácil para todo el mundo, menos para mà —dijo resentida—. En cualquier caso, eso no justifica que mi padre no haya dado señales de vida en un dÃa como este. ¡Ni siquiera me ha mandado un mensaje al móvil! ¿Tú no estarÃas furioso?
—Quizá esté atracado en algún lugar lejano, sin cobertura —trató de consolarla—. ¿Dónde estaba la última vez que te escribió?
—En la isla Ascensión. Según mi pad